Nabí es el producto de un amor prohibido, marcada por la tragedia desde su más tierna infancia. Huérfana a los tres años tras la muerte de su padre, el vacío que dejó en su vida la lleva a un mutismo total. Crece en un orfanato, donde encuentra consuelo en un niño sin nombre, rechazado por los demás, con quien comparte su dolor y soledad.
Cuando finalmente es adoptada por la familia de su madre, los mismos que la despreciaban, su vida se convierte en un verdadero infierno. Con cada año que pasa, el odio hacia ella crece, y Nabí se aferra a su silencio como única defensa.
A sus dieciocho años, todo cambia cuando un joven de veintitrés años, hijo del mafioso más poderoso de Europa, se obsesiona con ella. Lo que comienza como una atracción peligrosa se transforma en una espiral de violencia y sangre que arrastra a Nabí hacia un mundo oscuro y despiadado, donde deberá luchar no solo por su libertad, sino también por descubrir quién es realmente.
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CAPÍTULO 18: REVELACIÓN NOCTURNA
...Daemon...
Con Gaviria reducido a un charco de sangre sobre mi alfombra, mi atención volvió a Park. Él ya estaba con el teléfono pegado a la oreja, sus ojos fijos en la pantalla de una tablet, tecleando con la velocidad de un demonio.
—El número encriptado de Iván Volkov —ordené, mi voz un gruñido bajo—. Quiero el origen de esa llamada. Cada punto de conexión. Cada transacción que haya tenido con Gaviria en el último mes. Cada jodida respiración que dé ese tipo.
Park asintió, su rostro inmutable. —Señor, mis analistas ya están trabajando en ello. Tendré un informe detallado antes de la medianoche. Le enviaré las coordenadas de Volkov en cuanto las tengamos.
Bien. Esto me daba tiempo.
Me quité la chaqueta, desanudé la corbata y me desabroché los primeros botones de la camisa. La sangre de Gaviria ya se había secado en la punta de mis zapatos. Un detalle insignificante. Caminé hacia el armario oculto en la pared, deslizándolo para revelar una fila de trajes impecables. Escogí uno oscuro, de seda. No iba a dejar que un saboteador de poca monta me impidiera cerrar el trato como un caballero.
Una vez vestido, me dirigí al baño privado de la oficina. Abrí el grifo, el agua fría cayendo. Limpié con metódica precisión cada mancha de sangre de mis zapatos, luego me lavé las manos y el rostro, sintiendo el escozor del jabón y el agua fresca disipando la tensión de mi piel. Me miré en el espejo. Mis ojos, duros, revelaban el agotamiento, pero mi expresión era de hierro.
—Prepara el auto —ordené, mi voz firme, mientras salía del baño.
Park asintió, desvaneciéndose por la puerta. El sonido de las sirenas de Padua comenzó a filtrarse por las ventanas, un recordatorio constante del mundo que dominaba.
El ascenso al auto blindado fue un movimiento fluido, una costumbre de años. Park ya estaba en el asiento del copiloto. La puerta se cerró con un sordo golpe, sellando el mundo exterior. El motor ronroneó, y el Rolls-Royce se deslizó suavemente por las calles de Padua, dejando atrás la torre Etere para dirigirse hacia el hotel Eurobuilding.
No saqué el móvil para distraerme con noticias o mercados de valores. Mis dedos se movieron con una precisión ensayada, abriendo la aplicación de seguridad de la mansión. Las cámaras. Quería saber dónde estaba. Quería verla.
La imagen apareció en la pantalla táctil: Nabí. Estaba en la biblioteca, sentada en uno de los viejos sillones de cuero, absorta en un libro. La luz tenue de una lámpara de pie caía sobre ella, dándole un aura casi etérea. Se había cambiado de ropa. Ahora vestía un vestido blanco, ligero, que le caía con una facilidad tentadora, dejando al descubierto la mayor parte de sus piernas, largas y esbeltas, cruzadas elegantemente. Su cabello negro, azabache, caía en cascada sobre el respaldo del sillón, formando un contraste brutal con el color claro de la tela y su piel de porcelana. Estaba tan jodidamente hermosa, tan serena, que me quedé viéndola, extasiado, hipnotizado por la simple imagen.
El arrepentimiento amargo me invadió. Me sentí un idiota por haber aceptado la invitación. Mi mano apretó el móvil.
