Ginevra es rechazada por su padre tras la muerte de su madre al darla a luz. Un año después, el hombre vuelve a casarse y tiene otra niña, la cual es la luz de sus ojos, mientras que Ginevra queda olvidada en las sombras, despreciada escuchando “las mujeres no sirven para la mafia”.
Al crecer, la joven pone los ojos donde no debe: en el mejor amigo de su padre, un hombre frío, calculador y ambicioso, que solo juega con ella y le quita lo más preciado que posee una mujer, para luego humillarla, comprometiéndose con su media hermana, esa misma noche, el padre nombra a su hija pequeña la heredera del imperio criminal familiar.
Destrozada y traicionada, ella decide irse por dos años para sanar y demostrarles a todos que no se necesita ser hombre para liderar una mafia. Pero en su camino conocerá a cuatro hombres dispuestos a hacer arder el mundo solo por ella, aunque ella ya no quiere amor, solo venganza, pasión y poder.
¿Está lista la mafia para arrodillarse ante una mujer?
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No podía faltar.
—Señor Vladimir, todo está hermoso, pero veo esto innecesario —dice una vez ha terminado de recorrer su nuevo hogar. Es inmenso y lujoso, aunque no está segura de qué hacer; la casa puede tener cámaras, ¿cómo hablará con Rogelio?
—Yo no. Trabajas para nosotros, así que serás presa fácil —acerca su enorme cuerpo hacia ella.
Dile que sí quieres ser su presa, Ginevra... Necesitamos uno, acércate y cómetelo —su conciencia le suplica, pero no puede... ¿O sería la aventura de esta noche y ya? Solo un poco más.
—No soy tan frágil como cree, señor Vladimir, pero espero que este lugar no tenga cámaras —Vladimir frunce el ceño y niega.
—No haría eso jamás, pero sí habrá hombres cuidándola —camina hacia la salida—. Descanse, señorita De Santis.
—No los voy a traicionar. Si no confían en mí, lo mejor es que renuncie —levanta el mentón. Su atuendo angelical no combina con la mirada que le da.
El ruso se desliza hacia ella, lento y dramático. Da pisadas firmes y, desde arriba, la observa con los ojos entornados.
—¿Cree que es por desconfianza? Para eso fue investigada —se pasa la mano por el cabello—. Vivía en Suiza con su padre... o padrastro, ya que su apellido no coincide con el suyo —el corazón se le dispara en el pecho, pero no se permite flaquear—. Estudió en Italia. Excelente estudiante. Nada más... —ladea un poco la cabeza y Ginevra se yergue aún más.
—Si saben todo, ¿por qué me vigila? —el hombre levanta un dedo y lo acerca a ella para mover un mechón de su cara.
—Es protección. Yo cuido todo lo que me interesa. Ahora descanse, que ese morado aún se le nota —se aleja sin esperar más, pero la voz de ella vuelve a detener sus pasos.
—Debo ir por mis cosas... —exclama, y se siente calmada al recordar que toda la información sobre ellos está en archivos digitales bien cifrados.
—Vienen en camino —asiente, y ella se relaja. El ruso desaparece, y ella observa el lugar.
Una vez sola, ve por la ventana y se da cuenta de que ya se han ido. Comienza a revisar el espacio de la casa. Busca micrófonos o cámaras, pero no halla nada. Revisa cada mínimo espacio; pasa horas, pero no consigue nada. Solo un armario lleno de ropa para ella, modelos únicos y actuales; una alacena en la cocina llena, y muebles de lujo. Todo en ese lugar es de última tecnología.
—Está súper —envía un mensaje a su padre, Rogelio, y le explicará un paquete camuflado: un detector para saber si hay vigilancia que no esté detectando—. Al resto del día, después de que traen sus cosas, se deja caer en el respaldo del sofá. Hasta las flores llegaron en la mudanza. Ella se siente como una reina al ver todo lo que la rodea.
—Ginevra, ¿a quién vas a escoger? —se pregunta con una sonrisa traviesa.
¿Cuál lo debe tener más grande? —ese pensamiento la atraviesa y se levanta, negando con la cabeza.
—Maldición, Ginevra, contrólate —va a la cocina, la cual parece un sueño, y al abrir la nevera hay todo tipo de jugos. Toma uno de naranja y se sirve un vaso.
—Pero, pensando bien, Vladimir se ve poderoso... y no me va a negar nada, ni pregunta cuánto es —suspira y se toma el trago.
—Mikhail... Por Dios. Él es todo lo que está bien: sus brazos, piernas, sabe cocinar... —sonríe sin darse cuenta—. Y Aleksei... a ese hombre lo quiero morder —muerde su labio y echa la cabeza hacia atrás.
Ese día lo termina en lo que parece una sala de spa. Hay un sofá masajeador, un sauna solo para ella y, sin dejar de lado, un jacuzzi aclimatado dentro de esa misma sala.
—Estos jefes son los que deberían abundar —sonríe relajada, con un recipiente lleno de fresas a su lado.
Al día siguiente está más que lista para regresar a trabajar, pero su teléfono no para de sonar. Lo observa, frunce el ceño y contesta mientras termina de aplicarse el labial frente al espejo.
—Sí, buenos días —saluda tan seria y cordial como siempre.
—Buenos días, señorita De Santis —una voz varonil, pero muy sexy, responde al otro lado de la línea.
—Señor Dimitri, buenos días. ¿En qué puedo ayudarlo? Justo iba a salir a trabajar —contesta, dirigiéndose a la puerta.
—¿Trabajar? No te dejarán entrar, estás de reposo para relajarte. ¿Me abres la puerta, por favor? —contesta, y ella simplemente frunce el ceño.
—¿Abrir la puerta? —dice mientras se acerca a la mirilla—. No hay nadie... —hace silencio—. Lo siento, se me olvidaba que el señor Vladimir me hizo mudarme a otro lugar. Si quiere, voy hacia allá.
—No, dame la información. Yo no sabía eso —Ginevra envía la dirección y, treinta minutos más tarde, su timbre está sonando. No tarda en abrirlo, y allí está él: una camiseta blanca que se adhiere a su cuerpo como una segunda piel, unos jeans negros y unos tenis del mismo tono. Su look es informal, y eso no le resta ni una gota de carácter ni presencia.
—Buenos días. Se nota un poco el golpe, pero no le quita lo hermosa, señorita —sin previo aviso, besa su mejilla. La respiración se le corta, el aroma amaderado la invade y el contacto de su piel la deja de nuevo en problemas. Piensa que la traición de su ex la volvió una descarada, porque le encantan cada uno de estos hombres.
—Te traje algo —ve a su espalda, y un hombre entra con un peluche inmenso en forma de zorro. Hay una caja de bombones, chocolates, gomitas de azúcar y, en su mano, una caja de terciopelo. Al abrirla, un collar hermoso la sorprende.
—No... Ya basta. No sé qué pasa, pero no puedo aceptar esto —el hombre coloca los regalos en una mesa y se retira, dejándolos solos.
Dimitri camina hacia el peluche y se lo acerca.
—¿Vas a despreciar a este pequeño? —hace que ella suelte una risa.
—Está hermoso —él levanta una ceja, con cara de picardía.
—Lo sé. ¿Y el peluche qué te parece? —Ginevra niega, y su carcajada es inevitable.
—Es un zorro divino... Provoca besarlo —comenta sin dejar de mirarlo.
—Eso también lo sé. Ahora dime, ¿qué te parece este peluche?