Anastasia Volkova, una joven de 24 años de una distinguida familia de la alta sociedad rusa vive en un mundo de lujos y privilegios. Su vida da un giro inesperado cuando la mala gestión empresarial de su padre lleva a la familia a tener grandes pérdidas. Desesperado y sin escrúpulos, su padre hace un trato con Nikolái Ivanov, el implacable jefe de la mafia de Moscú, entregando a su hija como garantía para saldar sus deudas.
Nikolái Ivanov es un hombre serio, frío y orgulloso, cuya vida gira en torno al poder y el control. Su hermano menor, Dmitri Ivanov, es su contraparte: detallista, relajado y más accesible. Juntos, gobiernan el submundo criminal de la ciudad con mano de hierro. Atrapada en este oscuro mundo, Anastasia se enfrenta a una realidad que nunca había imaginado.
A medida que se adapta a su nueva vida en la mansión de los Ivanov, Anastasia debe navegar entre la crueldad de Nikolái y la inesperada bondad de Dmitri.
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Capítulo 18: La debilidad disfrazada de poder
El lugar era discreto, casi invisible desde fuera. Una cafetería vieja, sin cartel, incrustada entre dos talleres mecánicos al norte de la ciudad. No estaba en ninguna app de reseñas ni tenía redes sociales.
Galina estaba sentada en una mesa contra la pared del fondo. Llevaba más de diez minutos ahí, pero no parecía impaciente.
El hombre llegó sin ser notado. Ni muy puntual ni demasiado tarde. Vestía ropa común, expresión neutra, y tenía esos gestos mínimos que delataban a alguien que había pasado demasiados años observando más de lo que hablaba.
No se saludaron. Él se sentó a su lado, de perfil, con el respaldo apenas inclinado.
—La encontré —dijo, sin preámbulo.
No esperó respuesta. Sacó un sobre de la chaqueta y lo deslizó sobre la mesa.
—Está en una de sus propiedades —dijo—. Bajo protección. Pero no del tipo que usted imagina.
Galina abrió el sobre. No había fotos. Solo una dirección. Reconoció la zona de inmediato. Sabía lo que había ahí. Todos en Moscú lo sabían.
—¿La mansión Ivanov?
—Sí. Pero no está ahí como rehén… tampoco como invitada.
Galina lo miró sin pestañear.
—Explíquese.
—Cuando alguien entra a ese círculo, ya no le pertenece a nadie más. Ni a su familia. Ni a sí misma.
Guardó silencio. Luego agregó, sin dramatismo:
—Eso no es una casa. Es territorio. Usted no va a tocar la puerta. Usted va a cruzar una línea.
Galina apretó la mandíbula.
—No me importa.
El hombre se inclinó hacia adelante.
—Entonces entienda lo que va a hacer. Su sobrina ya no podrá salir de ese lugar. Así que le aconsejo que tenga cuidado.
Ella guardó la dirección. Se levantó sin pedir permiso. Y antes de salir, lo miró una última vez.
—Gracias por el favor. Pero usted no sabe lo que haría una tía cuando le tocan lo único que le queda de su hermana.
El hombre no la siguió con la mirada. Solo murmuró, cuando la puerta ya se cerraba:
—Tampoco sabes en dónde te estás metiendo.
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Galina conducía con las manos tensas sobre el volante. No conocía el camino, pero lo había memorizado. Desde que salió del distrito industrial, no había visto una sola patrulla ni señal de tránsito.
La ciudad quedó atrás poco a poco, y con ella, cualquier sensación de seguridad.
La zona residencial en la que se encontraba la mansión Ivanov no parecía parte de Moscú. No tenía letreros, ni porteros visibles, ni indicaciones sobre qué casas estaban ocupadas. A cada lado del camino, faroles discretos, árboles perfectamente alineados, y la sensación constante de que alguien la estaba observando desde que dobló la última esquina.
Redujo la velocidad cuando vio la estructura al fondo.
Un portón metálico, negro, sin nombre. Cerrado. Alto. Con una cámara incrustada en un poste sin identificación.
Frenó. La cámara se activó.
—Nombre —dijo una voz masculina, sin tono.
—Galina Orlova —respondió—. Vengo a ver a Anastasia Volkova.
Silencio. Solo el sonido del motor encendido y el tic-tic intermitente de su pulsera contra el volante.
El portón se abrió con lentitud. No del todo. Solo lo justo para que pasara el auto.
Galina tragó saliva y avanzó. Detuvo el auto frente a la entrada principal. Un hombre ya la esperaba. Vestía oscuro. Auricular en el oído.
—Sígame.
