Soy Graciela, una mujer casada y con un matrimonio perfecto a los ojos de la sociedad, un hombre profesional, trabajador y de buenos principios.
Todas las chicas me envidian, deseando tener todo lo que tengo y yo deseando lo de ellas, lo que Pepe muestra fuera de casa, no es lo mismo que vivimos en el interior de nuestras paredes grandes y blancas, a veces siento que vivo en un manicomio.
Todo mi mundo se volverá de cabeza tras conocer al socio de mi esposo, tan diferente a lo que conozco de un hombre, Simon, así se llama el hombre que ha robado mi paz mental.
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Ecos de una flor Inoportuna.
Una falta de respeto.
Muy lejos del drama que estaba viviendo Graciela en su mansión, la ciudad despertaba con un brillo particular. El sol iluminaba con suavidad las avenidas, como si el destino estuviera dispuesto a jugar una buena mano ese día. En lo alto de un moderno rascacielos, el lujoso hotel donde se hospedaba la élite empresarial, un hombre se ponía de pie frente a una ventana de cristal templado.
Simón Ferrero, el joven prodigio de los negocios, se ajustó el nudo de la corbata mientras respiraba hondo. Había algo en el aire, una especie de energía vibrante, como si el universo le guiñara un ojo. No era un hombre supersticioso, pero desde muy chico había aprendido a confiar en su intuición. Y hoy, su intuición le decía que el día traería algo importante.
Bajó hasta el lobby con paso firme, impecable en su traje azul medianoche. Apenas cruzó la puerta giratoria, su fiel asistente, Diego, se acercó con una taza de café en la mano.
—Señor, aquí está su café —dijo Diego con respeto, mientras le abría la puerta del vehículo que los esperaba.
—Gracias, Diego. ¿Has averiguado lo que te pedí? —preguntó Simón mientras se acomodaba en el asiento trasero del auto de cristales polarizados.
—Sí, señor. Tengo la información sobre lo sucedido en la gala—
Simón asintió, tomó un sorbo del café humeante y fijó sus ojos en el rostro de su asistente. Su mirada aguda denotaba curiosidad y una pizca de escepticismo.
—Entonces, adelante. Cuéntame—
—Según lo que logré indagar, hubo un altercado en el baño de damas. La esposa del señor Pepe resultó lastimada, aunque no se especificó con claridad la gravedad del asunto. Para evitar la vergüenza pública, el señor decidió sacarla por la puerta trasera del lugar —explicó Diego con tono profesional.
Simón enarcó una ceja.
—¿Un altercado en el baño? ¿Y nadie más lo vio? Qué conveniente—
—Al parecer fue un desacuerdo entre mujeres, señor. No logré obtener detalles exactos. Parece que la información está... restringida—
Simón miró por la ventana con gesto pensativo. Algo no encajaba. Había oído hablar de la esposa de Pepe, una mujer de carácter, sí, pero también de clase. ¿Quién podría haberla atacado?
—Quiero que envíes un ramo de flores para la señora Benítez —ordenó de pronto, girándose hacia Diego—. En mi nombre, ofreciendo disculpas por lo sucedido. Añade que me gustaría conocerla personalmente, y que lamento que un evento de nuestro círculo haya sido arruinado por un malentendido—
—¿Desea algún tipo de flor en particular?—
—Orquídeas blancas. Que sean muchas. Y asegúrate de que el repartidor observe su reacción. Quiero saber exactamente cómo recibe el gesto—
—Sí, señor —dijo Diego, tomando nota de todo con agilidad.
En cuanto bajaron del coche en las oficinas de Ferrero Holdings, Diego se apartó para hacer los arreglos. Ordenó el ramo más elegante del florista más exclusivo de la ciudad, y redactó una tarjeta con pulcritud:
"Señora Benítez, reciba mis más sinceras disculpas por lo sucedido durante la gala. Espero tenga la cortesía de aceptar estas flores como una muestra de consideración. Me encantaría poder conocerla personalmente. Atentamente, Simón Ferrero."
El encargo fue entregado a un repartidor de confianza, con una orden clara: debía regresar con un informe detallado de la reacción de la señora Benítez al recibir las flores.
Al mismo tiempo, Graciela se despertaba sin saber que su mañana estaba a punto de verse alterada. Se envolvió en su bata de seda y bajó por las escaleras, notando con alivio que Catalina no estaba. La casa parecía respirar en calma, un silencio que le ofrecía un raro momento de paz.
Se dirigía a la cocina en busca de algo caliente cuando el timbre resonó con un eco que le sobresaltó los nervios. No era común que alguien llamara tan temprano. Un empleado se adelantó para atender, y tras unos segundos, llamó a la señora:
—Señora Graciela, han traído algo para usted—
Ella se acomodó la bata con elegancia, imaginando por un instante que Pepe, arrepentido, había decidido enviarle flores. Tal vez incluso había escrito una carta de disculpas por lo sucedido con su madre. ¿Era eso? ¿Acaso aún le quedaba algo de dignidad a ese hombre?
Con una sonrisa leve, salió hasta el vestíbulo y se encontró con un repartidor joven, trajeado con formalidad.
—Buenos días, señora. Vengo a hacerle entrega de este ramo. ¿Podría leer la tarjeta, por favor?—
Graciela tomó el sobre con delicadeza. Las orquídeas eran preciosas, blancas como la nieve. Deslizó los dedos por el papel antes de abrir la nota. Sus ojos se desplazaron rápidamente por las líneas escritas… y de pronto, su rostro cambió.
—¿Simón Ferrero? —leyó en voz alta, y frunció el ceño.
El repartidor esperó en silencio, observando cada gesto, tal como le habían indicado. Graciela alzó la vista hacia él, furiosa.
—¿Me está diciendo que esto no viene de mi marido?—
—No, señora. Viene del señor Ferrero. Me han pedido conocer su opinión al respecto—
La mirada de Graciela se volvió gélida. Respiró hondo, se irguió como si estuviera frente a un tribunal, y en un acto impetuoso, abofeteó al repartidor.
—¡Esta es mi opinión! —gritó, rompiendo la nota en mil pedazos frente al joven—. Y le advierto que no se le ocurra volver a traerme nada. ¡Nunca más!—
El empleado de la casa cerró la puerta con firmeza mientras Graciela desaparecía escaleras arriba con paso firme. El repartidor, aún atónito, se frotó la mejilla y recogió los restos del papel y el ramo. Volvió a su auto y emprendió el camino de regreso.
Diego esperaba nervioso fuera del edificio cuando lo vio llegar con las flores intactas. Corrió hacia él.
—¿Qué ha pasado?—
—La señora reaccionó con furia. Me abofeteó y rompió la nota. No quiso escuchar nada más—
Diego suspiró, pero antes de poder tomar el ramo para ocultarlo, Simón ya se había acercado.
—¿Qué está pasando aquí? —preguntó con tono serio.
El repartidor se giró hacia él, nervioso, con la mejilla todavía roja.
—Señor Ferrero… la señora no tomó bien el gesto. Me abofeteó y me dijo que no quería volver a recibir nada de usted—
Simón lo miró con una mezcla de sorpresa y decepción. Luego dirigió su mirada a Diego.
—Cancela todo. No iremos a la reunión—
—¿Está seguro?—
—Sí. Tengo que conocerla —
Sin decir más, se metió en el coche y pidió que lo dejaran solo.
Pepe ahora se siente en las nubes con tanto halago que lo compara con el comportamiento de su madre y Graciela.