El salón privado del Eurobuilding era un despliegue de cristales y terciopelo, las mesas redondas brillaban bajo la luz tenue de los candelabros. El aire olía a comida cara y a la ambición que se cocinaba a fuego lento. Cuando Park abrió la puerta y entré, las conversaciones se ahogaron. Todas las miradas se clavaron en mí, un murmullo de bienvenida recorriendo el espacio.
La mesa principal, un óvalo inmenso, estaba llena. Kobayashi y Tanaka ya estaban sentados con Robert. Serafina e Isadora, por supuesto, también. Solo quedaba un puto asiento libre, justo al lado de Isadora. Un suspiro mental se me escapó. Esto iba a ser una tortura. Los japoneses me dieron la bienvenida con sus sonrisas educadas. Asentí, forzando una sonrisa propia, y me deslicé en la silla, sintiendo a Isadora pegarse a mi costado de inmediato, como un chicle con ventosas.
No la había visto antes, absorbido por la mierda del hacker y la intrusión de Isadora. Fue Robert quien la presentó, con ese tono de maestro de ceremonias que odiaba.
—Daemon, mi sobrino, permíteme presentarte a Akari Tanaka, la hija del señor Tanaka y una pieza clave en el futuro de Kyoto Dynamics.
Mis ojos se fijaron en ella. Radiaba una belleza elegante, diferente a las mujeres que solía tratar. Cabello oscuro y liso, cayéndole sobre los hombros, y unos ojos inteligentes que me estudiaban. Sus labios, de un rojo discreto pero llamativo, se curvaron en una sonrisa sutil. Ambos nos pusimos de pie. Extendí mi mano. Su apretón fue firme, profesional. Un toque eléctrico, rápido.
—Es un placer, Akari-san —dije, mi voz un tono más grave de lo habitual.
—El placer es mío, Daemon-san —respondió ella, su voz suave pero clara. No era una chiquilla; era una mujer.
Brindamos por el éxito del acuerdo, el cristal chocando con un sonido nítido. La primera botella de sake corrió por la mesa. La conversación se mantuvo en los negocios, en proyecciones y mercados, pero la verdadera agenda tardó poco en salir a la luz.
Fue Serafina, por supuesto, la que desvió la conversación—: Daemon, querido, con este éxito, es hora de pensar en tu futuro completo. Un hombre en tu posición necesita una compañera adecuada.
Kobayashi asintió—: La señora Lombardi tiene razón. La estabilidad familiar es crucial para la imagen del grupo.
Tanaka sonrió—: De hecho. En Japón, una buena unión es la base de un negocio fuerte. Y la señorita Akari... es una joven excepcional.
La mirada de Tanaka fue de Akari a mí—: Creemos que usted y mi hija harían una pareja formidable, señor Lombardi. Una alianza que unirá a nuestras familias aún más allá de los negocios.
Una jodida trampa. Lo vi venir, pero no tan directo.
Isadora, a mi lado, se puso rígida. Su sonrisa desapareció. Su agarre en mi brazo se hizo más fuerte—: Pero... —comenzó, su voz ligeramente chillona—. Daemon y yo... —se apretó más contra mí, intentando enviar un mensaje claro a los japoneses.
El señor Tanaka, con esa calma oriental que me crispaba los nervios, interrumpió con delicadeza—: Disculpe, señorita Isadora. Entendemos su... afecto. Pero creemos que el señor Lombardi y usted... son primos, ¿no es así? Una unión así no sería lo ideal para la imagen de los Lombardi.
La sangre se me heló. Pocos sabían la verdad. La jodida verdad de que yo era adoptado. Que Leonardo Lombardi me había sacado de la nada y me había puesto su apellido. Vi el brillo en los ojos de Isadora. La malicia y la frustración la iban a traicionar. Abrió la boca—: Pero Daemon no es...
Antes de que pudiera terminar la frase, un sonido sordo. Robert, sentado frente a ella, le había dado un pisotón brutal bajo la mesa. Isadora soltó un jadeo, su cara se contrajo de dolor, y se tragó sus palabras, cerrando la boca con fuerza. Robert la miró con una frialdad que helaba.
Isadora no siguió hablando, pero su mano permaneció aferrada a mi brazo, un ancla molesta que no podía sacudirme en ese momento. Una presión constante. Sentía sus dedos clavados en mi traje, una declaración silenciosa para todos en la mesa. Estaba claro lo que quería, lo que siempre había querido, y el hecho de que los japoneses la hubieran desestimado por "prima" no la detendría.
