Ginevra es rechazada por su padre tras la muerte de su madre al darla a luz. Un año después, el hombre vuelve a casarse y tiene otra niña, la cual es la luz de sus ojos, mientras que Ginevra queda olvidada en las sombras, despreciada escuchando “las mujeres no sirven para la mafia”.
Al crecer, la joven pone los ojos donde no debe: en el mejor amigo de su padre, un hombre frío, calculador y ambicioso, que solo juega con ella y le quita lo más preciado que posee una mujer, para luego humillarla, comprometiéndose con su media hermana, esa misma noche, el padre nombra a su hija pequeña la heredera del imperio criminal familiar.
Destrozada y traicionada, ella decide irse por dos años para sanar y demostrarles a todos que no se necesita ser hombre para liderar una mafia. Pero en su camino conocerá a cuatro hombres dispuestos a hacer arder el mundo solo por ella, aunque ella ya no quiere amor, solo venganza, pasión y poder.
¿Está lista la mafia para arrodillarse ante una mujer?
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Regalos hermosos
Ginevra se encuentra en su cama. El ambiente está un poco frío y con un delicioso aroma a jazmín que recorre cada lugar de la habitación. Yace acostada, con una pierna levantada encima de la otra. Tiene puesto un pijama de shorts y blusa de tirantes de seda que la hacen sentir más cómoda. Al marcharse su delijefe, como lo ha bautizado su conciencia pícara, la brillante idea de sacar el vestido de su cuerpo se apoderó de ella.
En su cara tiene puesta una mascarilla verde que normalmente no utiliza, pero debía estar prevenida para cuando Rogelio le hiciera su videollamada diaria.
Observa el techo algo aburrida; eso de estar acostada no tiene nada de divertido.
Como es de esperarse, su teléfono suena. Contesta de inmediato y pasa la llamada a la gigante pantalla que descansa frente a ella.
—Hola, mi niña, ¿cómo estás? —saluda con el cariño de siempre. Ella sonríe al notar que él se relaja cada vez que ella le contesta; su tono tenso cambia de inmediato.
El ceño del hombre se frunce, y Ginevra lo capta y deja ver una pequeña sonrisa.
—Hola, papá, estoy muy bien, ya te extraño —dice, usando ese tono que a él le gusta. El hombre suspira, y a ella le encanta el orgullo que ve en sus ojos cada vez que lo llama así.
—¿Y esa cosa en tu cara? —Deja escapar una risa de burla. La joven suelta una carcajada y señala con su dedo hacia él.
—No te burles, necesito cuidar mi cutis. —Él no oculta la mueca de desconfianza que invade su rostro; sus cejas se juntan y estrecha la mirada al no creer mucho eso que dice.
—Tú no utilizas esas cremas. Solo las compraste para armar tu falsa personalidad ante ellos. —Ginevra trata de parecer tranquila, pero es difícil. Rogelio es perspicaz; aun así, debe burlarlo o podría venir a cuidarle los golpes, y el plan puede retrasarse.
—Pero ahora sí, papá, estoy muy comprometida con el plan. Ya me encontré con los cuatro; no falta mucho para que empiecen a investigarme. —Las comisuras de la boca del hombre se suben, y ella adora ese aire de suficiencia que nota en sus ojos.
—Pueden hacerlo; de ti solo hay cosas buenas, y en parte es gracias al maldito de Tiziano... —Entrelaza sus dedos y se sienta, acomodando su espalda a la silla de cuero—. Gracias a que siempre te mostró con el apellido de tu madre, no se te relaciona con él. Aunque, claro, también moví mis hilos. —Ella sonríe. No solo él ha escondido sus huellas: Ginevra es una excelente hacker; esconder e implantar datos es pan comido.
—Lo sé, papá. Por esa parte estoy tranquila. —La conversación entre ellos fluye como siempre. Él sonríe y le dice que la extraña, y ella no para de lanzar besos a la pantalla.
Una vez la videollamada se ha terminado, un suspiro de alivio abandona su boca. Se levanta de inmediato y corre al baño a quitarse esa cosa de la cara; siente molestia alrededor de los ojos y la tensión de tener eso la incomoda.
Llega al lavabo y abre la llave de agua. Junta sus manos para recogerla, y al echársela en la cara, el alivio es inmediato. Talla su rostro con suavidad; el dolor de los golpes está presente, pero no es gran cosa.
