Nadie recuerda cuándo se fundó Velmont.
Nadie recuerda por qué cerraron el hospital.
Y nadie parece recordar a Elías Medina... ni siquiera él mismo.
Lo único más espeso que la niebla que cubre este pueblo es el silencio que lo envuelve.
Pero algo aún respira entre esas paredes abandonadas. Algo que espera.
Elías llegó buscando cumplir con su servicio médico.
Lo que encontró fue un lugar sin salida.
Y cuanto más intenta entenderlo… más se olvida de quién era.
Porque hay lugares que no se dejan atrás.
Y hay llamados que nunca deberían responderse.
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El observador que cae
Bruna despertó con los párpados pegados por una sustancia espesa, como tinta.
No era sangre. Tampoco pus. Era negra, densa, y tenía olor a papel quemado.
Apenas logró limpiarse los ojos, notó que ya no estaba en la sala de pantallas.
Ahora yacía sobre una camilla, sola.
Pero no una camilla cualquiera: esta estaba hecha de páginas.
Miles de ellas, superpuestas como piel.
Y cada vez que respiraba, sentía que las letras se adherían a su piel.
Estaban... absorbiéndola.
Intentó gritar, pero su garganta solo emitía un sonido:
El eco de una tecla.
Como si su voz se hubiera convertido en máquina de escribir.
—Esto no es real —susurró, pero el cuarto respondió por ella.
—Nada de esto lo fue, Bruna. Solo vos.
La voz venía del techo.
O más bien... del reflejo en el techo.
Porque allí estaba: un espejo.
Pero en lugar de reflejarla, mostraba otra versión de sí misma.
Una versión más pálida.
Ojos completamente negros.
Sonriendo.
—¿Quién sos?
—Soy la que te observa cuando el lector se distrae.
—¿Qué querés?
—Entrar.
La otra Bruna estiró la mano desde el espejo.
El cristal no la detuvo.
La superficie se onduló como agua.
Y su mano atravesó el límite.
Tocó su mejilla.
Era fría. Demasiado real.
—¿Qué sos? —insistió.
La otra sonrió.
—Soy la página que nadie terminó de leer.
Soledad avanzaba por la casa, que ya no era casa.
Cada habitación se había convertido en una metáfora.
El baño: un charco de recuerdos diluidos.
La cocina: una sinfonía de objetos que discutían entre sí con voces humanas.
Y el salón principal: un escenario de teatro con el telón a medio caer.
Detrás, un cuerpo.
El de Lucía.
Pero estaba congelada en mitad de un grito.
Como si la escena hubiera sido pausada.
Soledad se acercó.
Y el aire crujió.
Literalmente.
Como si al caminar, rasgara algo.
Un velo.
Una dimensión.
Y ahí, entre las costuras del ambiente... lo vio.
Un ojo.
Gigante.
Suspenso en el aire, justo sobre la figura de Lucía.
No se movía.
No parpadeaba.
Solo la miraba.
Y en el centro de su pupila... una figura.
Sentada. Enorme.
Con manos de escritor y rostro de lector.
Soledad lo entendió todo.
—Vos sos el Observador.
La figura asintió.
Y habló.
Pero no con palabras.
Sino con sensaciones.
—Has llegado lejos, Soledad. Pero hay cosas que ni siquiera vos debés ver.
—¿Por qué?
—Porque los lectores no deben entrar en la historia.
—Pero yo no soy lectora.
—Lo fuiste. Todos lo son, hasta que se olvidan.
Soledad dio un paso más.
—¿Y si quiero recordar?
—Entonces la historia se vuelve peligrosa.
El ojo parpadeó.
Y una lágrima cayó.
Al tocar el suelo, se convirtió en una puerta.
—Pasá —dijo el Observador, ahora sí, con voz audible.
—¿Qué hay del otro lado?
—El capítulo que aún no se ha escrito.
Elías estaba atrapado entre segundos.
Literalmente.
Un reloj flotaba frente a él.