Mi mirada, sin embargo, se mantuvo firme en Akari Tanaka, luego en Kobayashi y Robert. Mi mente ya había dejado atrás el patético intento de Isadora. Ahora, se enfocaba en la verdadera razón de mi presencia aquí: los jodidos negocios y cómo hacer que las acciones de Group Etere se dispararan. El matrimonio era una herramienta, no un fin. Y definitivamente no uno que involucrara a la molesta castaña a mi lado.
Mi mente estaba a kilómetros de cualquier propuesta matrimonial lanzada en esa mesa. Yo tenía un plan. Uno que nadie, ni siquiera Park, conocía. Nabí sería mi esposa, de eso no había duda. Pero no ahora. No públicamente, no mientras mi posición aún se cimentaba. Mi compromiso con ella era tan real como el poder que ansiaba. Solo cuando tuviera los veinticinco años, cuando la presidencia del Group Etere fuera completamente mía y la empresa estuviera tan estable que yo pudiera dominarla sin objeciones, solo entonces anunciaría al mundo que Nabí era mía. Antes, sería una debilidad. Un blanco para serpientes como Serafina o el montón de enemigos que tienen los Lombardi. Pero no podía soltar mis cartas en esta cena. No frente a los japoneses, ni a Robert, ni mucho menos a la víbora de Serafina.
Aclaré mi garganta, haciendo que todas las miradas se posaran en mí. La sonrisa profesional seguía en mi rostro, inquebrantable.
—Aprecio enormemente la propuesta, señor Kobayashi, señor Tanaka —dije, mi voz firme y con la autoridad de quien no admite réplica—. Y no tengo dudas de que la señorita Akari es una mujer excepcional, digna de cualquier hombre.
Hice una breve pausa, dejando que mis palabras tuvieran peso. Los ojos de Akari se encontraron con los míos por un instante, y vi en ellos una chispa de inteligencia que no me sorprendió.
—Sin embargo —continué, la mirada fija en los líderes japoneses y luego en Robert—, mi enfoque actual, y mi compromiso absoluto, está en el crecimiento exponencial del Group Etere. Mi prioridad es asegurar la estabilidad y el dominio global de esta corporación. Cada onza de mi energía y mi visión está dedicada a disparar nuestras acciones y asegurar mi posición para cuando llegue el momento de la sucesión plena.
Me volví ligeramente hacia Serafina, que me observaba con una expresión indescifrable, y luego a Isadora, cuya mano aún seguía pegada a mi brazo.
—Los asuntos del corazón y las uniones personales —añadí, con un tono que dejaba claro que el tema estaba zanjado para mí— son una distracción que no puedo permitirme en esta etapa crítica. Cuando el Group Etere esté donde debe estar, y yo tenga el control total que busco, entonces y solo entonces consideraré la formación de una familia. Por ahora, mi única prometida es la prosperidad de nuestra empresa.
Una declaración rotunda. Serafina pareció a punto de replicar, pero se contuvo. Los japoneses asintieron con solemnidad, aceptando mi "razonamiento" empresarial. Isadora, a mi lado, se tensó, pero esta vez no soltó un quejido. Sabía que había cortado cualquier fantasía que tuviera en ese momento, al menos públicamente.
La cena continuaba, una sinfonía de cubiertos y copas, risas forzadas y conversaciones de negocios que disimulaban las verdaderas intenciones de cada uno. Sentía los ojos de Serafina sobre mí a intervalos regulares, una serpiente observando su presa, siempre buscando la grieta.
Akari Tanaka, sin embargo, era diferente. Se mantuvo discreta, pero sus ojos seguían mis movimientos, escuchando con una intensidad que sugería que no solo procesaba palabras, sino intenciones. No era una marioneta. Eso, en cierto modo, era más peligroso que cualquier cosa.
Mi móvil vibró discretamente en mi bolsillo. Un mensaje de Park. No necesité mirarlo para saber qué era. La adrenalina que me había mantenido en vilo desde el incidente del mediodía volvió a activarse. Sabía que contenía el informe sobre Iván Volkov, las coordenadas que buscaba, la información vital para el siguiente paso.
La cena se prolongaba, la farsa de la celebración continuaba, pero mi mente ya estaba en el siguiente movimiento. Necesitaba salir de allí, y rápido. Levanté mi copa de whisky, capturando la atención de la mesa.
