El Prisionero Y La Reencarnada

Una noche despues de un arduo dia de trabajo en las minas, Ginger compartio el carruaje solo con James.. el carruaje avanzaba lento por el camino irregular, mecido por el traqueteo constante de las ruedas. La noche había caído por completo y solo el resplandor tenue de los faroles dibujaba sombras cálidas en el interior.

Ginger despertó sobresaltada al sentir el movimiento brusco. Tardó un segundo en ubicarse: el olor del cuero, el murmullo lejano de los guardias al frente… y los brazos de James rodeándola con una naturalidad que la desarmó. Había dormido contra su pecho sin darse cuenta, confiada, tranquila, como si aquel fuera su lugar desde siempre.

Él bajó la mirada al sentirla moverse. Sus ojos se encontraron, demasiado cerca, demasiado conscientes el uno del otro. Ninguno habló. No hacía falta.

James llevó una mano a su mejilla con un gesto lento, cuidadoso, como si aún temiera que ella pudiera apartarse. Ginger contuvo el aliento. El camino se volvió más áspero y el carruaje dio un pequeño salto; ese movimiento fue suficiente para que la distancia entre ambos desapareciera.

El primer beso fue suave, casi una pregunta. Ginger respondió sin dudar, aferrándose a la tela de su uniforme, y entonces todo lo contenido en días de miradas, silencios y promesas no dichas salió a la superficie. El beso se volvió más profundo, más intenso, cargado de una necesidad que ya no intentaban negar.

James apoyó la frente contra la de ella un instante, como si luchara por recuperar el control, pero Ginger fue quien volvió a acercarse. Sus labios se encontraron otra vez, esta vez con más urgencia, con el corazón latiendo fuerte, con la certeza de que aquello no era gratitud ni costumbre.. era elección.

Cuando finalmente se separaron, ambos respiraban agitados. James apoyó su frente en la de ella, cerrando los ojos.

—Te estoy eligiendo —murmuró, con una firmeza que no dejaba lugar a dudas.

Ginger sonrió, con los ojos brillantes, y apoyó la cabeza en su hombro mientras el carruaje seguía su camino. Afuera, la noche continuaba como siempre. Adentro, algo había cambiado para siempre.

Las caricias y los besos continuaron, pero el mundo pareció reducirse al vaivén del carruaje y al sonido apagado de los cascos sobre el camino irregular. James la sostuvo con cuidado, como si temiera romper ese instante frágil.. Ginger, aún somnolienta, respondió aferrándose a su abrigo, buscando anclar esa certeza que le recorría el pecho.

Él le rozó la sien con los labios, luego la comisura de la boca, lento, conteniéndose. No había prisa. Cada gesto era una promesa elegida, no una deuda. Ginger apoyó la frente en la de él, respirando su mismo aire, y sonrió con una mezcla de nervios y felicidad que la hizo cerrar los ojos. El carruaje dio un salto en el camino y ambos rieron en un susurro, como si el mundo no debiera enterarse de lo que nacía allí.

Cuando el trayecto se suavizó, James acomodó la manta sobre los hombros de Ginger y la estrechó contra su pecho. Ella se dejó cuidar, escuchando el latido firme que había aprendido a reconocer incluso antes de nombrarlo. Se besaron una última vez, breve y cálido, y luego descansaron así, juntos, dejando que la noche hiciera lo suyo.

Al llegar a la mansión, él la ayudó a bajar con una reverencia exagerada que la hizo reír de nuevo. No dijeron más. No hacía falta. Había silencios que ya eran acuerdos, y miradas que decían con cada pequeño gesto que se estaban eligiendo.

James eligió la mañana siguiente con cuidado.

No fue impulsivo ni teatral.. al contrario, llegó al despacho del duque Evenhart con la misma compostura que mostraba en su trabajo. Vestía de manera sobria, el uniforme impecable, la espalda recta. Aun así, por dentro llevaba el pulso acelerado como en una batalla importante.

El padre de Ginger lo recibió con cortesía, invitándolo a sentarse. No tardó en notar que aquella visita no era solo por asuntos de seguridad.

—Duque Evenhart —comenzó James, con voz firme—. He venido a pedirle permiso para cortejar formalmente a su hija.

No hubo rodeos. Eso, curiosamente, hizo que el duque esbozara una leve sonrisa.

James continuó, sin bajar la mirada.

—Sé que Ginger es una mujer excepcional. Inteligente, trabajadora, respetada en todo el reino. No pretendo distraerla de su camino ni limitarla en nada. Al contrario, quiero caminar a su lado si ella así lo desea… y protegerla con todo lo que soy.

El silencio que siguió fue largo, medido. El padre de Ginger lo observó con atención, evaluándolo no como contratista ni como guardaespaldas, sino como hombre.

—He visto cómo la miras —dijo al fin—. Y también he visto cómo reaccionas cuando alguien se acerca demasiado a ella.

James asintió, sin negarlo.

—No puedo prometerle una vida sin peligros —admitió—, pero sí que jamás permitiré que ella enfrente uno sola. Ni en lo grande ni en lo pequeño.

El duque apoyó los dedos sobre el escritorio, pensativo. Recordó la escena en las minas, cómo James había puesto su propio cuerpo delante del de Ginger sin dudar, cómo no buscó reconocimiento después. Eso, para un padre, pesaba más que mil títulos.

—Mi hija no necesita que la rescaten —dijo finalmente—. Necesita a alguien que la respete.

—Eso es lo único que jamás pondría en duda —respondió James de inmediato.

El duque lo miró unos segundos más… y entonces asintió.

—Si Ginger acepta —dijo—, tienes mi permiso para cortejarla.

El padre de Ginger sostuvo la mirada de James con una seriedad tranquila, propia de quien ha tomado una decisión largamente meditada. No había enojo en su voz, ni desconfianza abierta, pero sí una firmeza que dejaba claro que aquello no era un simple trámite.

—Mi hija lo tiene todo —continuó—. Dinero, prestigio, belleza, inteligencia… no necesita a nadie para sostenerse en este mundo.

James asintió sin interrumpirlo. Ya lo sabía. Lo había visto en cada reunión, en cada decisión que Ginger tomaba con seguridad y elegancia.

—Por eso mismo —prosiguió el duque Evenhart—, no busco a alguien que la “complete”. Busco a alguien que la cuide. Que la respete incluso cuando ella no necesite ser protegida. Sus hermanos y yo no estaremos aquí para siempre… y ella merece a alguien que esté dispuesto a ponerse delante del peligro sin pedir nada a cambio.

James apretó los puños, conteniéndose.

—Eso es exactamente lo que quiero hacer, señor. Cuidarla. Elegirla. Cada día.

El duque lo observó unos segundos más, evaluándolo en silencio. Luego, con un leve asentimiento, dio por terminada la conversación.

—Entonces adelante. Corteje a mi hija como corresponde. Y recuerde algo, James Bristol.. Ginger no es un premio que se gana, es una decisión que se honra.