Romina Bruce, hija del conde de Bruce, siempre estuvo enamorada del marqués Hugo Miller. Pero a los 18 años sus padres la obligaron a casarse con Alexander Walker, el tímido y robusto heredero del ducado Walker. Aun así, Romina logró llevar una convivencia tranquila con su esposo… hasta que la guerra lo llamó a la frontera.
Un año después, Alexander fue dado por muerto, dejándola viuda y sin heredero. Los duques, destrozados, decidieron protegerla como a una hija.
Cuatro años más tarde, Romina se reencuentra con Hugo, ahora viudo y con un pequeño hijo. Los antiguos sentimientos resurgen, y él le pide matrimonio. Todos aceptan felizmente… hasta el día de la boda.
Cuando el sacerdote está a punto de darles la bendición, Alexander aparece. Vivo. Transformado. Frío. Misterioso. Ya no es el muchacho tímido que Romina conoció.
La boda se cancela y Romina vuelve al ducado. Pero su esposo no es el mismo: desaparece por las noches, regresa cubierto de sangre, posee reflejos inhumanos… y una nueva y peligrosa obsesión por ella.
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el fin de la felicidad
La fiesta seguía en su apogeo hasta la madrugada, cuando ya todo el mundo se estaba retirando. Cecil, con sueño, se dirigía a su habitación cuando César apareció en su camino.
—¿Ya se retira, señorita Cecil?
—Sí, tengo sueño. Además, debo levantarme temprano para ir a la biblioteca.
—Según dice mi madre, usted es la encargada de la biblioteca real.
—Así es.
—Me gustaría ir a la biblioteca. Apuesto a que hay muchos libros, sobre todo de historia.
—Sí, incluso de antes de la fundación del reino.
—Es increíble que a una mujer le guste estar en un lugar sin vida.
—Los libros son vida, joven Bruce.
—Claro… ¿y piensa estar toda la vida en la biblioteca?
—No. Cuando cumpla dieciocho años iré a la academia a estudiar alquimia.
—¿Alquimia? Pero eso… ¿no es solo para hombres? O eso he escuchado.
—También hay mujeres. Muchas estudian alquimia. Es importante saber sobre el cuerpo humano, medicinas y otras cosas para atender a otras mujeres, especialmente a señoritas nobles. No es lo mismo para una mujer hablar de ciertos temas con un hombre que con otra mujer. Además, es mejor para una mujer tener institutrices; hay más confianza para enseñar, a diferencia de los institutrices hombres, que deben tomar cierta distancia y tener vigilancia para proteger el honor de las damas.
—Sí, tiene razón. Mi hermana solo tuvo un institutriz hombre y mi madre siempre estaba con ella cuando le enseñaba. ¿Pero no piensa casarse después de ir a la academia?
—No lo sé. Quiero viajar cuando termine, ir en representación del reino, atender a las mujeres de otros reinos y brindar servicios a mujeres de bajos recursos.
—Eso es bueno, señorita Cecil.
—¿Y usted qué desea hacer, joven Bruce?
—Mi familia espera que me encargue del condado, de los negocios de la familia, pero no deseo hacer eso. Me gustaría viajar, divertirme, conocer lugares. Siento que mi vida es aburrida, le falta diversión.
En ese momento, el padre de Cecil la llamó:
—Hija.
Ella volteó.
—Papá, te presento al joven Bruce, hijo de los condes. Joven Bruce, le presento a mi padre, Thomas Rowan.
El hombre sonrió.
—Es un gusto, joven Bruce.
—El gusto es mío, señor. Me gustaría consultar algunos libros de la biblioteca real; le he pedido ayuda a la señorita Cecil.
—Siempre y cuando lo autoricen, lo ayudaremos con gusto.
—Así es. Bueno, es tarde. Mi padre y yo nos despedimos, joven Bruce.
—Buenas noches, señorita Cecil. Buenas noches, señor Rowan.
—Buenas noches —respondió el padre de Cecil.
Ambos se retiraron y comenzaron a caminar por los pasillos del palacio.
—Ese joven se miraba interesado en ti, Cecil —dijo su padre.
—Pero a mí no me interesa, padre. Quiero estudiar.
—Sabes que no me opongo, hija, pero quiero que te cases y hagas una familia. Amar es maravilloso. Aún recuerdo cuando tu madre aceptó mi cortejo; fui el hombre más feliz del mundo. Cuando la vi entrando a la iglesia casi me desmayo… y luego, cuando tú naciste, toqué el cielo.
—Sí, pero dos semanas después de que yo nací, tocaste el infierno. Ella murió. Si no hubiera nacido…
—No digas eso. Tú eres lo mejor que me ha pasado. Tu madre fue feliz por tu llegada… Lo que pasó no fue tu culpa.
—La abuela no piensa así.
—Tu abuela se llenó de amargura y te culpa a ti, que eres inocente. Fue el destino, hija.
—No, papá. Fue la falta de cuidado durante el parto. Por eso voy a estudiar alquimia. Voy a ayudar a las mujeres en sus partos, porque estoy segura de que muchas mueren porque no reciben los cuidados necesarios. Además, he leído libros. ¿Sabes que hay otras culturas donde las parteras pueden voltear al bebé con sus manos cuando está en mala posición para nacer? Salvan tanto al bebé como a la madre. Y el nuevo tratado con Oriente permitirá que médicos de Oriente impartan sus conocimientos. Vendrán dentro de tres años, justo cuando yo estaré entrando a la academia. En Oriente la tasa de muerte en el parto es muy baja.