—Caballeros, señores Tanaka y Kobayashi, y a todos los presentes —mi voz resonó con autoridad, silenciando las charlas—. Ha sido un día monumental para Group Etere y Kyoto Dynamics. La firma de hoy no es solo un acuerdo; es el inicio de una era. Brindo por nuestra prosperidad conjunta y por el futuro que estamos construyendo.
Todos levantaron sus copas, el cristal chocó, y el licor se deslizó por las gargantas. Aproveché el momento.
—Con su permiso —dije, dirigiéndome a los japoneses con una ligera inclinación de cabeza—, tengo unos asuntos urgentes que atender antes de que termine la noche. Me disculpo por tener que retirarme antes de lo deseado, pero la magnitud de nuestra nueva alianza exige una supervisión constante.
Robert asintió con una comprensión tácita. Serafina me dedicó una última mirada cargada de escepticismo, intentando descifrar mi urgencia. Isadora, con el ceño fruncido, apretó mi brazo una última vez antes de soltarme.
—Por supuesto, señor Lombardi —dijo el señor Kobayashi, con su habitual formalidad—. Entendemos perfectamente. El deber llama. Agradecemos enormemente su presencia.
Me levanté de la mesa, un gesto de despedida a la delegación japonesa, a mi tío. Ignoré las miradas de los demás. Park ya me esperaba discretamente cerca de la salida del salón. Mientras me dirigía hacia él, saqué mi móvil. El tablero de ajedrez se había vuelto más grande, con más jugadores.
El Rolls-Royce se deslizó por las calles de Padua, dejando atrás el brillo del Eurobuilding. El silencio dentro del auto era un bálsamo, roto solo por el murmullo bajo de Park. Mi móvil estaba en mis manos, la pantalla brillando con los datos encriptados que mis analistas habían extraído.
—Iván Volkov no está en Italia, señor —dijo Park, su voz plana, sin rastro de emoción—. Rastreamos el origen del número encriptado a un servidor en Nápoles, pero el rastro se desvanece de inmediato. Lo más probable es que Gaviria se comunicara con un intermediario, o el servidor fue una simple estación de paso.
Mis ojos recorrían las líneas de código y los informes que se desplegaban en la pantalla. Las transacciones, los puntos de conexión, todo era una red de humo y espejos.
—¿Entonces? —mi voz era fría. No me gustaban los callejones sin salida.
—Entonces, señor, la inteligencia sugiere que Iván Volkov podría estar abandonando Europa en este preciso instante —continuó Park, sin inmutarse—. No hay vuelos directos ni registros con su identidad. Lo cual es obvio. Los Volkov desaparecieron del mapa hace años, su rastro borrado a propósito. Estará usando una identidad falsa, un pasaporte fabricado.
Apreté el móvil en mi mano. Buscar a Iván Volkov era como buscar una aguja en un pajar, una aguja que se movía a través de continentes. Esto no era un simple "dame la información y lo atrapo". Esto requería más que la simple fuerza bruta. Requería astucia, paciencia y, sobre todo, una red de contactos que pocos en este mundo podían igualar.
Y fue entonces cuando pensé en él. Damián Schneider. Un alemán con más tentáculos que un pulpo y una lealtad que valía oro. Un contacto poderoso, de los que podían mover montañas con solo levantar una ceja. Solo su red podría encontrar a Iván Volkov en el puto fin del mundo.
Como si lo hubiera invocado, su llamada se atravesó en la pantalla de mi móvil, un milagro caído del cielo.
—Damián. —mi voz, profunda y resonante—. Te llamé con el pensamiento.
—¿Ah, sí? Ahora mismo, de hecho, acabo de aterrizar en Padua. —hubo una risa grave en su tono, con esa actitud despreocupada que contrastaba brutalmente con mi propia tensión constante—. ¿Y tú, todavía en esa jungla tuya? Escucha, estoy llegando a un bar de mierda, un local pintoresco, por cierto. Tomando un poco de cerveza. ¿Te apetece una copa? Podríamos ponernos al día.
Padua. Jodidamente Padua. Un giro inesperado. Justo cuando más lo necesitaba.
—Estoy de camino —dije sin dudarlo.
Corté la llamada. Park, que había estado escuchando en silencio, me miró. Asintió. Él ya sabía lo que venía.
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...Nabí...
El ruido abrupto de las ventanas abriéndose con una ráfaga de viento me sacó bruscamente del sueño. El frío me caló hasta los huesos. Abrí los ojos, desorientada, y la luna llena, un disco perfecto y solitario, estaba justo en el centro del cielo, bañando la habitación en una luz plateada y espectral. ¿Qué hora sería?
