Ayanos jamas aspiro a ser un heroe.
trasportado por error a un mundo donde la hechicería y la fantasía son moneda corriente, solo quiere tener una vivir plena y a su propio ritmo. Con la bendición de Fildi, la diosa de paso, aprovechara para embarcarse en las aventuras, con las que todo fan del isekai sueña.
Pero la oscuridad no descansa.
Cuando el Rey Oscuro despierta y los "heroes" invocados para salvar ese mundo resultan mas problemáticos que utiles, Ayanos se enfrenta a una crucial decicion: intervenir o ver a su nuevo hogar caer junto a sus deseos de una vida plena y satisfactoria. Sin fama, ni profecías se alza como la unica esperanza.
porque a veces, solo quien no busca ser un heroe...termina siendolo.
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CAP 22
LA AUSENCIA Y LA DEBILIDAD
Los héroes y su instructor aún no se habían recuperado del impacto inicial. Claurest, el dragón negro, se alzaba ante ellos como una sombra antigua, una amenaza viva que no debía existir. Pero entonces, algo —alguien— cayó del cielo.
Primero fue la silueta.
Después, las alas.
No eran alas comunes. Eran como lenguas de fuego sólido, extendidas con furia y elegancia. Y con ellas, descendió una figura femenina que lo envolvía todo a su paso en una luz que quemaba como el sol del mediodía.
La tierra se estremeció de nuevo cuando tocó el suelo frente al dragón.
El polvo, los ecos, el mismísimo aire… se rindieron por un instante a su presencia.
Era una joven. Su cuerpo aún temblaba por la velocidad de la caída, pero sus piernas no cedían. De pie frente a una criatura legendaria, su cabello blanco y negro se agitaba con el viento como llamas enfrentando la tormenta. No necesitaba anunciarse. Su maná hablaba por ella.
Y lo que decía… era inmenso.
—¡Maldito anciano…! ¿Cómo te atrevés a venir aquí? —rugió Riura, su voz vibrando de ira contenida.
Claurest la miró. Reconoció esa voz. Esa energía.
—Pagarás por lo que le hiciste a madre —escupió con los ojos empañados por una rabia que apenas lograba contener el dolor.
Su presencia comenzaba a crecer. No solo en intensidad, sino en naturaleza. Era diferente. No como la de Claurest, que se sentía como veneno extendiéndose por la tierra… sino más bien lo contrario: un brote violento de vida. Una llama que no consume, sino que da origen.
Y esa aura, que al principio parecía humana, comenzó a devorar el espacio. A crecer. A respirar. Como si la misma tierra respondiera a ella.
Bruno, que no había quitado la vista de Riura ni un segundo, lo entendió.
—Amelya… ¡una barrera! ¡Ahora! Y refuerza a todos. Vas a necesitar todo lo que tengas.
La maga asintió sin preguntar. Apretó los dientes, se concentró, y extendió las manos hacia el grupo. El maná corrió como electricidad entre ellos, y una burbuja de contención envolvió a los héroes justo a tiempo.
Porque en el cielo, sobre Riura, comenzó a formarse algo imposible.
Un círculo mágico. Rojo, intenso, como si estuviera tallado en magma. Las runas giraban lentamente al principio… luego más rápido. La energía que lo alimentaba era tan densa, tan pura, que distorsionaba la luz a su alrededor. Hasta el mismo Claurest se tensó.
Y entonces, una palabra.
—DIANA.
La orden no necesitó explicación.
Desde el círculo, emergió una lanza de fuego puro. Diez metros de longitud. Un filo tan blanco que parecía partir el cielo con solo existir. Fue lanzada con tal velocidad que apenas se vio un destello… y el impacto.
Un relámpago sin trueno.
El rugido del choque llegó un segundo después, como si la realidad tuviera que entender primero qué había pasado.
Y en ese instante…
…el mundo dejó de respirar.
Claurest, el Padre Dragón, recibió el impacto de la lanza de fuego sin moverse.
No fue por confianza.
Fue por orgullo.
Pero cuando el proyectil colisionó con su cuerpo, una barrera invisible se activó al instante. El aire vibró. La lanza rechinó contra ella, generando chispas, chasquidos eléctricos y destellos de luz tan intensos que por un momento, los héroes tuvieron que cubrirse los ojos.
La barrera temblaba. Como si luchara por no ceder. Como si estuviese al borde de romperse con cada segundo que resistía aquel hechizo.
Y finalmente…
Se quebró.
El sonido fue agudo, como cristal rompiéndose dentro del alma.
La defensa natural de los grandes monstruos. Esa capa mística que los separaba del daño real. Una reliquia de los antiguos tiempos, una manifestación pasiva de su poder.
Destruida.
Y aunque la lanza ya no conservaba toda su fuerza, el aliento de Claurest —una exhalación negra, cargada de maná corrosivo— logró extinguir lo que quedaba de ella, haciendo que estallara en un remolino de fuego y humo. Fue entonces cuando el dragón entendió: esa chica podia volverse una amenaza.
