Soy Anabella Estrada, única y amada hija de Ezequiel y Lorena Estrada. Estoy enamorada de Agustín Linares, un hombre que viene de una familia tan adinerada como la mía y que pronto será mi esposo.
Mi vida es un cuento de hadas donde los problemas no existen y todo era un idilio... Hasta que Máximo Santana entró en escena volviendo mi vida un infierno y revelando los más oscuros secretos de mi familia.
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Capitulo XXII El trato bañado en dolor
Punto de vista de Máximo
Me alejé de Ana con brusquedad, rompiendo aquel abrazo que me había expuesto más de lo que podía soportar. Esperaba que saliera corriendo, que pusiera muros de distancia entre nosotros, pero me equivoqué. Me desplomé en el sillón, saqué un cigarrillo y comencé a jugar con él entre mis dedos, tratando de recuperar la compostura. Lo que nunca imaginé fue que ella no huyera; en vez de eso, se sentó a mi lado con una lentitud casi ritual. Tomó mis manos entre las suyas y, aunque sentía que seguía temblando de miedo, tuvo la voluntad sobrehumana de acercarse al monstruo que la mantenía cautiva.
—Sé que me odias por algo que aún no logro comprender, y necesito entenderte... —pidió Ana. Su voz estaba cargada de una ternura tan genuina que me hizo sentir aún más miserable de lo que ya era—. Necesito que me digas qué fue eso tan grave que mi padre te hizo para que cargues con tanto dolor.
Sus palabras eran puñales de seda. La miré de reojo, viendo su vulnerabilidad mezclada con una valentía que me quemaba por dentro. Ella no buscaba clemencia, buscaba respuestas, pero yo no estaba listo para entregarle las llaves de mi pasado.
—Mejor vete de mi habitación antes de que vuelva a perder los estribos —dije, tratando de recuperar mi tono gélido, aunque mis manos, atrapadas por las suyas, me traicionaban con un ligero temblor.
—No me voy a ir, Máximo. Ya no te tengo miedo —mintió, aunque sus ojos dilatados decían lo contrario—. Si vas a destruirme, al menos dime por qué. Mírame y dime que soy yo quien merece este castigo.
Me puse de pie de un salto, incapaz de sostenerle la mirada. Caminé hacia la ventana, viendo el jardín que minutos antes había sido escenario de su risa y ahora parecía un cementerio de recuerdos. El silencio en la habitación se volvió asfixiante.
—Tu padre no solo robó empresas, Anabella —solté finalmente, con la voz quebrada por un odio que llevaba años fermentándose en mi pecho—. Él robó vidas. Destruyó a mi familia por pura codicia, nos dejó en la calle mientras él brindaba con champagne por su "éxito". Mi padre... él no pudo con la vergüenza ni con la miseria. Se consumió; la desesperación lo llevó a cometer errores que pagó con su propia vida y la vida de mi madre.
Me giré para verla, y por primera vez, no vi el rostro de mi enemiga, sino el de una mujer que empezaba a comprender que su héroe era, en realidad, un villano en la historia de alguien más.
—¿Entiendes ahora? —rugí, aunque mis ojos ardían—. Cada vez que te miro, veo su sangre, veo su arrogancia... y veo el cuerpo sin vida de la mujer que más amé en este mundo.
—Mi padre no es así, Máximo. Él es incapaz de lastimar a otros... Debe haber un error —balbuceó ella, negándose a aceptar que su mundo era una mentira.
—No, Ana. No hay ningún error. Yo viví todo ese sufrimiento; fui testigo de la desesperación de mi padre y de cómo él le quitó la vida a mi madre para luego ir por mí —hice una pausa, sintiendo cómo el dolor me consumía por dentro—. Aquí está la prueba.
Me quité la camisa con un movimiento brusco, dejando al descubierto mi torso donde se apreciaba una cicatriz profunda, marcada justo cerca del corazón. Tomé su mano pequeña y la coloqué sobre el tejido rugoso.
—Siente mi dolor, Ana. Siente el odio que he llevado por veinte años hacia tu familia, porque mientras tú vivías feliz, disfrutando de lo que tu padre nos robó... yo estaba luchando por mi vida en un hospital de segunda.
Retiré su mano con brusquedad de mi herida; su solo tacto quemaba mi piel como hierro al rojo vivo.
—No puedo creerte... Lo siento, pero mi padre no es ese hombre que me estás describiendo y te lo voy a demostrar —respondió ella, con una determinación que me sorprendió.
—Lo siento, Ana, pero es la verdad. Y más siento tener que destruirte junto a los tuyos, aunque la diferencia es que ahora ya sabes el porqué.
—Solo espero que antes de que consumas mi vida te des cuenta de tu error —me desafió, irguiendo la espalda—. Solo pido la oportunidad de demostrar la inocencia de mi padre. Si él es culpable, te prometo que yo misma acabaré con todo esto; pero si estás equivocado en tu odio, me dejarás libre y nunca más me volverás a buscar.
Sus palabras eran dagas que atravesaban mi pecho. Yo sabía que ella no podría demostrar la inocencia de Ezequiel, porque él era el único culpable de mis ruinas.
—Está bien, acepto el trato. Busca tus supuestas pruebas mientras yo sigo trabajando en arruinar a los tuyos.
Me acerqué a ella y la besé con una mezcla de desesperación y triunfo, sellando nuestro acuerdo con el sabor de la traición y la esperanza perdida.
Nuestros cuerpos se separaron lentamente, aunque nuestras frentes permanecieron unidas, compartiendo un aliento cargado de verdades dolorosas.
—¿Por qué las cosas tuvieron que ser así? —su voz, entrecortada y frágil, me partió el alma—. Si nos hubiésemos conocido en otras circunstancias, nuestra historia habría sido tan diferente...
Sus palabras me obligaron a bajar la guardia por un instante. La miré y, por primera vez, me permití imaginar esa vida paralela donde el odio no era el cimiento de nuestra unión.
—Si tan solo pudiera olvidar el pasado, te juro que te conquistaría... —confesé, sintiendo el peso de mi propia honestidad—. Te haría mi esposa de verdad y te llenaría de todo el amor que emanara de mi corazón.
—Aún estás a tiempo de hacerlo, Máximo —susurró ella, buscándome con la mirada—. No tienes que seguir consumiéndote por ese odio que solo te ha traído tristeza y amargura.
Aquella frase fue como una alarma que me devolvió a la realidad. Me recordé a mí mismo frente a la tierra húmeda de un cementerio, jurando que los Estrada pagarían por cada lágrima de mi madre.
—Sé lo que intentas hacer y no lo voy a permitir —sentencié, endureciendo mis facciones—. Les hice una promesa a mis padres en su tumba y no pienso dejar de cumplirla por un sentimiento pasajero.
Me alejé de Ana con brusquedad. Mi rencor por su apellido seguía intacto, como una cicatriz que se niega a cerrar, aunque algo dentro de mí había cambiado irrevocablemente respecto a ella: ya no era solo mi presa, era mi debilidad.
—Está bien —respondió ella, recobrando una dignidad que me asustó—. Pero ten por seguro que, cuando pruebe la inocencia de mi padre, me iré. Me iré y nunca más volverás a saber de mí ni de mi familia.
Ana salió de mi habitación con paso firme, dejándome solo con una promesa que, de llegar a cumplirse, sería mi absoluta perdición.