Me levanté de la cama, y lo primero que hice fue ir a cerrar las ventanas, sintiendo el aire helado en mi piel. Una vez que el sonido del viento cesó, salí al pasillo del piso. La oscuridad era casi total; la poca luz de la luna apenas si se filtraba por las enormes ventanas. Busqué el reloj de pared con la mirada, mis ojos acostumbrándose lentamente a la penumbra. Las manecillas marcaban las dos de la mañana.
¿Daemon había llegado? Caminé sigilosamente hasta su habitación, abrí la puerta con cuidado. La cama estaba exactamente igual a como la había dejado por la tarde, las sábanas inmaculadas, ni una sola señal de que él hubiera estado allí.
Volví a mi habitación. Cogí mi móvil de la mesita de noche. Ni una llamada, ni un mensaje suyo. Fruncí ligeramente el ceño.
De repente, una luz potente irrumpió a través de mi ventana, barriendo la oscuridad de la habitación. Un auto se acercaba a la mansión. Rápidamente, me acerqué a la ventana y me asomé. Sí, era el Rolls-Royce, deslizándose por la entrada principal.
Sin pensarlo dos veces, bajé las escaleras a toda prisa, mis pies descalzos apenas tocando los escalones de mármol. Me escondí detrás del gran pilar que se alzaba en el recibidor, hundiéndome en la oscuridad de su sombra. Tenía que ver con quién venía.
La puerta principal se abrió con un crujido. Park entró primero. Detrás de él, para mi sorpresa, venía otro hombre que no reconocí, apoyando a Daemon. Y Daemon… venía completamente borracho. Su cuerpo se tambaleaba, sus brazos flojos sobre los hombros de los dos hombres y su cabeza gacha.
No podía quedarme escondida. Sin pensarlo dos veces, salí de mi escondite detrás del pilar. La mano me tembló un instante al buscar el interruptor. Un clic, y la araña de cristal en el techo estalló en luz, inundando la sala principal con un resplandor dorado.
Park se detuvo en seco, sus ojos, antes enfocados en Daemon, se giraron hacia mí. Una expresión de sorpresa, casi de reproche, cruzó su rostro.
—¿Señorita Nabí? ¿Qué hace despierta a estas horas? —su voz era más fuerte de lo normal, una mezcla de alarma y confusión.
Mis ojos estaban fijos en Daemon, en su figura desgarbada, en la forma en que su cabeza se balanceaba. Me acerqué a ellos, el olor agrio y penetrante del alcohol golpeándome con cada paso. Un hedor horrible que me revolvía el estómago.
El otro hombre, el desconocido que lo apoyaba, también me miró. Era alto, con el cabello rubio oscuro y una expresión de curiosidad mezclada con una pizca de asombro. Se inclinó hacia Park, su voz un susurro grave—: ¿Quién es ella?
Park apenas abrió la boca—: Ella es...
Pero no terminó la frase. Como si el impacto de la luz o mi cercanía lo hubiera despertado, Daemon soltó un gruñido. Levantó la cabeza, sus ojos vidriosos buscando un punto fijo. Me encontró. Un atisbo de una sonrisa se extendió por su rostro cubierto de sombra, una sonrisa lánguida y torpe.
—Mi amor —murmuró, sus palabras arrastradas, pero claras. Un tono íntimo que no le había escuchado jamás delante de nadie.
El amigo rubio de Daemon, se quedó completamente sorprendido. Sus ojos se abrieron de par en par, y luego una sonrisa incrédula se dibujó en sus labios.
—¿Tu novia, Daemon? —preguntó, una mezcla de diversión y desconcierto en su voz.
Daemon soltó una risa gutural, profunda y orgullosa, una risa de borracho que resonó en la gran sala.
—Sí —dijo, asintiendo con la cabeza torpemente, sus ojos fijos en los míos con una adoración desarmante—. Mi mujer. Mi Nabí.
Una ola de emociones me golpeó. Las palabras de un Daemon borracho, pero suyas al fin y al cabo.
Miré a su amigo, y moví la cabeza varias veces, incómoda pero con una sonrisa forzada. Mis ojos volvieron a Daemon. A pesar de su estado, parecía de buen humor, una extraña alegría en su mirada vidriosa.
Miré a Park, que me observaba con una mezcla de sorpresa y expectación. Con mis manos, gesticulé claramente—: Llevémoslo a su habitación.