Ella descendió del vehículo. No preguntó. No intentó mirar alrededor. Se limitó a seguir el paso exacto que le marcaban. Al entrar la dejaron sola. Estaba sentada en uno de los sillones de la sala principal. El espacio era amplio, elegante en su sobriedad. Las ventanas altas dejaban entrar luz fría, filtrada por cortinas de lino gris.
El eco de unos pasos descendiendo por la escalera principal rompió momentáneamente el ambiente. Eran pasos firmes. Sin prisa. Sin duda.
Ella levantó la vista justo cuando Nikolái apareció desde el segundo piso. Su camisa negra, remangada hasta los codos, contrastaba con la calma de su expresión. No dijo nada. Solo la observó al bajar los últimos escalones y luego se acomodó en el sofá frente a ella.
En ese mismo momento, se escucharon pasos más suaves entrando desde el ala lateral.
Anastasia acababa de salir del área de las mascotas. Llevaba el cabello recogido de forma informal y una chaqueta clara sobre su ropa de trabajo. Aún no se había cambiado. Llevaba los guantes doblados en la mano. Su atención estaba centrada en ajustar algo de la manga… hasta que levantó la vista.
Y se congeló.
Su cuerpo se detuvo en seco al ver a la mujer sentada frente a ella.
—¿Tía…?
Su voz salió quebrada, incrédula, como si su mente necesitara un segundo para aceptar lo que veían sus ojos.
Galina se puso de pie de inmediato.
—Anastasia…
La reacción fue instantánea.
Anastasia cruzó la sala sin pensarlo. La abrazó. No preguntó por qué estaba ahí, no pidió explicación. Solo la sostuvo fuerte, con los ojos cerrados y la garganta tensa.
Él se sentó sin apuro. Apoyó un brazo sobre el respaldo del sillón, cruzó una pierna sobre la otra, y dejó caer el peso de su mirada en la escena como quien supervisa una conversación que aún no ha empezado.
—Estás aquí —susurró—. No lo creo…
—Sí, mi amor. Estoy aquí —murmuró Galina, acariciándole el cabello con una mezcla de alivio, pena y algo más que no supo describir.
Anastasia se separó un poco, con los ojos todavía brillantes.
—¿Cómo supiste…? ¿Quién te dijo dónde estaba?
Galina no respondió de inmediato. No con palabras.
—Eso no importa ahora —dijo, con la voz quebrada, mirándola con detalle—. Solo necesitaba verte. Saber que estás viva. Que estás bien.
Anastasia se levantó en silencio.
—Voy a pedir que te preparen un té, tía… algo caliente te va a venir bien —dijo, casi en automático, como si supiera que el ambiente entre ellos estaba por volverse más espeso.
Galina asintió con una leve sonrisa forzada, aún sin soltar por completo la tensión en la mandíbula.
La sala quedó en completo silencio.
Nikolái no se movió. Ni un centímetro. Solo giró lentamente la cabeza hacia Galina, y esa maldita sonrisa irónica apareció. No era amplia. Ni burlona. Era una línea apenas curvada, pero con un significado claro: “¿Qué haces aquí, si ya todo esto lo sabías?”
—No deberías haberte molestado en venir —dijo él al fin, con una voz tan pausada que parecía cortesía. Pero no lo era.
sostuvo la mirada, aunque su estómago ya sabía que estaba sentada frente a un hombre que no necesitaba levantar la voz para dejar a alguien sin aire.
—Tú no eres familia. No tienes ningún derecho sobre ella —soltó.
—¿No te lo dijo tu querido cuñado? —respondió, sin borrar la sonrisa.
Galina frunció el ceño.
—¿Mikhail?
Nikolái ladeó ligeramente la cabeza con una sonrisa en los labios. Apoyó el brazo sobre el reposabrazos del sillón y la miró como quien observa a alguien que no ha entendido absolutamente nada.
—¿No lo sabías? —preguntó él, como si realmente le sorprendiera—. Desde que tu querido cuñado me pidió dinero… ella dejó de ser una Volkova.
Ella apretó los labios.
—Mikhail no… no me habló de nada.
Nikolái apoyó el codo en el apoyabrazos, girando el cuerpo ligeramente hacia ella, sin romper la distancia, pero tampoco ocultando el tono con el que marcaba cada palabra.
—Claro que no. Porque para él, tu sobrina era un recurso. Un favor de intercambio. Me pidió dinero. Yo se lo di. Y cuando llegó el momento… me la entregó.
El golpe fue directo. Pero Nikolái ni siquiera cambió el tono.
