¿Qué pasa cuando el amor de tu vida está tan cerca que nunca lo viste venir? Lía siempre ha estado al lado de Nicolás. En los recreos, en las tareas, en los días buenos y los malos. Ella pensó que lo había superado. Que solo sería su mejor amigo. Hasta que en el último año, algo cambia. Y todo lo que callaron, todo lo que reprimieron, todo lo que creyeron imposible… empieza a desbordarse.
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Latidos y silencios
...🏀...
Todo fue tan rápido que por un momento creí estar viendo una película vieja de drama familiar.
Estaba llegando a casa después del entrenamiento cuando escuché los gritos. Reconocí la voz de Teresa antes de siquiera doblar la esquina. Salí corriendo. Algunos vecinos ya estaban asomados a las ventanas, y otros, más descarados, grababan desde sus porches. No me importó. Crucé la calle con el corazón latiéndome en la garganta.
Lía estaba en la acera, de rodillas, recogiendo su ropa. Teresa le lanzaba más cosas desde la puerta.
—¡Y NO PIENSES QUE PUEDES VOLVER! ¡AHORA QUE TE JODISTE LA VIDA, ASÚMELO TÚ SOLITA!
—¡Teresa, ya basta! —grité mientras llegaba, mi madre justo detrás de mí.
Lía no decía nada. Solo lloraba en silencio mientras doblaba una blusa arrugada que había caído sobre el barro. Me acerqué a ella, me arrodillé, le tomé el rostro entre las manos con cuidado.
—Calma, preciosa. Estoy aquí. Tranquila, ¿sí?
Ella asintió muy leve, como si ni siquiera pudiera pronunciar palabra.
Mi mamá intentó hablar con Teresa, pero lo único que consiguió fue otro grito:
—¡Llévensela! ¡Llévensela de una buena vez! ¡Y no quiero verlos ni a ti ni a tu hijo en mi puerta nunca más!
Y nos cerró la puerta en la cara.
Tragué rabia. Sentí una punzada de impotencia tan fuerte que me costó no gritar yo también. Pero no podía dejar que Lía me viera perder el control.
Mi madre se agachó para ayudar a recoger la ropa, sin decir una sola palabra. La gente miraba, sí. Algunos cuchicheaban, otros simplemente nos observaban con esa mirada de “eso le pasa por…”
Que se jodan todos.
Nos fuimos a casa. Lía caminaba al lado mío con la cabeza baja, sosteniendo una maleta a medio cerrar. Mi madre no dijo nada hasta que ya estuvimos adentro, con la ropa sobre el sofá y una taza de té caliente en las manos de Lía.
—Mira, niña —dijo finalmente mi madre, con su tono de siempre: recto, firme, sin adornos—. No te preocupes por Teresa. Puedes quedarte aquí. Pero quiero dejar algo muy claro.
Lía la miró como si estuviera a punto de ser sentenciada.
—Teresa no está siendo una mala madre. Solo está herida. Dolida. Esa es su forma de… sobrellevar lo que está pasando. No sabe hacerlo de otra forma. Pero voy a ser sincera con ustedes —nos miró a ambos con esa mirada que atravesaba paredes—. Yo también estoy molesta. Mucho. Esto no me hace ni un poco feliz. Ustedes se pusieron a jugar a ser adultos sin medir las consecuencias, y ahora aquí estamos.
Yo fruncí el ceño.
—Mamá…
—¡Estoy hablando! —me interrumpió sin mirarme siquiera.
Tomó aire y siguió:
—No los voy a premiar, ni voy a aplaudir esto. Pero tampoco los voy a dejar solos. No soy así. Voy a apoyar… pero bajo mis condiciones. —Se giró hacia Lía con total seriedad—. Si te vas a quedar en esta casa, vas a ayudar. Buscarás algo de medio tiempo, algo que puedas hacer antes de que la barriga se note, y con eso cubrirás tus gastos. Aquí no puedes estar sin hacer nada.
—¿Qué? —solté—. ¡No, mamá! Ella no tiene que..
