Anne es una chica común: pelirroja, de ojos marrones y con una rutina sencilla. Su vida transcurre entre clases, libros y silencios, hasta que un día, al final de una lección cualquiera, encuentra una carta bajo su escritorio. No tiene firma, solo un remitente misterioso: "Tu luna". La carta está escrita con ternura, como si quien la hubiese enviado conociera los secretos que Anne aún no se atrevía a decir en voz alta.
Día tras día, más cartas aparecen. Cada una es más íntima, más cercana, más brillante que la anterior. Anne, con el corazón latiendo como nunca antes, decide dejar su respuesta: una carta pidiendo un número de teléfono, un pequeño puente hacia la voz detrás del papel.
Desde ese momento, las palabras ya no llegan en papel, sino en mensajes que cruzan el cielo entre la luna y la tierra. Entre risas, confesiones y silencios compartidos, Anne descubre que la persona tras el seudónimo no es un sueño, sino alguien real.
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tenemos que separarnos mi tierra
La tarde había caído con una lentitud extraña, como si el mundo supiera que algo estaba a punto de quebrarse. Yo estaba en mi escritorio, dibujando pequeñas estrellas al borde de un cuaderno, cuando el celular vibró. Era Diana.
La contesté al instante.
—Diana... ¿estás bien?
Del otro lado, su voz era un nudo roto, un hilo de llanto.
—Anne... Ellos lo saben. Lo descubrieron. Mi mamá, mi papá... todos.
Mi corazón cayó en picada.
—¿Qué? ¿Cómo...?
—Mi hermana encontró la carta... la de la pulsera. Se la dio a mi mamá. Y ella... gritó. Dijo cosas horribles. Que esto es una fase. Que me van a llevar al psicólogo. Que estoy enferma.
No sabía qué decir. Mi garganta se apretó, queriendo consolarla y queriendo llorar a la vez.
—Diana, amor...
—Me dijeron que me alejara de ti. Que estás confundida. Que no es normal. Que esto no es amor. Anne, me encerraron en mi cuarto. Me quitaron el celular... Solo lo tengo un momento, mientras están en la sala.
Su voz tembló como hojas en una tormenta.
—No quiero dejarte. Pero creo que debemos separarnos, mi Tierra.
Esas palabras me helaron el alma. Cerré los ojos y sentí una lágrima bajar por mi mejilla.
—No, Diana. No podemos rendirnos. Esto es real. Lo que sentimos es amor. No estás enferma, no estás equivocada. Estás amando, y eso nunca puede ser malo.
Ella suspiró al otro lado. Un suspiro roto.
—Entonces ¿qué hago? Me siento... asfixiada. Me siento sucia frente a ellos. Como si amar te volviera un error. Y me da miedo que empieces a verme igual...
Mi voz salió firme, aunque por dentro me temblaba el alma.
—Te veo como mi luna. Mi todo. Aunque el mundo entero se apague, seguiré girando hacia ti.
Hubo un silencio largo. Un silencio donde podía imaginarla abrazando su almohada, queriendo desaparecer.
—Solo quiero irme de aquí. Verte. Tocar tu cara. Sentir que esto no es un sueño que se va a romper al amanecer.
—Lo es —le dije—. Es real. Y vamos a luchar. Si quieres que esperemos, espero. Si quieres seguir, te sigo. Pero no me pidas que te olvide, porque no puedo. No quiero.
Ella sollozó otra vez. Mi corazón quería meterse por el auricular y abrazarla.
—Tal vez podamos hablar mañana en la escuela. Si me dejan ir...
—Yo te voy a estar esperando. Pase lo que pase, Diana, estoy aquí. No estoy asustada de tu verdad. Estoy orgullosa.
La llamada terminó con un susurro apenas audible:
—Gracias, mi Tierra.
Y luego el silencio. Pero no el silencio del olvido. Era un silencio de tormenta contenida, de corazones que saben que amar a veces duele, pero que también puede ser la cosa más valiente que existe.
Aquella noche no dormí. Soñé despierta con el día en que no tengamos que escondernos. Con el día en que su familia entienda que no somos una amenaza. Que no es una fase. Que el amor entre dos chicas no es menos verdadero.
Soñé con ella. Y prometí en silencio que no me iba a rendir.
Porque aunque la luna se esconda entre las nubes, la Tierra siempre estará girando hacia ella, esperando su luz.
