En la Ciudad de México, como en cualquier otra ciudad del mundo, los jóvenes quieren volar. Quieren sentir que la vida se les escapa entre las manos y caminar cerca del cielo, lejos de todo lo que los ata. Valeria es una chica de secundaria: estudiosa, apasionada por la moda y con la ilusión de encontrar al amor de su vida. Santiago es todo lo contrario: vive rápido, entre calles peligrosas, carreras clandestinas y la lealtad de su pandilla, sin pensar en el mañana.
Cuando sus mundos chocan, la pasión, el riesgo y el deseo se mezclan en un torbellino que los arrastra sin remedio. Una historia de amor que desafía reglas, rompe corazones y demuestra que a veces, para sentirse vivos, hay que tocar el cielo… aunque signifique caer.
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Diez y ocho
Gracioso, vestido con un vestido de satín azul que brillaba bajo las luces de la sala, Paulina daba vueltas frente al espejo improvisado en la ventana.
—Mucho… —se miraba de arriba abajo, acomodándose la falda con nerviosismo.
—La Chata me dijo que se me ve chido —respondió con una risita nerviosa.
—Ya sabes cuál es mi teoría, ¿no? —contestó Mariana, con tono de medio burla, medio seria.
—¿Neta todavía con esa? ¡Pero si llevamos años siendo compas!
—Pues sí, déjame con mi teoría, tú no entiendes.
En ese momento apareció Damián, un morro de cabello rizado y piel clara, siempre con cara de buena onda.
—¡Qué tranza, Mariana! —saludó levantando la mano—. Oye, ¿ya viste lo guapa que se puso Paulina con ese vestido?
—Sí, la neta se le ve rifado. Aunque si me guío por mi teoría, la cosa es más complicada. —Mariana le sonrió de medio lado, antes de dar un paso hacia la cocina—. Voy a saludar a la Regina, todavía ni la felicito.
Damián se quedó viendo cómo se alejaba, con esa curiosidad clavada en la mirada.
—¿Qué show con eso de la teoría?
—Ay, nada, ya sabes cómo es Mariana, siempre con rollos. Pura cabeza, poca acción. —Paulina se carcajeó y, al mirarlo de frente, por un instante se quedaron callados.
—Ándale, vente a bailar, ya empezaron con Caifanes. —Ella lo tomó de la mano y lo arrastró hacia el grupo, donde ya se escuchaba “La Negra Tomasa” sonando desde un estéreo grande que alguien había conectado en la sala.
—¡Regi, felicidades! —gritó Mariana con cariño al llegar.
—¡Ay, Mariana! —respondió Regina abrazándola—. Gracias por venir, morra.
—¿Te gustó el regalo?
—Uf, sí, está con madre. Justo lo que necesitaba.
—Lo sabíamos… fue idea mía —dijo Damián inflándose el pecho—. Siempre te quedabas jetona y faltabas a la primera clase, así que ya no hay pretexto.
Justo entonces, apareció Chucho, con ese aire fresa que no terminaba de encajar en el barrio, pero que ahí andaba, metido entre todos.
—¿De qué hablan? —preguntó alzando la ceja.
Mariana volteó, y la sonrisa se le borró de golpe.
—Hola, Chucho.
—Me regalaron un despertador bien chido —contestó Regina, mostrando el paquete envuelto con papel brilloso del tianguis de Tepito.
—Qué detalle, de verdad… —respondió Chucho con ironía.
—Pues a mí también me regalaron algo bien bonito, ¿eh? —añadió, con esa sonrisita que a Mariana la ponía de malas.
—¿Sí? ¿Qué? —preguntó Regina, curiosa.
—Un cojín bordado. Ya lo puse en mi cama.
—Nomás aguas, Regina, que seguro quiere estrenarlo contigo. —Mariana lo miró con rabia contenida y se alejó hacia la terraza.
Regina lo siguió con la mirada, incómoda.
—Pues a mí el cojín sí me gustó, la neta… —dijo, medio dudando.
Chucho le sonrió con suficiencia.
—Te creo, Regi. Perdón si soné pasado.
Pero Mariana ya estaba en la terraza. Afuera, la noche chilanga se sentía viva: los murmullos de los autos en Insurgentes, el olor a tacos al pastor que llegaba desde un puesto en la esquina, y las luces parpadeantes de un microbús tuneado que pasaba con las bocinas reventando El Tri.