Y antes de que pudiera levantar otra defensa, ella ya estaba allí.
Riura.
Había cerrado la distancia en un abrir y cerrar de ojos. Sus puños estaban envueltos en manoplas de maná ardiente, como si cada golpe cargara el poder de un volcán contenido.
Desde un costado, en un ángulo ciego que solo un verdadero depredador sabría aprovechar, lanzó un golpe directo al rostro de Claurest.
El impacto fue brutal.
El sonido fue más seco que el anterior. Como hueso chocando contra hueso antiguo, como montaña golpeando montaña.
La cabeza del dragón se giró por la fuerza.
Y su cuerpo… tambaleó.
Un instante. Solo un instante. Pero suficiente para que el mundo mismo se estremeciera.
La onda expansiva del golpe desató una ráfaga de viento tan violenta que el suelo se resquebrajó, los árboles más cercanos volaron como ramas secas, y el carruaje tembló como una cáscara flotando en medio de un océano furioso.
Los héroes apenas lograron mantenerse en pie dentro de la barrera. Bruno alzó un brazo para proteger a los más jóvenes, mientras Darwin, con el rostro descompuesto, susurró con incredulidad:
—Esa chica… ¿qué es?
Nadie respondió.
Y de pronto, el estruendo cesó.
El fuego en el aire, la tensión en los músculos, incluso el temblor en la tierra… todo se detuvo, como si el mundo contuviera el aliento.
Un silencio extraño se apoderó del lugar.
Riura, aún en posición de ataque, giró apenas el rostro. Sus ojos, antes ardiendo de furia, se clavaron en la dirección de los espectadores: los héroes, el carruaje… y una figura más atrás.
La chispa emocional que la había guiado hasta ese momento titubeó, y por primera vez desde que llegó, la vergüenza le mordió el pecho.
—Tch… mi amo me regañaría si esto le trae problemas —murmuró para sí, mordiéndose el labio.
Era cierto. Él siempre había sido cuidadoso, silencioso, casi invisible para la mayoría. Y ella… se había lanzado al centro del escenario como un cometa.
Con manos temblorosas, desgarró un trozo de su propia capa y se lo ató al rostro como una máscara improvisada, esperando que nadie le hubiese visto claramente el rostro.
Pero el momento de pausa duró poco.
Una palabra atravesó el aire como un látigo:
—ALTERAN.
Un círculo mágico se desplegó bajo sus pies, casi negro, palpitante como un corazón de sombra. No era fuego ni hielo, no era elemental. Era algo más profundo. Más antiguo.
Un zumbido sordo llenó sus oídos. Como un enjambre rugiendo dentro de su cráneo.
Riura sintió cómo su cuerpo se entumecía al instante, como si cada músculo fuese golpeado por una descarga eléctrica imposible de soportar.
Cayó de rodillas.
El maná a su alrededor se dispersó como humo malherido, y su vista se volvió borrosa. Su respiración, entrecortada.
Vulnerable.
Desorientada.
Y en el aire, el aura del dragón volvía a alzarse.
Desde un lugar lejano, Ayanos observaba.
No hizo un gesto grandilocuente. No gritó, no intervino. Solo chasqueó la lengua con fastidio.
—Tsk… bajo para un ser tan poderoso—murmuró, más para sí que para el mundo.
Sus ojos, serenos como siempre, no perdían detalle. No había miedo en ellos. Solo juicio. Como quien evalúa si intervenir… o si dejar que la historia siga su curso.
Mientras tanto, en el campo devastado, Riura seguía de rodillas, jadeando.
El hechizo Alteran aún dejaba su eco en su cuerpo: la piel erizada, los músculos al borde de un colapso. Pero lo peor era el vacío interior… como si su llama hubiera sido drenada a la fuerza.
Y entonces, Claurest se movió.
Su forma titánica se irguió con furia renovada. Las escamas negras ahora brillaban con reflejos cristalinos. No era solo aura: era maná solidificado en fragmentos afilados que flotaban a su alrededor como una corona de muerte.
Su poder se había duplicado.
Y con él, su voz.
Ya no fue un rugido. Fue algo más frío. Más consciente. Como si hablara desde un lugar antiguo, donde la compasión había muerto hacía siglos.
—Me pareció reconocer esos ojos…
Tú… hija de Latani, jefa del nido.
Parece que has evolucionado.
Y ahora te creés con derecho a desafiarme.
La frase cayó como una sentencia.
No había odio directo. Era peor: sonaba como un regaño. Un juicio desde arriba, seco y despiadado. Como si hablara a una criatura que se había olvidado de su lugar.
Pero fue justo ese tono el que encendió algo en Riura.
Su respiración temblorosa se detuvo por un instante. Los músculos, adoloridos, se tensaron. El corazón, apenas latiendo, se disparó.
Y sus ojos…
Sus ojos volvieron a arder.
El fuego interno, alimentado por la rabia más visceral.
Se levantó con dificultad, tambaleándose.
Pero de pie.