—¡Nicolás! —me cortó, y esta vez sí me miró, seria—. Tú tienes que estudiar y entrenar. Eso es tu responsabilidad. No puedes con ambas cosas y además cuidar de una chica embarazada. Por eso ella tiene que hacer su parte. ¿O acaso crees que ser madre no es trabajo?
Lía bajó la mirada, pero no vi resentimiento en su cara. Vi comprensión. Y quizás… un poco de alivio.
—Yo… entiendo —dijo en voz baja—. Lo haré. Gracias por dejarme quedarme.
Mi madre asintió.
—Bien. Y ya hablaremos de lo que harán después. Porque sí, muchachos, esto apenas comienza.
Mi madre dejó la taza de té sobre la mesa con un leve golpecito, como si cada palabra le pesara más que la anterior.
...🏀...
Los profesores seguían con su rutina, sí… pero cada cierto tiempo dejaban caer una frase “al azar”. Una de esas que pretendía ser general, pero todos sabíamos a quién iba dirigida.
—Recuerden que las decisiones impulsivas traen consecuencias que duran toda una vida —dijo la profe de Ética, mientras subrayaba en rojo en el tablero—. No solo para ustedes, sino para sus familias. Para su futuro.
No la miré. Solo mantuve la vista en el cuaderno. Si alzaba la cabeza, me cruzaría con los ojos de medio salón.
Otra profe, más tarde, cerró su clase con una joya:
—Ojalá no todos lleguen al baile de graduación con un bebé en brazos.
Un par de risas estúpidas resonaron detrás.
Yo respiré hondo. Por dentro, contaba hasta diez.
Uno. Dos. Tres.
No vale la pena responderles.
Cuatro. Cinco. Seis.
Lía y el bebé están bien.
Siete. Ocho.
Puedo con esto.
Nueve. Diez.
Que ladren.
Al final de la jornada, cuando ya la tensión parecía haberse pegado como sudor a mi nuca, el coordinador académico entró con su carpeta bajo el brazo.
—Alumnos, atentos —anunció—. Este año sí se realizará el tradicional baile de graduación. Será en el salón Granate, el 28 de noviembre. Desde ya pueden ir organizando sus parejas y sus trajes. Las invitaciones se entregarán en dos semanas.
El salón estalló en murmullos.
Todos volteaban a ver a todos.
Yo solo pensé en una persona.
Así Lía ya no estudiara aquí, así no tuviera vestido ni cabeza para pensar en un baile… yo iba a invitarla. Como mi pareja. Como la madre de mi hijo. Como la chica que siempre soñé tener a mi lado. Y ahora lo estaba.
—¿Ya sabes con quién vas a ir, bro? —preguntó Kev, sentándose a mi lado.
—Sí —respondí sin dudar—. Con Lía.
Kev me dio un golpecito en la espalda.
—Bien ahí. Me parece justo.
En eso, Matteo apareció por detrás con una sonrisa de esas que uno no puede desconfiar. En las manos traía una caja rectangular, bien presentada, con una cintica y todo.
—Traje esto para ustedes —dijo, como si nada—. Galletas de mantequilla y chocolate. Las hice anoche.
Extendió el paquete hacia nosotros y luego sacó una segunda caja más pequeña.
—Esta es para que se la lleves a Lía. Calientitas están mejor, pero igual le van a encantar.
La caja estaba envuelta en papel dorado con una notita encima: “Para Lía y el bebé. Con cariño.”
—Gracias, Matteo —le dije, con la voz un poco más baja.
—No hay de qué. Las hice con menos azúcar y más sal. Sé que a veces eso del embarazo cambia los gustos. La última vez le encantaron. Estaban tan saladas que ni yo me pude comer eso.
Kev lo miró sorprendido.
—¿Desde cuándo sabes tanto de antojos?
—Desde que mi hermana mayor tuvo a mi sobrina —respondió sonriendo—. Me tocó ser el conejillo de Indias de todas las recetas sin extrañas que aprendió.
Nos reímos. Por fin.
Era bueno tener esos momentos.
Aunque duraran poco.
Yo tomé la caja y pensé en Lía.
En dársela, en verla sonreír…
Y en pedirle, con todas las palabras, que fuera conmigo al baile.