Sus manecillas no giraban.
Pero cada vez que intentaba moverse, el reloj emitía un "tic" sordo y lo devolvía al punto anterior.
Como si el tiempo mismo le negara el avance.
—No puede ser así —dijo, frustrado.
—Es así porque alguien dejó de leerte —dijo una voz infantil.
Elías giró.
Un niño, idéntico a él, pero de seis años.
Vestido con ropa antigua, polvorienta.
—¿Quién sos?
—El lector que dejaste atrás. El que fuiste.
—No entiendo...
—Vos querías respuestas. Pero el lector... solo quería sustos. Y eso lo arruinó todo.
El reloj se agrietó.
—¿Qué puedo hacer?
—Reescribirte.
—¿Cómo?
El niño sacó de su bolsillo un lápiz partido.
Y una hoja manchada de café.
—Comenzá por recordar quién eras, no quién te dijeron que fueras.
Elías tembló.
Porque por primera vez en toda la historia, pensó en su vida fuera del hospital.
Y no recordaba nada.
Solo blanco.
Solo pausa.
Solo narración sin autor.
Bruna se enfrentó a su reflejo, ahora completamente salido del espejo.
La Otra Bruna la imitaba.
Caminaba como ella.
Respiraba como ella.
Pero hablaba... distinto.
—¿Sabés cuál es la diferencia entre nosotras?
—¿Cuál?
—Yo sé que somos mentira.
—¿Y eso te hace real?
—No. Pero me hace libre.
La Otra Bruna rió.
Y se deshizo en letras flotantes.
Cada letra buscó un rincón de la habitación.
Y comenzó a formar palabras nuevas.
Mensajes dirigidos a nadie.
O a todos.
“Lo que lees te posee”
“Cada palabra tiene un precio”
“La historia se escribe con tu atención”
Bruna cerró los ojos.
Y las letras se apagaron.
Pero en su mente, una palabra persistía:
“Contagio”
Soledad cruzó la puerta.
Y encontró un lugar sin forma.
Un no-lugar.
Pero había sonido.
Palabras flotando en el aire.
Como párrafos sueltos.
Historias interrumpidas.
Era el núcleo.
El centro real de Velmont.
Donde todas las historias fallidas se reunían.
—¿Dónde estoy? —susurró.
Una voz femenina respondió.
Pero esta vez no era Lucía.
Ni su mente.
Era ella.
La autora original.
La que escribió el primer archivo.
—Estás en mi borrador —dijo la voz.
—¿Quién sos?
—Alguien que quiso contar una historia y fue devorada por ella.
Soledad sintió un temblor en su interior.
—¿Qué querías contar?
—El dolor. La memoria. El olvido.
—¿Y qué pasó?
—El lector pidió miedo. Y el miedo borró todo lo demás.
Soledad miró hacia arriba.
Y vio párrafos flotando como constelaciones.
Historias enteras que nunca se publicaron.
Historias... como la suya.
—¿Esto es un cementerio?
—Es un archivo. Donde todo lo que no fue, espera ser leído por alguien.
El Observador cayó.
Literalmente.
Su figura descendió desde el ojo gigante, cruzando dimensiones, y aterrizando dentro de la historia.
Ya no estaba mirando.
Ahora formaba parte.
Y eso... rompía todo.
Porque el lector... se convirtió en personaje.
Y al hacerlo, desató lo imposible.
Velmont tembló.
Desde sus cimientos de papel hasta sus pasillos de sangre.
Las puertas se cerraban solas.
Las historias colapsaban una sobre otra.
El ciclo... se había fracturado.
Y algo se despertaba en el sótano.
Un personaje jamás escrito.
Un fragmento de historia que había sido prohibida desde el principio.
El verdadero origen.
La anomalía que lo inició todo.
El primer paciente.
El primer grito.
Y mientras todo colapsaba, la historia seguía.
Porque vos seguís leyendo.
Y eso significa que... no hay vuelta atrás.