El Prisionero Y La Reencarnada

Tres años pasaron.

Tres años en los que la vida de Ginger Evenhart siguió avanzando, firme y constante, como un río que había encontrado por fin su cauce.

Su aprendizaje en administración y comercio se fortaleció hasta volverse incuestionable. Ya no era solo la joven prometedora de las aulas del castillo del sur.. ahora negociaba en nombre de su familia, firmaba acuerdos, evaluaba rutas comerciales y administraba contratos con la misma autoridad que Greofrey y Gareth. Nadie se atrevía a subestimarla.

—Lady Evenhart tiene un criterio excepcional —decían los mercaderes—. Más agudo que muchos hombres de la corte.

Su padre, Grayson, la observaba con un orgullo silencioso. No dejó de mimarla ni un solo día, pero ya no la veía como a una niña frágil, sino como a una aliada. Sus hermanos seguían protegiéndola, consintiéndola, celebrando cada uno de sus logros como si fueran propios.

Y sin embargo, en medio de esa vida plena… había un silencio.

Nunca recibió una carta de Alban.

Ella sí escribió. No muchas, pero las necesarias. Cartas cuidadosas, sin reproches, sin exigencias. Le habló de Mercia sin detalles peligrosos, de su familia, de cómo esperaba que él encontrara paz. Nunca mencionó sentimientos que pudieran atarlo al pasado.

Ninguna tuvo respuesta.

Con el tiempo, Ginger logró averiguar algo.. James Bristol había regresado al reino de Bernicia. El nombre aparecía en registros menores, en menciones indirectas de comercio local. Nada escandaloso. Nada trágico.

Eso fue suficiente.

—Llegó bien —pensó, una noche, cerrando el último informe del día—. Está vivo.

Y sonrió.

No con tristeza.

No con resentimiento.

Con alivio.

A veces, cuando estaba sola, recordaba su mirada en el calabozo, el peso de las cadenas, el silencio espeso que compartieron. Recordaba también la última vez que lo vio, con la capucha puesta, alejándose sin volver la cabeza.

Ginger aceptó algo con una madurez que sorprendía incluso a ella misma.. lo que habían compartido no necesitaba continuidad para haber sido real. Fue un encuentro entre dos destinos rotos que, por un breve tiempo, se sostuvieron mutuamente.

Ella siguió adelante.

Y aunque el mundo jamás supo lo que ocurrió en los calabozos de Mercia, ni el nombre que se dejó atrás, una vida fue salvada.

Ginger lo comprendió con dolorosa claridad.

Había hecho todo lo posible sin exponerse.. pagó investigadores, sobornó escribanos, movió contactos en la corte para que las cartas de Aldren, los registros del templo falso y los testimonios ocultos vieran la luz. Poco a poco, la versión oficial comenzó a agrietarse. Ya no todos hablaban de Alban Mortis como un simple traidor.. algunos empezaron a llamarlo víctima de manipulación, otros, fanático engañado.

Pero no bastaba.

Había demasiadas pruebas de lo que Alban había hecho.. Incendios, amenazas, muertes indirectas, decisiones tomadas desde la ira y el dolor. Acciones que no podían justificarse solo por la mentira de su tío. El reino de Mercia podía aceptar que Aldren había sido un monstruo… pero no estaba listo para perdonar al hombre que había respondido al engaño con violencia.

Ginger cerró uno de los informes y apoyó la frente sobre el escritorio.

—Si vuelves… te condenarían —susurró.

Y entonces lo entendió todo.

Quizá por eso Alban nunca respondió.

Quizá por eso James Bristol había regresado a Bernicia y se había quedado allí. Porque cualquier vínculo con Mercia, con ella, podía arrastrarlos a ambos a la ruina.

No había rencor en ese pensamiento. Solo una tristeza serena.

Ginger miró el cuaderno antiguo, el primero, aquel donde había anotado el destino de un villano.

—Hiciste lo correcto Alban.. Vivir. -

Los años la habían cambiado. Ya no era solo la joven mimada y brillante. Era una mujer respetada, firme, capaz de negociar, de tomar decisiones difíciles. Había aprendido que no todas las historias tenían un final compartido… pero eso no las hacía menos valiosas.

A veces, en las noches tranquilas, pensaba en él.

En si habría encontrado paz.

En si habría aprendido a sonreír sin rencor.

En si, lejos de Mercia, había dejado de ser Alban Mortis para convertirse de verdad en James Bristol.

Ginger cerraba los ojos entonces, con una calma suave en el pecho.

—Espero que seas feliz —murmuraba—. De verdad.

Pero no todo eran preocupaciones.

El nombre de Ginger Evenhart comenzó a resonar con fuerza más allá de los salones de estudio. Con inteligencia y una determinación que nadie había previsto en la joven mimada de antaño, expandió el negocio minero de su familia. No se limitó a extraer cristales mágicos y piedras preciosas.. transformó la materia prima en valor real.

Contrató magos especializados en el elemento metal, artesanos capaces de fusionar magia y orfebrería con una precisión nunca antes vista en Mercia. Así nació una joyería prestigiosa, conocida por crear piezas únicas, no solo bellas, sino funcionales.. joyas que protegían, fortalecían o armonizaban la energía de quien las portaba.

La corte empezó a hablar de ella con respeto.

Ya no era solo la hija del duque Evenhart.

Era una mujer de negocios.

Un día, un mensajero real llegó a la mansión Evenhart con el sello del castillo. Ginger fue llamada de inmediato.

El rey Adrián la recibió en audiencia privada.

—He oído hablar de su trabajo —dijo con tono sereno—. Mercia necesita artesanos que piensen en el futuro.

Ginger inclinó la cabeza con respeto.

—Es un honor servir al reino, majestad.

El rey fue directo al asunto.

—Mis hijos cumplirán cuatro años pronto. El príncipe Arthur y la princesa Audrey. Deseo dos pulseras con piedras mágicas de protección, discretas pero poderosas. Y quiero que lleven sus nombres grabados.

Ginger sintió un estremecimiento. No de miedo, sino de responsabilidad.

—Serán dignas de un heredero de Mercia —respondió—. Lo prometo.

Durante semanas trabajó en el diseño. Eligió cristales puros, sin fisuras, y pidió a los magos del metal que crearan una aleación ligera, resistente, casi imposible de romper. Cada pulsera fue encantada con capas de protección.. contra enfermedades, contra magia hostil, contra accidentes.

Cuando grabó los nombres —Arthur y Audrey— lo hizo con mano firme.

El día de la entrega, el rey observó las piezas en silencio.

—Son… perfectas —dijo finalmente—. Ha superado mis expectativas, lady Evenhart.

Ginger sonrió con mesura.

Mientras regresaba a la mansión, con el reconocimiento del rey aún resonando en su mente, pensó en lo lejos que había llegado. Pensó también, inevitablemente, en Alban.

James Bristol, en algún lugar del reino de Bernicia.

No sabía si alguna vez volvería a verlo. No sabía si él había leído sus cartas o si las había quemado sin abrir. Pero, por primera vez en mucho tiempo, el recuerdo ya no dolía como antes.

Había hecho todo lo que estaba en sus manos.