—Ja, ja… mi amada Cecil, estoy orgulloso de ti. Mi hija será la mejor médica y alquimista —dijo besando su frente.
—Sí, aprenderé muchas cosas, haré medicinas. Aunque ya he leído muchos libros… La medicina que te hice para tu resfriado fue buena, ¿no? Te curaste.
—Estoy como un roble gracias a ti, cariño.
Ambos siguieron hablando, perdiéndose en los pasillos del castillo, ignorando la tensión que crecía en la cámara de los reyes.
La reina se encontraba en la habitación de su hija, quien dormía tranquilamente. La arropó con la cobija y salió, donde se encontraba el rey.
—He enviado una carta a nuestro hijo en la frontera.
—Kratos ha regresado después de sesenta años… ¿qué interés tiene en Invernaria?
—No lo sé, pero no puede ser algo bueno —dijo mirando a su esposa.
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Romina y Alexander llegaron al ducado cansados después de la fiesta. Era de madrugada y todos dormían. Romina iba un poco borracha, pues se había pasado de unas copas de vino. Al subir las escaleras se tropezó y Alexander la ayudó, cargándola en sus brazos. Romina se aferró a su cuello.
Cuando llegaron a la habitación, Alexander la sentó en la cama y le quitó los zapatos.
—Esposa, te pasaste con el vino.
—Ja, ja, ja… me divertí mucho.
—Yo también.
Alexander terminó de quitarle los zapatos. Romina lo observaba y levantó la falda de su vestido.
—Ayúdame con las medias, esposo, y dame un masaje en las piernas.
—Claro, esposa —dijo un poco nervioso.
Le quitó las medias con cuidado, tocando su piel suave. Romina se estremeció. Luego hizo lo mismo con la otra pierna y comenzó a masajearle las pantorrillas.
—Más arriba, esposo —dijo Romina mordiéndose el labio.
Alexander subió las manos hasta sus muslos, masajeándolos. El cuerpo de Romina tembló, pero él bajó la falda.
—Listo, esposa. Ya está hecho —dijo con el rostro rojo.
Romina frunció el ceño.
—Alexander, eres un idiota.
—¿Qué sucede, esposa? ¿No te gustó el masaje? ¿Te lastimé?
—No sabes lo que quiero.
—Esposa…
—Alexander, quiero que hagamos el amor, pero al parecer tú ya no quieres. Ya no te gusto, te aburriste de mí… Seguramente ya tienes a otra mujer —dijo llorando mientras sacaba vestidos del clóset—. Si ya no me quieres, me iré con mis padres.
Alexander la abrazó por la espalda.
—Esposa, no digas eso. No tengo ojos para otra mujer. Tú me gustas mucho.
—¿Y entonces por qué no quieres hacer el amor conmigo?
—Esposa, quiero mucho, solo que estás ebria y no quiero faltarte el respeto.
Romina sonrió y lo besó.
—Quiero hacerlo ahora —dijo, besándolo.
—Yo también, pero bebiste y no quiero que…
Romina no lo dejó terminar. Lo besó de nuevo y comenzó a quitarle la chaqueta, desabrochando su pantalón. Caminaron hasta la cama y cayeron sobre ella. Alexander soltó la cinta azul de su cintura y comenzó a desatar los cordones del vestido. Besó sus hombros y su cuello.
Romina llevó su mano al pantalón de Alexander, haciendo que él se estremeciera.
—Es… esposa… —jadeó.
Ella se quitó la ropa interior y lo miró a los ojos.
—Te quiero ya.
Alexander la levantó y la colocó sobre él. Sus cuerpos se unieron y ambos jadearon. Romina comenzó a mover la cintura mientras Alexander la sujetaba por las caderas. La sensación era intensa, profunda. Los movimientos se volvieron más bruscos hasta que ambos alcanzaron el éxtasis.
Romina cayó jadeando. Alexander la acomodó entre sus brazos y besó su frente.
—Te amo, Romina.
—Yo también… —no terminó la frase, se quedó dormida.
Alexander la abrazó más contra su pecho y ambos durmieron.
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Cuando llegó la mañana, Romina abrió los ojos. Estaba sola en la habitación, aún con el vestido de la fiesta. Se dio cuenta de que no llevaba ropa interior y algunos recuerdos regresaron a su mente.
—Me comporté como una loca —susurró.
Tocaron la puerta.
—Duquesa, venimos a preparar el baño.
—Sí, está bien.
Después de bañarse y arreglarse, bajó a la sala. Alexander estaba con sus padres; la duquesa tenía los ojos rojos.
—¿Qué sucede? —preguntó Romina.
Alexander tomó sus manos.
—Esposa… el rey de Soseres fue asesinado. Kratos se levantó, invadió Soseres, tomó la capital y mató a la familia real. Su ejército marcha hacia nuestra frontera. Debo ir con mis hombres.
Las lágrimas de Romina cayeron.
—No… tú no puedes ir.
—No tengo elección. Debes ser fuerte y apoyar a mis padres.
—Hijo, yo iré en tu lugar —dijo el duque.
—No, padre. Es mi deber. Además, tu pierna no te lo permite —miró a Romina—. Debes ser fuerte, esposa.
La abrazó y besó su frente.
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aunque sea feo, la condesa tiene total razón, Romina creció en todo lo bello, pero lo cruel de la sociedad no lo vivió, no lo ha sentido en carne, así que es mejor así.
Y es mejor que Romina se mantenga al margen xq así evitarás que se mal entienda su compadrajo