En las calles vibrantes, pero peligrosas de Medellín, Zaira, una joven brillante y luchadora de 25 años, está a tres semestres de alcanzar su sueño de graduarse. Sin embargo, la pobreza amenaza con arrebatarle su futuro. En un intento desesperado, accede a acompañar a su mejor amiga a un club exclusivo, sin imaginar que sería una trampa.
Allí, en medio de luces tenues y promesas vacías, se cruza con Leonardo Santos, un hombre de 49 años, magnate de negocios oscuros, atormentado por el asesinato de su esposa e hijo. Una noche de pasión los une irremediablemente, arrastrándola a un mundo donde el amor es un riesgo y cada caricia puede costar la vida.
Mientras Zaira lucha entre su moral, su deseo y el peligro que representa Leonardo, enemigos del pasado resurgen, dispuestos a acabar con ella para herir al implacable mafioso.
Traiciones, secretos, alianzas prohibidas y un amor que desafía la muerte.
NovelToon tiene autorización de Celina González ♥️ para publicar esa obra, el contenido del mismo representa el punto de vista del autor, y no el de NovelToon.
Capitulo 22
Leonardo entró al baño con pasos tensos, los nudillos blancos de tanto apretar los puños. El aire en el interior estaba tibio, cargado aún con el aroma a piel y deseo. Pero en su pecho no había calma, solo una presión aguda que lo asfixiaba, como si una mano invisible le oprimiera los pulmones.
Respiraba con dificultad, como si contuviera algo más que palabras: una herida antigua, una culpa enquistada.
Zaira no dijo nada. Lo observó desde la cama, sus ojos apenas iluminados por el resplandor tenue que se colaba desde la ventana.
Quiso acercarse, abrazarlo, decirle que no importaba. Pero algo en su espalda rígida, en la forma en que sostenía la cabeza agachada, le gritó que no era el momento. Que si lo tocaba, se rompería.
Poco a poco, se recostó de nuevo entre las sábanas, rodeándose con los brazos como si quisiera contenerse. El calor que antes llenaba la cama ahora parecía haberse ido con él, dejando un hueco frío donde su cuerpo solía estar. El silencio se hizo espeso, casi sólido. Solo el sonido lejano del agua comenzando a correr desde la regadera.
Zaira se quedó mirando la puerta del baño, con los labios entreabiertos, como si esperara una explicación que no llegaría. Sus párpados comenzaron a cerrarse, vencidos por el cansancio y la confusión. Se durmió en esa espera, con el corazón tambaleante.
Dentro del baño, el agua golpeaba la espalda de Leonardo con una fuerza brutal, como si la regadera quisiera arrancarle la piel. El vapor subía en espirales, empañando el espejo, las paredes, y también sus pensamientos.
Apoyó los puños contra los fríos azulejos, la frente vencida, los hombros temblorosos. Cada gota que le recorría la piel traía consigo un fragmento del pasado. No lo había invitado, pero volvía igual. Implacable.
Diez años atrás.
El rugido de un motor. El chillido de los frenos. Un grito ahogado. El estruendo metálico del impacto. Cristales explotando. El sabor a sangre en la boca. El mundo girando en cámara lenta.
Y luego, el silencio.
"Leonardo… sálvalo…"
La voz temblorosa de Amelia aún lo perseguía. Su esposa. Su vida entera. La vio atrapada entre los fierros, los ojos abiertos, desesperados, buscando los suyos.
Y Mateo…
El cuerpecito blando de su hijo en sus brazos. Inerte. Sin llanto. Sin aire.
—¡No, no, no! ¡Mi hijo, Dios! —El grito aún vibraba en su pecho como una onda sorda que no se extinguía.
Leonardo cayó de rodillas bajo el agua. El suelo helado chocó contra su piel como un castigo. Se abrazó a sí mismo, con los dientes apretados y la boca abierta en un gesto mudo de dolor.
El hospital. Las luces blancas. La frialdad en las miradas ajenas. Y la sentencia:
—“Lo siento, señor Santos. No logramos salvarlos.”
Los enterró el mismo día. Amelia en un ataúd sencillo, lleno de lirios blancos. Mateo en uno aún más pequeño, blanco también, como si la pureza se pudiera encerrar en madera.
Desde entonces, el mundo perdió el color. Él se convirtió en sombra. Se juró nunca más amar así. Nunca más arriesgarse. Nunca más tener un hijo.
Una cita. Una clínica. Una vasectomía. Fría. Sin emoción. Como una amputación invisible.
"Si no tengo hijos… no hay nada que perder", se repitió mil veces. Como un mantra.
Pero Zaira había llegado a su vida sin pedir permiso. Su risa le removía el alma. Su presencia era como una brisa tibia en una casa abandonada. No era Amelia, no venía a reemplazar. Venía a sanar.
Y eso le dolía más.
Porque ahora, por primera vez en años, deseaba algo. Y no podía ofrecer nada.
El agua cesó.
Se levantó con movimientos lentos. Se secó sin mirarse, como un autómata. El espejo empañado devolvía una silueta borrosa, como su reflejo interior. Al limpiarlo con la palma, su rostro apareció demacrado, con los ojos hundidos y una expresión que oscilaba entre el miedo y la resignación.
Se vistió en silencio: camisa blanca, traje oscuro, corbata ajustada. Se peinó con los dedos. Salió del baño sin hacer ruido.
Zaira dormía con una mano bajo la mejilla. Su respiración era suave, su piel brillaba levemente bajo la luz de la luna.
Leonardo se acercó. Se quedó allí, de pie. Sus labios temblaron, como si una palabra se le escapara del alma.
Quiso acariciarla. Despertarla. Decirle la verdad. Pero el nudo en la garganta no lo dejó.
—Hermosa... —murmuró apenas, sin voz.
Y se fue.
La puerta del apartamento se cerró con un leve clic.
La mansión estaba sumida en una quietud sepulcral. El aire olía a muebles antiguos y a abandono. Las luces del jardín apenas iluminaban el sendero, proyectando sombras largas y fantasmales.
Leonardo cruzó el umbral con pasos pesados. El chirrido de la puerta resonó como un eco en su interior.
El retrato seguía allí. Amalia y Mateo. Felices. Inmortales. Cubiertos de polvo.
Subió las escaleras tocando el pasamanos con la yema de los dedos, como si necesitara anclarse a algo real.
En el cuarto principal, todo estaba tal como lo había dejado. El vestido azul colgado detrás de la puerta. La cuna blanca en la esquina. El conejo de Mateo.
Leonardo lo tomó con manos temblorosas.
Se sentó en la cama y se llevó las manos al rostro. Las lágrimas brotaron sin aviso, calientes, antiguas.
—Amalia… Mateo… —susurró con voz rota—. Lo intenté. Intenté jamás enamorarme. Pero llegó ella… aunque ella merece más que esto.
Se recostó lentamente. El colchón crujió bajo su peso. Cerró los ojos.
Las risas de su hijo aún resonaban en los pasillos de su memoria. La voz dulce de Amelia, tarareando una canción de cuna. La promesa de una familia rota en un solo instante.
Y en el centro de todo, la sombra de Zaira. Su luz.
Por primera vez, no lloró por el pasado. Lloró por el presente. Por lo que no podía darle. Por lo que estaba a punto de perder sin que ella siquiera lo supiera.
Porque amar, a veces, también es renunciar.
¿Pero estaba preparado para renunciar a ella cuando apenas comenzaba algo?
¿O sería totalmente egoísta?