“Primero fue una obsesión... luego, una condena disfrazada de amor.”
Dayana dejó atrás su mundo para perseguir un futuro como estudiante de medicina, sin saber que su destino cambiaría con una sola mirada en un aeropuerto. Suang, un hombre frío, poderoso y marcado por la oscuridad, la quiso solo porque no podía tenerla.
La obligó a ser su esposa, no por amor, sino por capricho.
Pero con el tiempo, algo inesperado comenzó a quebrar su control: el amor. Un amor que llegó demasiado tarde.
Encerrada en una jaula de lujos, Dayana aprenderá que no todos los sentimientos salvan… algunos destruyen.
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#24
El silencio fue quebrado de pronto por el suave chirrido de la puerta al abrirse. No hubo un golpe, ni una advertencia previa. Solo el sonido de los pasos de Suang entrando en la habitación como si fuera suya.
Dayana se incorporó de golpe, sobresaltada, sus ojos aún hinchados y rojos por el llanto incesante de la noche.
—No tocas la puerta —susurró, su voz ronca y rota.
Suang la observó, sin inmutarse ante su estado. Su expresión era fría, pero sus ojos brillaban con algo más... una mezcla de impaciencia y una pizca de curiosidad.
—No lo hice porque esta casa es mía, y tú estás aquí por decisión mía —respondió, con voz firme, sin elevar el tono, pero cada palabra pesaba—. Levántate, Dayana.
Ella lo miró en silencio, como si no entendiera lo que le pedía.
—¿Qué quieres? —preguntó finalmente, la voz casi ahogada.
Suang frunció ligeramente los labios, molesto por lo que veía.
—No te he hecho nada aún como para que estés hecha un desastre —dijo con tono seco, directo—. No tienes motivo para llorar como si te hubiera quebrado. No todavía.
Dayana sintió un escalofrío recorrerle la espalda. No por las palabras... sino por la forma en que las dijo. Como si fuera un aviso. Una promesa.
—Ve al baño, báñate —ordenó sin más—. En media hora mandaré a una sirvienta por ti. No me hagas perder el tiempo.
Ella lo miró fijamente, con una mezcla de rabia y miedo apretándole el pecho.
—¿Por qué estás haciendo esto?
Suang no respondió al principio. Dio un par de pasos hacia ella, no con violencia, sino con ese aire contenido que tanto la descolocaba.
—Porque puedo —dijo finalmente—. Porque te elegí. Y porque necesito ver de qué estás hecha antes de decidir qué lugar tendrás en mi vida.
Sus palabras colgaron en el aire como cuchillas. Luego, sin esperar respuesta, giró sobre sus talones y se marchó, cerrando la puerta tras de sí sin ningún apuro.
Dayana permaneció sentada unos segundos más, como si la habitación hubiera perdido oxígeno. Después, lentamente, se puso de pie. Caminó hacia el baño con pasos pesados, como si cada movimiento costara un mundo.
El agua caliente no logró borrar el temblor de su cuerpo. Ni la tristeza. Ni el presentimiento oscuro que se enroscaba en su interior como una serpiente.
Sabía que el día apenas comenzaba.
Y que Suang no era un hombre que aceptara debilidades.Dayana se quedó en silencio unos segundos más, inmóvil, sintiendo cómo la rabia se mezclaba con la pena. Luego, con movimientos lentos, se levantó de la cama. Cada músculo parecía arrastrar el doble de su peso. Caminó hacia el baño como quien avanza por un corredor de castigo.
Abrió la llave de la ducha y dejó que el vapor comenzara a llenar el espacio. Se desnudó sin mirarse en el espejo. No quería ver los ojos enrojecidos, la piel opaca, la marca de la tristeza. Se metió bajo el agua caliente, cerrando los ojos al primer contacto.
El calor le quemó los hombros, pero no se apartó. Se dejó envolver por él. Por fin, su cuerpo empezó a aflojarse.
La espuma del jabón resbalaba por sus brazos, por su espalda, como si quisiera llevarse consigo todo el peso de la noche anterior. Se lavó el cabello, masajeó su cuero cabelludo con fuerza, casi como si quisiera arrancarse los pensamientos.
