Soy Anabella Estrada, única y amada hija de Ezequiel y Lorena Estrada. Estoy enamorada de Agustín Linares, un hombre que viene de una familia tan adinerada como la mía y que pronto será mi esposo.
Mi vida es un cuento de hadas donde los problemas no existen y todo era un idilio... Hasta que Máximo Santana entró en escena volviendo mi vida un infierno y revelando los más oscuros secretos de mi familia.
NovelToon tiene autorización de Crisbella para publicar esa obra, el contenido del mismo representa el punto de vista del autor, y no el de NovelToon.
Capitulo XVIII Punto de quiebre
Punto de vista de Anabella
El incidente ocurrido en el estudio de Máximo provocó que mis nervios se dispararan hasta un nivel extremo de ansiedad. No llevábamos ni siquiera un día completo de casados y ya nos encontrábamos sumergidos en una batalla campal de voluntades; sinceramente, no creía que mi mente pudiera resistir mucho tiempo bajo este régimen de terror sin que mis sentidos terminaran completamente destrozados.
Las horas transcurrían con una rapidez aterradora y la tensión sobre mis hombros aumentaba con cada minuto que marcaba el reloj. En medio de esa agonía, Emilia entró a mi habitación llevando consigo una caja de empaque impecable que yo reconocería en cualquier parte del mundo.
—Máximo te envía este vestido; insiste en que lo uses esta noche para la cena —dijo ella con una voz cargada de pesar.
Era una pieza de seda líquida, un vestido excesivamente costoso de una marca reconocida que solo diseñaba para clientes exclusivos. Entendí el mensaje de inmediato: Máximo solo pretendía ostentar su poder y riqueza al enviarme una prenda de tal magnitud para recordarme quién mandaba ahora.
—Nana, yo no soy culpable de lo que mi padre supuestamente le hizo en el pasado, y mucho menos tengo la culpa de que el idiota de Agustín haya enviado esa fotografía para provocarlo —las lágrimas brotaron de mis ojos de manera incontrolable, quemándome las mejillas.
—Lo sé, mi niña, lo sé perfectamente. Solo ruego al cielo que cuando Máximo finalmente se dé cuenta de su error, no sea demasiado tarde para los dos.
—No sé cómo voy a soportar un segundo más a su lado; siento que la vida se me está escapando de las manos lentamente. A veces solo deseo con todas mis fuerzas despertar de esta pesadilla interminable.
Me abracé fuertemente a Nana Emilia, permitiendo que mis sollozos se ahogaran en su hombro mientras el llanto no dejaba de fluir. Me sentía tan cansada, tan terriblemente vulnerable, que por un momento quise rendirme y dejar que mi existencia se desvaneciera bajo el yugo de Máximo Santana. Sin embargo, al recordar la imagen de mi padre conectado a todos esos aparatos en la clínica, mis fuerzas regresaban de golpe para seguir soportando cada una de estas humillaciones.
—Ya no llores más, hija. En esta casa siempre podrás contar conmigo. Te juro que no dejaré que Max te haga un daño irreparable.
—Sabes muy bien que no puedes hacer nada más que escucharme y ser mi único paño de lágrimas, Nana. Ese demonio no escucha a nadie que no sea su propio odio. Mejor me apuro a cambiarme antes de que su furia se encienda de nuevo por mi tardanza.
Emilia asintió con una expresión de resignación mientras yo me encerraba en el baño. El agua de la regadera caía sobre mí completamente fría, pero mi cuerpo ya no era capaz de diferenciar entre el dolor físico que el hielo provocaba en mi piel y el vacío gélido que sentía en mi corazón. Permanecí exactamente una hora bajo ese chorro helado; para cuando salí, mis dedos estaban entumecidos y mis piernas apenas podían sostener mi peso.
Sin embargo, como si fuera una autómata, me puse el vestido de seda y las joyas ridículamente costosas que él había elegido. Recogí mi cabello en una coleta alta, dejando que las puntas ondularan de forma natural, y apliqué un maquillaje sutil que intentaba ocultar mi palidez. Al mirarme al espejo, lo que observé no fue a una mujer, sino a la sombra errante de lo que un día llegué a ser.
Miré el reloj y me di cuenta de que solo faltaban cinco minutos para que la cena fuera servida. Salí de la habitación con pasos tan pesados como si cargara el mundo entero sobre mi espalda. Al llegar al comedor, la presencia de mi carcelero inundó mis sentidos.
—Finalmente te dignas a honrarme con tu presencia —la voz de Máximo llegó a mí distorsionada, como si viniera desde una distancia infinita.
—Lo siento, perdí la noción del tiempo —respondí, dejándome caer en la silla justo al lado de él.
—Veo que he logrado doblegar tu orgullo al fin —siseó de manera burlona, disfrutando de mi aparente derrota.
Lo miré fijamente a los ojos, pero en lugar de rabia, sentí una lástima profunda por la oscuridad que habitaba en él. De repente, un mareo violento me nubló la vista y bajé la mirada para no perder el equilibrio; él lo interpretó como una señal definitiva de rendición.
—Así me gusta: que aprendas a ser dócil y sumisa ante tu esposo.
Giré la cabeza hacia Emilia con la intención muda de suplicarle que me sacara de allí, pero mis cuerdas vocales estaban paralizadas. El servicio comenzó y, en medio de mi aturdimiento, la voz de Máximo volvió a resonar con una orden que me heló la sangre.
—Quiero que me alimentes tú misma.
La orden fue tajante. Tomé el cubierto con dedos temblorosos y, con una delicadeza extrema, corté un trozo de carne. Intenté llevarlo hacia su boca, pero la debilidad en mi mano me traicionó de forma humillante, dejando caer el tenedor directamente sobre el regazo de mi carcelero.
La furia en sus ojos se encendió en cuestión de segundos. Máximo se levantó de la silla con una brusquedad aterradora y, de un tirón violento, me obligó a ponerme en pie. No obstante, su expresión cambió de la ira al desconcierto más absoluto en un parpadeo.
—Ana... estás helada. Estás demasiado fría —dijo, mientras sus manos grandes rodeaban mis mejillas con una preocupación genuina.
Escuché los pasos apresurados de Emilia acercándose a nosotros.
—¿Qué está pasando? ¿Qué le hiciste? —gritó ella desde la distancia.
—¡Llama a Salvatierra ahora mismo! ¡Es una orden! —la voz de Máximo tronó, llena de una urgencia que no le conocía.
Me levantó en sus brazos con tanta facilidad, como si fuera una hoja de papel. En mi estado de semiinconsciencia, mi cuerpo buscaba su calor como un náufrago busca una balsa; necesitaba su fuego para no apagarme. Máximo me depositó con cuidado en una cama inmensa que olía a él, a su perfume de madera y poder. No era mi habitación de siempre, era la suya. Lo escuchaba hablar por teléfono con alguien, pero las palabras se volvían borrosas, como si mi alma se estuviera desprendiendo lentamente de mi cuerpo.
Entonces, sentí que él se metía en la cama conmigo. El contacto de su piel cálida contra mi anatomía gélida hizo que el calor regresara poco a poco, devolviéndome una pizca de realidad en medio de la neblina.
—Eres una tonta, Anabella —susurró él cerca de mi oído, y por primera vez, su voz no sonaba a látigo, sino a un ruego desesperado—. Si sigues castigándote así, terminarás acabando con tu propia vida antes de que yo termine contigo.
Fueron las últimas palabras que escuche antes de que perdiera el conocimiento.