Se apoyó en el barandal, mirando cómo el viento movía el jazmín trepado en la reja. El aire fresco le sacudió el cabello, trayéndole un poco de paz.
Entonces, la voz de Chucho la alcanzó.
—¿Qué hago para que me perdones? —le preguntó, poniéndose a su lado.
Mariana sonrió de medio lado, cerrándose la chamarra vaquera.
—Mejor pregúntate qué no debiste hacer desde el inicio.
—No manches, la noche está bien bonita como para pelear. —Chucho intentó sonar ligero.
—Pues a mí me late pelear, fíjate. —Mariana lo miró con esa chispa retadora.
—Sí, ya me di cuenta… pero también te late hacer las paces, ¿o no?
Ella lo miró con frialdad.
—Contigo, quién sabe. Como que no me convences.
—Lo que pasa es que no te decides. Una parte de ti quiere estar conmigo, otra no. Bien clásico de ustedes.
—¿Ves? Ese “clásico” es justo lo que la riega todo. —Mariana se cruzó de brazos.
Chucho levantó las manos en señal de rendición.
—Va, me rindo. Oye… ¿te gustó la peli de la otra noche?
—Si me hubieras dejado verla, chance.
—He dicho que me rindo —repitió Chucho, con esa sonrisita confiada que a Mariana a veces le daba risa y otras le caía gorda—. Bueno, supongo que te tendré que mandar el VHS a tu casa. Así lo ves con calma, solita, sin que nadie te interrumpa.
—¿Y ahora qué invento traes? —preguntó ella, arqueando una ceja.
—Dicen que todo mejora si le pones un poco de crema batida… —contestó él con picardía.
Mariana le tiró un manazo al hombro, entre risa y molestia.
—¡Qué naco eres, güey!
Chucho le atrapó la mano antes de que lo alcanzara de lleno.
—¡Ya, ya! Era broma, tranquila. ¿Paz? —dijo levantando las palmas como si lo estuviera asaltando la tira en Insurgentes.
Sus caras quedaron cerca. Muy cerca. Ella lo miró directo a los ojos; tenían ese brillo que recordaba a las luces de neón que parpadeaban en los microbuses tuneados que pasaban por la avenida. Era atractivo, maldita sea. Y sonreía como si supiera exactamente el efecto que causaba.
—Paz —cedió al final, con una risita resignada.
Chucho aprovechó y le robó un beso suave, apenas rozando sus labios. Pero cuando quiso profundizar, Mariana se apartó con un movimiento rápido. Prefirió mirar hacia afuera, hacia el cielo despejado de aquella noche chilangamente caótica.
—Mira qué luna… está cañona. —señaló con la barbilla.
Él levantó los ojos, suspirando.
—Sí… bonita.
Pero en realidad no estaba viendo la luna. La estaba viendo a ella.
Mariana, distraída, clavó la mirada en la ciudad extendiéndose frente a ellos. Desde la terraza podía distinguir las azoteas llenas de tendederos, los tinacos azules, algún perro ladrando en la colonia vecina, y a lo lejos el zumbido constante de la ciudad que nunca callaba. Sonaban cláxones en la avenida, seguramente algún vocho adelantando como loco a un micro que iba hasta la madre.
Si tuviera vista de halcón, alcanzaría a distinguir al grupito de chavos que iban en caravana, riéndose como desquiciados, colgados de la ventana de un Chevy con calcomanías de Molotov y Caifanes pegadas en el medallón. Incluso tal vez reconocería a ese tipo en moto, el mismo que días atrás se emparejó con ella en el semáforo de División del Norte. El que se le había quedado mirando demasiado tiempo antes de arrancar en verde. Y que, justo en ese momento, estaba tomando rumbo directo hacia aquella casa.
Chucho la envolvió con un abrazo, acariciándole el cabello.
—Esta noche estás preciosa.
—¿Sólo esta noche? —replicó, con una sonrisa ladeada.
—Siempre —respondió él, seguro de sí mismo.
—Así me gusta más… —contestó, dejándose besar, aunque con ese dejo de duda que nunca terminaba de irse.