Park asintió de inmediato, comprendiendo sin palabras. Él y el rubio oscuro, con algo más de torpeza ahora que la sorpresa inicial había pasado, comenzaron a mover a Daemon hacia las escaleras. Sus pasos eran lentos, pesados, el cuerpo de Daemon un peso muerto entre ellos.
Lo arrojaron suavemente, o al menos tan suavemente como pudieron, sobre la enorme cama de su habitación. Daemon emitió un sonido gutural, hundiéndose en las sábanas. El olor a alcohol se intensificó. Me acerqué, mi misión clara: quitarle la ropa incómoda para dormir. Primero, los zapatos de vestir, luego el cinturón de cuero, que desabroché con algo de dificultad. La corbata de seda cayó al suelo, y desabotoné su camisa.
Fue entonces cuando el rubio oscuro se lanzó a la cama, al lado de Daemon, con un golpe. Me sobresalté, y él me miró con ojos risueños y completamente borrachos.
—Ahora, hazlo conmigo también —soltó, una sonrisa boba en su rostro.
Lo miré con incredulidad, mis cejas fruncidas por el desconcierto y una pizca de ofensa. ¿Era una broma? ¿Quién era este hombre? A mis espaldas, escuché a Park aclarar su garganta, un sonido que me sacó de mi estupor.
—Discúlpelo, señorita Nabí —dijo Park, su voz en un tono más bajo de lo usual, casi disculpándose—. Bebieron demasiado. Mañana no lo recordarán.
Mis ojos se posaron en Park. Su explicación era lógica, pero el momento era surrealista.
Cerré la puerta de la habitación de Daemon con un clic suave, dejando al "amigo" rubio roncando al lado de un Daemon igualmente inconsciente. Un silencio sepulcral se cernió sobre nosotros, solo roto por la respiración pesada de los dos hombres en la cama. Me giré hacia Park, sintiendo el cansancio de la noche y la extraña carga de esta situación.
—Entonces, me retiraré a mi casa, señorita Nabí —dijo Park, su voz apagada, ya con la intención de marcharse.
Lo miré sorprendida. ¿Irse ahora? Eran más de las dos de la mañana. Cuando se dio la vuelta para marcharse, reaccioné por instinto. Lo agarré suavemente del traje por el brazo. Él se giró, mirándome con una confusión genuina en sus ojos usualmente inexpresivos.
—¿Necesita algo? —preguntó.
Negué con la cabeza. Luego, con mis manos, signé claramente—: Es tarde para volver a casa. Mejor duerme en la mansión.
La expresión de Park fue de pura sorpresa. Sus ojos se abrieron ligeramente, sus labios se separaron un poco. Fue entonces cuando me di cuenta: él nunca había pasado la noche en la mansión, sin importar la hora. Siempre se retiraba, sin excepción. La idea me pareció extraña, casi incómoda para él.
En ese momento, el estómago de Park rugió con fuerza, un sonido vergonzoso que rompió el silencio. No pude evitar una leve sonrisa.
—No te preocupes por Daemon, si hay algún problema, lo haré entrar en razón —signé, intentando tranquilizarlo, aunque sabía que la idea de pasar la noche aquí, o simplemente de aceptarlo, lo incomodaba.
Vi la duda en la mirada de Park Jun-ho. Era un hombre de reglas, de protocolos estrictos. Una desviación así no era parte de su rutina. Pero insistí, una leve inclinación de cabeza que no dejaba lugar a discusión. Era mi decisión, y él lo sabía. Casi arrastrándolo, lo guié escaleras abajo, hacia la cocina.
Por suerte, le había pedido a las sirvientas que hicieran comida de más por si Daemon llegaba con hambre. En ese momento, di gracias al cielo por haberlo pensado. No sería comida perdida. Recalenté los platos que habían dejado cubiertos y serví una porción generosa en la mesa. Park se sentó con una rigidez inusual, y yo me quedé observándolo comer, sintiendo una extraña paz en la quietud de la cocina, mientras la mansión dormía a nuestro alrededor.
Mientras Park comía en silencio, mis ojos se posaron en él. Él es coreano, como mi padre. A pesar de que eran completamente distintos en edad y físico, cada vez que lo veía, mi corazón se arrugaba con una extraña familiaridad. Era una conexión silenciosa. Me sentía extrañamente familiarizada con él, solo porque compartía esa herencia.