—Ahora ella me pertenece —añadió con esa misma calma—.Porque aquí, no se devuelve lo que se entrega voluntariamente.
Galina se incorporó un poco en el sillón, sin intención de irse, pero con los ojos firmes.
—¿La tienes como una cosa? ¿Como propiedad?
Él sonrió, por segunda vez. Se recostó levemente.
—Deberías agradecer que esté aquí —murmuró—.
Si hubiese caído en manos de cualquier otro… ya no tendrías sobrina.
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Al cabo de unos minutos
Aunque a Galina le habría gustado quedarse más tiempo con su sobrina, no tuvo opción. La visita terminó en seco. La puerta de la mansión se cerró con un golpe mudo y contundente.
Ella se había ido porque Nikolái la sacó. Supo que no tenía espacio ahí. Y él no se lo pensaba dar.
Anastasia apareció segundos después, con una bandeja entre las manos. Una taza de té humeante que ya no servía para nadie.
Lo primero que vio fue la sala vacía.
—¿Dónde está?
—Se fue —respondió Nikolái, sin girarse.
Ella se detuvo en seco.
—¿La echaste?
Nikolái giró. No se molestó en disimular el tono.
—La invité a irse. Y entendió rápido.
—Era mi tía —replicó ella, firme.
Él se acercó. suavemente.
—¿Y eso qué cambia?
—Cambia que la necesitaba —dijo—. Aunque sea cinco minutos más.
Nikolái se detuvo frente a ella. Ni un centímetro de distancia sobraba.
La bandeja quedó entre ambos, como una barrera débil. Como si eso pudiera contener algo.
Él la miró sin suavidad.
—Yo también necesito cosas —dijo, y con un movimiento seco, le quitó la bandeja de las manos.
La dejó caer sobre la mesa, sin importar el ruido, sin mirar si se volcó el té.
—¿Y sabés qué hago cuando quiero algo?
No esperó respuesta.
Le agarró la muñeca y la arrastró un paso. Un solo paso. Pero suficiente para que la espalda de Anastasia chocara contra el respaldo del sillón más cercano.
Lo miró. No bajó la vista. Pero el aire entre ellos era otro.
—No soy un objeto —dijo ella.
—No, eres mía —respondió él, con voz baja.
Una mano fue directo a su cintura. La otra al apoyabrazos del sillón, encerrándola sin tocarla más de lo necesario.
La tenía acorralada.
Ni siquiera la estaba tocando del todo, pero su cuerpo ocupaba cada centímetro de espacio que ella podía necesitar para pensar con claridad.
Anastasia lo miró. La mandíbula apretada. El pecho subiendo y bajando con fuerza contenida.
Nikolái bajó la mirada a su boca por un segundo. Volvió a sus ojos. Y habló sin levantar la voz:
—No me importa quién venga a tocar la puerta. No me importa si es tu tía, tu padre o el puto presidente.—Si están en esta casa, se van cuando yo quiera.
Ella tragó saliva. Pero no se rindió.
—¿Y yo? ¿Cuándo me dejaras ir?
Nikolái sonrió. Pero no fue una sonrisa. Fue esa mueca leve que anuncia algo peor.
Le subió la mano por la cintura, lenta, firme. Le marcó el contorno por encima de la ropa. Cuando llegó a la curva de su cadera, la apretó con los dedos.
—¿Quieres irte?
—Para que preguntas si ya lo sabés.
La respuesta no le molestó. Le gustó. Pero no lo iba a mostrar.
Se inclinó apenas. Su mano subió por la espalda de ella, recorriendo la línea entre los omóplatos hasta llegar a la nuca. Ahí la sostuvo. No fuerte. Solo firme.
—Puedes odiarme todo lo que quieras.—dijo Él—Pero mientras estés bajo este techo… tus decisiones no pesan más que las mías.
Ella le sostuvo la mirada desde el sillón.
—No te tengo miedo —soltó, sin bajar el tono ni un centímetro.
Nikolái no reaccionó enseguida.
La miró. Solo eso.
Después se le acercó al oído. Respirando tan cerca y dijo, bajito:
—Me da igual si me tienes miedo o no —murmuró, con esa voz baja y cruelmente tranquila—. Mientras recuerdes quién tiene la última palabra… puedes seguir jugando a sentirte libre.
Antes de moverse, le ajustó la blusa con dos dedos, lento, como si borrara cualquier rastro de lo que acababa de pasar.
Pero justo antes de darse la vuelta, se detuvo un segundo y añadió, sin mirarla:
—Tú ya sabes cómo funcionan las cosas aquí. No necesitas que te las repitan.
Y sin más, se dio media vuelta y se fue.