Durante un instante, sólo existía el agua, el vapor y ella. Solo eso.
Cuando salió, se envolvió en una toalla grande y volvió al cuarto. Sobre la cama, cuidadosamente colocado, encontró el vestido.
Era hermoso. Demasiado hermoso para cómo se sentía por dentro.
Lo tomó entre las manos, examinando la tela: marfil claro, con estampados florales que parecían delicadas pinceladas de jardín. Rosas en tonos suaves, como susurros antiguos, con hojas verdes desvanecidas que le daban un aire romántico y melancólico. El diseño era ceñido, con tirantes finos y una caída que insinuaba más de lo que mostraba.
Dayana se lo puso despacio, alisando la tela con sus manos. El vestido se ajustó a su figura como si hubiese sido creado solo para ella. Le marcaba la cintura, le realzaba el busto, le dibujaba las caderas con suavidad. Se miró de reojo en el espejo. No parecía ella. O sí, pero una versión que ya no recordaba.
Justo entonces, golpearon la puerta.
Una sirvienta entró y la observó con una leve sonrisa, aprobatoria.
—Está listo para verla.
Y Dayana, sin más lágrimas pero con el alma aún doliendo, salió a enfrentarse con el hombre que le había robado la paz… vestida como si el dolor fuera invisible. La sirvienta la guió por el pasillo silencioso, entre paredes blancas, madera pulida y detalles orientales que hablaban de orden, control… perfección. Cada paso de Dayana resonaba sobre el mármol como si pisara el interior de un templo prohibido. Su vestido flotaba tras ella, con cada movimiento suave, elegante, casi irreal.
Al llegar al salón, Suang estaba de pie junto a una amplia ventana, con una taza de té entre los dedos. Vestía una camisa de lino clara, desabrochada en el cuello, y unos pantalones oscuros. La luz de la mañana dibujaba sombras firmes sobre sus pómulos. Al oírla entrar, giró la cabeza.
Y se detuvo.
Por un instante, sus labios se abrieron apenas. Sus ojos recorrieron su figura desde los tobillos hasta los hombros desnudos, deteniéndose un segundo más en la curva de su cintura, donde el vestido se ceñía con más precisión que una caricia.
No dijo nada al principio. Solo la observó.
Lento.
Medido.
Como quien presencia un incendio contenido.
—Así… —murmuró al fin, sin apartar la vista—. Así es como deberías verte siempre para mi
Dayana apretó los labios. No bajó la mirada, aunque todo en su cuerpo le pedía que se encogiera.
—No soy un adorno.
Suang sonrió, apenas. Pero sus ojos seguían fijos en ella.
—No —asintió con tono suave, como si le estuviera dando la razón en algo que él mismo había decidido mucho antes—. Eres una presencia. Y lo que llevas puesto… la realza.
Dio un paso hacia ella. Luego otro. Hasta quedar tan cerca que Dayana pudo oler su perfume: especiado, oscuro, como madera mojada bajo la lluvia.
—¿Dormiste bien? —preguntó, con una ironía sutil en la voz.
Ella sostuvo su mirada. No iba a regalarle debilidad.
—No. Pero me levanté igual. Como pidió.
Suang alzó una ceja. Le gustaba que le respondieran con firmeza. Y ella lo sabía.
—Bien —susurró, y su voz descendió un tono más—. Eso es lo que quiero. Que te quiebres si tienes que hacerlo… pero que te reconstruyas también. No me sirven las cosas frágiles si no están dispuestas a arder.
Luego extendió una mano y rozó la tela del vestido a la altura de su cadera, con la yema de los dedos, casi con reverencia.
—Te ves hermosa, Dayana. No lo olvides. Y no dejes que el dolor te robe eso.
Ella se mantuvo firme, aunque su estómago se tensó como si una corriente le hubiera cruzado el cuerpo.
—¿Y ahora qué quiere que haga?
Suang dio un paso atrás, satisfecho con su efecto.
—Ahora… vamos a desayunar.
Y se giró, esperando que ella lo siguiera, como si nada acabara de pasar.
Pero para Dayana, todo acababa de empezar.