Ese día descansa como una bebé. Entiende que necesita hacerlo, porque pensar en a cuál escoger la tiene agotada. En su cabeza viven esos cuatro hombres; cada uno la enloquece a su manera.
Sonríe al recordar lo de la comida de hoy: verlo mintiendo tan mal le causa una inmensa ternura.
Con esos momentos vagando en su mente y sueños donde alguien la hace estremecer, le dan fin a esa noche, al menos para ella.
Varias horas más tarde, la joven sigue dormida. Su cuerpo ha recuperado su energía y está en su cama en una posición cómoda. A lo lejos, un sonido agudo la alerta, pero trata de ignorarlo; no desea despertar ahora. El mismo sonido se repite y ya no sabe si es un sueño o la realidad. Abre los ojos de pronto, y la luz de la ventana hace que se los talle cuando la relumbra en el rostro.
Se sienta, haciendo que las cobijas se enreden en su cintura. Suspira y estira los brazos, sacando la pereza de su cuerpo, y es allí que el sonido del timbre suena con más fuerza. Se deja caer de espaldas y refunfuña cuando comprende que debe levantarse.
Va hacia el baño un momento. Lava su cara, enjuaga su boca y sale con una paciencia máxima hacia la puerta.
—Sea quien sea que espere, porque yo no espero a nadie —murmura con cada paso; detesta que la despierten. En este preciso momento desea seguir durmiendo.
Al llegar a la entrada decide abrir, y no se espera lo que sus ojos aprecian. El aire frío de la mañana acaricia su cara. Tres repartidores, con bufandas al viento y cajas en los brazos, se presentan ante ella.
Las mismas se abren, y lo primero que ve es un estallido de lilas y púrpuras: las zapatillas de dama, exóticas como joyas vivas, cuelgan con gracia junto a los iris japoneses, amplios y ondulantes como telas de seda.
En un ramo más alto sobresalen campanas rojas de fritillaria, flanqueadas por flores azules translúcidas, las amapolas del Himalaya, que parecen recién recogidas de un jardín en la niebla.
Sus manos rozan un pétalo y el perfume la envuelve: terroso, salvaje, como una entrega lejana de algún lugar mágico. Sus ojos brillan de emoción, su pecho se llena de una calidez inmensa. Una pequeña sonrisa es mostrada a los tres sujetos, y ella los deja pasar.
—Pasen por aquí, por favor —les indica con amabilidad dónde dejar cada arreglo. Ella firma una carpeta que le entregan, y cuando los hombres se despiden, ya se gira para encontrarse con un tercero, de talla al monumento de casi dos metros, delante de ella. Tiene puestos zapatos negros pulidos y pantalones del mismo tono. Conoce la postura, aunque no puede verle la cara por el ramo de rosas rojo intenso que lo cubren; esa postura, ese olor que le eriza la piel, lo conoce.
—Señor Mikhail, qué hermosa sorpresa. —El hombre, al verse descubierto, coloca el hermoso arreglo que desprende olores deliciosos con cada movimiento en una mesa cercana.
—Vaya, me ha impresionado que me reconozca tan fácil. —Ella quiere sonreír, quiere gritarle que cómo no darse cuenta de semejante hombre tan alto, corpulento y con ese aroma que lo delata al acercarse.
—No creo que haya muchos hombres como usted —baja su mirada, observando su torso, y luego la levanta hasta toparse con sus ojos de una manera seductora, pero nada obvia.
—Disculpe, qué maleducada soy. Pase por aquí; yo iré a cambiarme. Qué pena con usted. —El hombre se pierde en la manera en que la pijama corta deja apreciar sus largas piernas esbeltas, su delicada piel blanca como la nieve, y sus pechos del tamaño perfecto hacen que en su cabeza imágenes de ella, sus pechos y su entrepierna cobren vida.
—No se preocupe, fui yo el que vino sin avisar. Solo quería saber cómo se sentía. —Le da una sonrisa suave en respuesta. Parpadea dos veces y pasa la mano por su cabeza, tratando de peinar lo que no está despeinado.
—Perfectamente, señor. No se preocupe, que no se quedará sin maquilladora de números. —Ella sabe mejor que nadie que lo que menos les importa a esos hombres es el trabajo que pueda desempeñar.
La joven se gira, caminando a su habitación con esa sensualidad que la caracteriza. No se contonea demasiado, pero su espalda reafirma que la seguridad es parte de su vida.