Sus labios se abrieron como si la furia necesitara escapar, y su voz estalló como una chispa en una sala llena de pólvora:
—¡QUITATE EL NOMBRE DE MI MADRE DE TU MISERABLE BOCA!
El grito quebró el aire.
Los cristales que flotaban alrededor del dragón vibraron levemente.
Y algo, por primera vez, titubeó en los ojos del titán.
La sangre latía con furia en sus oídos.
Riura, debilitada, temblorosa, con el cuerpo gritando por detenerse, intentaba elevar su aura. Quería levantarse. Quería seguir peleando. Pero era inútil. Sus músculos no respondían. Su maná se deshacía entre los dedos como agua.
Y entonces…
Una luz suave, cálida, como el abrazo de una llama benigna, comenzó a envolverla.
Riura abrió los ojos con sorpresa. Esa calidez era desconocida, pero reconfortante. La rodeó por completo, sanando, restaurando, devolviendo color y fuerza a su cuerpo.
Giró la cabeza.
Una joven de cabello negro, con mechas rojas, vestida con una túnica blanca, sostenía un báculo frente a ella. De su cuerpo brotaba la magia que la sanaba.
—SANTIA —pronunció Amelya, con firmeza pero sin ostentación.
Curaba a una desconocida. A una enemiga, quizás. Pero en ese momento, el miedo no era más fuerte que su decisión.
Riura tragó saliva. Tenía tantas preguntas… pero las dejaría para después. Cerró los ojos por un instante, absorbiendo ese maná.
—Gracias —susurró.
Y cuando abrió los ojos otra vez, no eran los mismos.
Se puso de pie. Su maná se expandió de nuevo, denso, rojo, vibrante. Los guantes ígneos en sus manos chispeaban como si nunca hubiesen sido apagados.
Miró al dragón, al ser que la había aplastado en cuerpo y alma.
—Mi amo me dio el nombre de Riura.
Fui, soy y seré siempre hija de Latani.
Así que grabátelo… aunque muera, tu también lo harás.
Y se lanzó hacia él, envuelta en fuego.
Claurest la observó con desdén, la mirada cargada de superioridad.
—¿Amo? Caiste muy bajo, hija de Latani…
—¡ME LLAMO RIURA! ¡AAAHHH! —gritó con toda su alma.
Pero su grito fue interrumpido de forma brutal.
Un aletazo del dragón la alcanzó en el aire, haciéndola girar como muñeca de trapo. Su cuerpo rebotó varias veces contra el suelo, dejando surcos profundos a su paso.
Amelya, lejos de huir, corrió tras ella.
La sanadora siguió curándola, a pesar del miedo que le subía por la garganta como veneno. Claurest la miró entonces… y fue suficiente.
Una sola mirada del dragón bastó para que Amelya cayera sentada, paralizada por el terror. Pero respiró hondo. Se levantó. Y decidió alejarse corriendo del grupo principal, buscando protegerlos si el dragón decidía atacarla por interferir. Desde esa posición segura, volvió a alzar su báculo, decidida a seguir ayudando.
Riura se reincorporó a duras penas, justo a tiempo para esquivar un coletazo que la habría partido en dos.
El combate ya no parecía real.
Era una danza salvaje entre dos fuerzas que sobrepasaban lo humano. Cada choque era un grito de poder, un poema de destrucción.
Pero llegó el límite.
Riura sintió cómo el cuerpo la abandonaba otra vez. No podía más. Su energía estaba rota. Y Amelya no podía seguir curándola sin poner en riesgo a los demás.
La sanadora dudó, atrapada entre su deber con el grupo y el deseo de ayudarla.
Y mientras el silencio volvía a llenar el aire, Riura cayó de rodillas.
—Aún… soy muy débil, Amo… —pensó, mientras las lágrimas comenzaban a brotarle.
—Mamá… perdón…
Y entonces la vio.
El recuerdo nítido.
Su madre.
Latani, poderosa, majestuosa, luchando por el nido cuando los humanos atacaron. Recordó su figura, sus alas cubriéndola como un escudo. Su último rugido. Su última mirada.
—Tu padre… y líder de los nidos… fue más ausencia que otra cosa…
Hija, viví plenamente. Siempre te amaré.
Esas palabras se clavaron en su pecho como una lanza dulce y cruel.
—Quizás… porque nuestro nido era pequeño… no te esforzaste en volver.
Ni en protegernos.
—Me da asco… compartir tu sangre.
El dragón negro la escuchó en silencio. Y respondió con frialdad, casi con burla:
—Deberías estar agradecida de llevar algo de mí…
Y tu madre… dio una sola cría. ¿Creés que volvería a ese nido?
Riura apretó los puños.
—¡Callate… callate…! —susurraba con rabia.
Pero Claurest ya se preparaba.
Su aura ya no era solo una nube oscura. Era cristal.
Fragmentos afilados de maná solidificado giraban a su alrededor. El aire vibraba con fuerza. Cada cristal era una lanza letal. Y todos apuntaban a ella.
Todos los presentes lo entendieron al instante.
Era el golpe final.