En la Ciudad de México, como en cualquier otra ciudad del mundo, los jóvenes quieren volar. Quieren sentir que la vida se les escapa entre las manos y caminar cerca del cielo, lejos de todo lo que los ata. Valeria es una chica de secundaria: estudiosa, apasionada por la moda y con la ilusión de encontrar al amor de su vida. Santiago es todo lo contrario: vive rápido, entre calles peligrosas, carreras clandestinas y la lealtad de su pandilla, sin pensar en el mañana.
Cuando sus mundos chocan, la pasión, el riesgo y el deseo se mezclan en un torbellino que los arrastra sin remedio. Una historia de amor que desafía reglas, rompe corazones y demuestra que a veces, para sentirse vivos, hay que tocar el cielo… aunque signifique caer.
NovelToon tiene autorización de Santiago López P para publicar esa obra, el contenido del mismo representa el punto de vista del autor, y no el de NovelToon.
Veintitrés
—Es mi paga de la semana.
Pollo se los guarda en la bolsa del pantalón guango, el que lleva con un bordado plateado en la pierna.
—Era —responde con cinismo.
—Eso quiere decir que me tendré que poner a dieta.
—Entonces te hice un paro.
—¡Naco!
Paulina revuelve el bolso, encuentra lo que buscaba y lo deja de nuevo en la mesa de la casa semiiluminada por un foco neón que apenas funciona.
—Cuando termines de sentirte gángster, me vuelves a poner la cartera en su lugar. Gracias.
Pollo sonríe de lado, con esa actitud de barrio que mezcla descaro con ternura escondida.
—Oye, si ya andas con eso de la dieta, chance te invito mañana a unos tacos al pastor allá por Insurgentes.
—No, gracias. Cuando pago yo, decido con quién.
Hace el ademán de irse, pero Pollo le cierra el paso.
—Eh, aguanta, ¿qué agarraste?
Paulina esconde la mano tras la espalda.
—Nada que te importe.
Pollo le sujeta los brazos.
—Eso lo decido yo, enséñamelo.
—No, déjame en paz. Ya me quitaste la lana, ¿qué más quieres?
—Lo que traes en la mano.
Pollo intenta tomarla, pero Paulina pega el pecho contra él, escondiendo su puño cerrado como si ahí guardara su vida.
—Suéltame, o me pongo a gritar y le digo a todos que me andas acosando.
—Y yo entonces te doy un zape, no pasa nada.
Finalmente, Pollo consigue torcerle la muñeca, con esa mezcla de juego y violencia tan común en los pleitos de barrio. El pequeño puño se resiste, pero los dedos van cediendo uno por uno hasta revelar el secreto.
En la mano de Paulina aparece el envoltorio arrugado de unas pastillas. El rostro de ella se torna rojo, no por el coraje, sino por la vergüenza. Ese era su misterio: el motivo de los granos en la cara, de su humor cambiante, de las ausencias repentinas.
Ella se queda callada, tragándose el orgullo, mientras Pollo la observa sin saber bien cómo reaccionar. Termina dejándose caer sobre la cama y se suelta riendo.
—Entonces mañana ni de chiste te invito a cenar. ¿Qué haríamos después? ¿Platicar de telenovelas?
—¡Ah, no! Ni lo sueñes. No creo que entiendas mis chistes, están muy elevados para ti.
—¡Órale, qué brava la niña! —dice Pollo, entre sorprendido y divertido.
—Conmigo ya te divertiste suficiente.
—¿Por qué lo dices?
Paulina se acaricia los dedos lastimados. Él se da cuenta.
—Me dolió, ¿no era eso lo que buscabas?
—Nah, no exageres. En un rato se te pasa.
—No hablaba de la mano… —responde ella con voz baja, antes de salir corriendo para que no la vean llorar.
Pollo se queda en silencio, incómodo, mirando la cartera. Al final, decide regresarla a su sitio, pero el billete ya no. Ese ya se quedó en su bolsillo.
Mientras tanto, el DJ de la fiesta —un chavo con el pelo largo, camisa de franjas y pinta de rockero frustrado— le da vuelo a las tornamesas. Mezcla un clásico de Caifanes con algo de Control Machete, y el bajo retumba tan fuerte que las ventanas tiemblan. La sala se llena de luces de colores que se reflejan en los grafitis del patio: firmas enormes, tags de crews de Insurgentes y de la Doctores.
Santiago recorre el lugar con el vaso de chela en la mano, escuchando de reojo las conversaciones huecas de las niñas fresas: que si en Plaza Satélite vieron unos tenis carísimos, que si su papá no les quiso comprar coche, que si su novio ya anda de cabrón.
Del balcón entra un aire tibio mezclado con olor a tacos de canasta de la esquina. Las cortinas se inflan como si respiraran, y en la penumbra, dos siluetas se perfilan detrás de ellas. Manos entrelazadas, risas ahogadas…