LA ABOGADA DEL CAPO ITALIANO

Emma salió de la cárcel con el corazón destrozado. Cada paso que daba por el largo pasillo la alejaba más de él, y con cada paso que avanzaba, su decisión se afianzaba en su mente. Amaba a Luigui, de eso no tenía duda, pero era hora de dejarlo ir. No podía seguir aferrándose a un amor no correspondido, y a una esperanza que solo la lastimaba cada día más.

Cuando finalmente cruzó las puertas de la prisión, el aire frío de la tarde golpeó su rostro como un recordatorio de la realidad. La brisa le revolvió el cabello, pero ella apenas lo sintió. Se acercó al auto con pasos sigilosos donde Rebecca la esperaba y se subió en absoluto silencio.

Rebecca la observó de reojo, preocupada por su expresión apagada. Emma siempre había sido fuerte, siempre había tenido una chispa de determinación en los ojos, pero ahora lucía derrotada.

—¿Cómo te fue? —preguntó Rebecca con cautela—. ¿Cómo está Luigui?

Emma no respondió de inmediato. Se quedó mirando al frente, con la mirada perdida en algún punto lejano. Entonces, sin previo aviso, se giró y se lanzó a los brazos de su hermana.

Rebecca sintió cómo Emma temblaba contra su pecho, cómo su respiración se entrecortaba por el llanto contenido.

—Emma… ¿qué pasó? —susurró, acariciándole el cabello con ternura.

—Luigui no me ama —soltó Emma entre sollozos—. Y nunca lo va a hacer.

Rebecca cerró los ojos por un momento, sintiendo la impotencia arder en su pecho.

—He tomado la decisión de dejar el caso en manos de Ewuard —continuó Emma con voz temblorosa—. Será su abogado de ahora en adelante. Yo… yo me voy, Rebecca. Me iré por un tiempo. Necesito olvidarme de Luigui de una vez por todas.

Rebecca sintió un nudo formarse en su garganta al escuchar aquellas palabras. Emma, su hermana fuerte y determinada, ahora estaba rota por dentro.

—¿Por qué el amor duele tanto, Rebecca? —preguntó Emma con la voz ahogada en lágrimas.

Rebecca no supo qué responder. Sabía que el amor podía ser cruel, que a veces era injusto, pero ver a su hermana sufrir de esa manera le partía el alma.

—No lo sé, Emma —susurró, tratando de contener sus propias lágrimas—. Pero recuerda que una Greco Álvarez jamás se rinde.

Emma soltó una risa amarga.

—No quiero seguir luchando, Rebecca. No puedo seguir golpeándome contra una pared que no se derrumba como es la de Luigui.

Rebecca apretó los labios con rabia. Quería bajar del auto, volver a la cárcel y gritarle a Luigui lo idiota que estaba siendo.

—Yo sé que Luigui te ama —dijo con firmeza—, pero no entiendo por qué no lo acepta. En pocas palabras, es un imbécil.

Emma negó con la cabeza, limpiándose las lágrimas con la manga de su chaqueta.

—Vamos a casa —dijo Rebecca finalmente, tomando su mano con ternura—. Necesitas descansar.

Emma asintió en silencio y encendió el auto, pero antes de arrancar, murmuró casi para sí misma:

—Soy una ilusa…

Rebecca la miró de inmediato.

—¿Por qué lo dices, Emma?

Emma soltó un suspiro tembloroso y apoyó la cabeza en el volante por un momento antes de responder.

—Le di dos días a Luigui —confesó—. Dos días para que piense bien las cosas. No pierdo la ilusión de ser su esposa… de enamorarlo para que se quede conmigo para siempre.

Rebeca sintió que el corazón se le encogía. Emma no estaba lista para rendirse del todo, pero tampoco podía seguir sufriendo así.

—No eres ilusa, Emma —dijo con suavidad—. Solo tienes esperanza de ser amada por el hombre que amas.

Emma alzó la mirada, con los ojos rojos y vidriosos.

—Esperamos los dos días —propuso Rebecca—. Si Luigui no recapacita, entonces te dejo ir por un tiempo y le decimos a Ewuard que se encargue de todo.

Emma asintió lentamente.

—Está bien, Rebecca… pero si no llama y no acepta estar conmigo, aun así lo sacaremos de la cárcel. No soy capaz de dejarlo encerrado, no quiero verlo pudrirse ahí dentro. Prefiero verlo libre, aunque eso signifique que se enamore de otra… aunque eso signifique que sea feliz con alguien más y que esa persona no sea yo.

Rebeca sintió que las palabras de Emma le pesaban en el pecho como una losa. Su hermana estaba dispuesta a dejarlo ir, incluso si eso la destrozaba por completo y muy dentro de su ser.

Emma arrancó el auto y condujo en silencio, con la mirada fija en la carretera, pero Rebeca podía ver cómo sus manos temblaban sobre el volante.

El primer día pasó con una lentitud agonizante. Emma intentaba mantenerse ocupada, enfocarse en su trabajo, en cualquier cosa que la distrajera de la espera, pero cada vez que su teléfono sonaba, su corazón se detenía por un segundo, solo para romperse un poco más cuando no era Luigui quien llamaba.

Rebecca la observaba con preocupación. Emma comía poco, dormía menos, y cada día su expresión se volvía más apagada.

—Deberías descansar, Emma —le dijo por la noche mientras la veía sentada en la sala, con la mirada fija en el teléfono.

—No puedo —susurró Emma sin apartar la vista del aparato—. No hasta que pasen los dos días.

Rebecca se sentó a su lado y tomó su mano.

—Si Luigui no llama…

Emma cerró los ojos con fuerza.

—Si no llama, me iré —dijo con voz temblorosa—. Lo dejaré ir y está vez será para siempre.

Rebecca apretó su mano con ternura.

—Y si llama…

Emma dejó escapar un suspiro.

—Si llama, entonces lucharé por él, por nuestro amor y será la última vez que lo haga.

Los segundos, los minutos, las horas siguieron pasando con una crueldad infinita. La noche se convirtió en madrugada, la madrugada en un nuevo día.

Y Luigui no llamó.

Emma se quedó sentada en la sala hasta que el sol comenzó a filtrarse por las cortinas. Rebeca despertó y la encontró en la misma posición en la que la había dejado la noche anterior, con la mirada perdida y el teléfono en la mano.

—Emma…

Emma parpadeó lentamente y se levantó con movimientos pesados.

—Es hora de irme, Rebeca.

Rebeca sintió el impulso de decirle que no lo hiciera, que esperara un poco más, pero sabía que su hermana ya había tomado una decisión.

—¿A dónde irás?

—A cualquier lugar donde pueda reconstruir mi corazón y que esté muy lejos de él.

Rebecca asintió con tristeza.

—¿Quieres que te acompañe?

Emma negó con la cabeza.

—Necesito hacerlo sola.

Rebeca la abrazó con fuerza.

—Te amo, Emma.

Emma cerró los ojos y se aferró a su hermana por un momento, como si quisiera absorber un poco de su fortaleza.

—Yo también te amo, Rebeca.

Después, sin mirar atrás, Emma salió de la casa y se subió al auto.

No sabía a dónde iba, pero sí sabía una cosa:

Era hora de empezar a olvidarlo por completo y eso implicaba dejarlo de amar y libre...

Continuara...