DESNUDA EN TU PIEL

Estaba tan sumida en sus pensamientos que no noto los pasos hasta que una voz, desenfadada y con un deje de burla, resonó desde el umbral del comedor.

—¿ Y así recibes a tu hermanito, Salvatore? Ni una copa de vino, ni un abrazo. Qué frío todo eh.

La cabeza de Aurora giro de inmediato hacia la entrada. Un hombre de cabello castaño oscuro, ojos verdes y traviesos y una sonrisa encantadora, se apoyaba con descaro en el marco de la puerta. Llevaba un traje algo desabrochado, como si la formalidad le pareciera un chiste mal contado. Aurora parpadeó, confundida, mientras el recién llegado se acercaba con paso ligero y elegante, como si ese fuera su escenario natural y no el comedor ajeno.

Salvatore, en cambio, se tensó como un resorte al verlo. Sus ojos se entrecerraron y su mandíbula se marcó visiblemente.

—¿Qué haces aquí, Michael? —espetó, sin siquiera simular cortesía—No te he invitado.

Él aludido soltó una risa leve, sin alterarse, y tomó despreocupadamente un pedazo de la fruta del centro de la mesa. para luego llevarlo a su boca con teatral lentitud antes de responder.

—Oh, tan cariñoso como siempre. Respondiendo a tu pregunta, vine porque papá me envió... no estoy aquí por gusto, que quede claro—dijo, haciendo girar la fruta entre sus dedos antes de darle un mordisco—Ya sabes, negocios, familia, esas cosas de las que nunca escapas del todo...

En ese momento, sus ojos se desviaron hacia Aurora. Ella no lo había dejado de mirar desde que había entrado. Al notar su presencia, Michael ladeó la cabeza como si acabara de encontrar un tesoro no previsto.

—¿Y esta belleza? ¿Es tu esposa? Vaya, vaya... ¿Qué no piensas presentarnos? — dijo, y Salvatore lo miró sin pronunciar palabra—Bueno, entonces lo haré yo —añadió con una sonrisa desbordante que no le llegaba a los ojos. Extendió su mano hacia Aurora con una cortesía exagerada—Michael —dijo —Es un placer conocerla mi lady... no todos los días se puede apreciar una belleza como tú.

Aurora, aún dudosa, aceptó su mano y apenas inclinó la cabeza en respuesta. Pero Michael, sin perder tiempo, se la llevó a los labios y depósito un beso suave y calculado.

—Aurora... el gusto es mío... supongo—respondió ella.

—Aurora... precioso nombre —murmuró con voz sedosa —Pero no seas tan modesta. Después de todo, ahora somos familia, ¿no?

Fue entonces cuando Salvatore habló, dejando que su voz saliera helada tan afilada como una hoja.

— Michael, si sostienes un segundo más la mano de mi esposa, me veré obligado a cortartela. Así que cuida bien dónde pones tus manos.

Ante esto Michael soltó la mano de Aurora con una sonrisa divertida, levantando ambas manos como si se rindiera. — Tantos celos, hermano. No me digas que el matrimonio te ha vuelto territorial. Qué poca caballerosidad la tuya. Si sigues así... mi cuñada no tardará en hartarse de ti.

Aurora no entendía nada. Así que no habló, solo miró a Salvatore que mantenía la compostura con un esfuerzo visible. El músculo que la tía en su mandíbula lo delataba, después de unos segundos él se giró hacia ella.

—Enseguida vuelvo —dijo con un tono contenido, y luego clavó su mirada en su hermano—Tú, ven. conmigo.

Michael tomó otro pedazo de fruta antes de levantarse y dirigirse a ella con una última sonrisa encantadora.

—Un placer, Aurora. Espero que podamos hablar con más calma… sin tanto hielo en la habitación.

Y tras eso, salió tras su hermano, dejándola a solas con una sensación extraña que no sabía si era incomodidad…

O curiosidad.

Salvatore caminaba con determinación por el pasillo principal, su figura destacaba con la luz que entraba por las ventanas. El leve crujido del suelo bajo sus zapatos era el único sonido que acompañaba su malestar. Michael lo seguía sin preocupaciones, con las manos en los bolsillos y una sonrisa divertida, como si estuviera en un teatro disfrutando de la tención del momento. Subieron las escaleras y, al llegar al final del pasillo, Salvatore empujó las puertas de su despacho con firmeza. Entró sin mirar atrás y se dirigió directamente al escritorio, sin invitar a Michael a pasar. Dejó la puerta un poco abierta, como si no necesitara privacidad con alguien a quien no le importaba.

Michael, por su parte, entró detrás de él como si estuviera en su propia casa. Cerró la puerta despacio, como si quisiera llamar la atención también con ese gesto. Salvatore se sentó detrás del escritorio y abrió una carpeta sin pensar demasiado. Michael se acercó sin preocupaciones y tomó asiento frente a él, dejándose caer con un estilo pretencioso. Sin pedir permiso, levantó una pierna y la apoyo en una esquina del escritorio.

Salvatore lo observó con desagrado, en realidad nunca habían tenido una buena relación. No era odio, sino una incomodidad constante... había una antipatía silenciosa entre ellos desde que eran niños y, no era de extrañar considerando el linaje que compartían.

Los hermanos romanos eran cuatro: Marco, el hermano mayor, que había nacido fuera del matrimonio de su padre Franco Romano con su primera pareja. Aunque era el mayor de los cuatro y tenía experiencia, su posición era incierta, como una sombra de lo que pudo ser. Después estaba Antonio, el segundo, que era muy intenso y cambiante, difícil de definir y tan peligroso como un fuego descontrolado. Por otro lado estaba Michael, hijo de una actriz con la cual Franco tuvo una relación cuando fue a un viaje determinado negocios a Cannes. Era encantador, un poco travieso y provocador. Tenía esa sonrisa de quién sabe que no será rey, pero disfruta estar cerca del poder.

Y por último, Salvatore.

El único hijo legítimo.

Salvatore era el hijo de un matrimonio arreglado, pero oficial y reconocido. Su madre, una mujer de buena familia y con un apellido respetable, se cansó con Franco Romano para fortalecer las alianzas de su familia. Salvatore era el hijo heredero, que había crecido al lado de su parte siguiéndolo de cerca, viendo cada decisión, cada lucha por el poder y cada traición.

Tenía cuatro hermanos, cada uno con diferentes madres, pero todos compartían el mismo apellido.

Y detrás de todos ellos, esta su padre, Franco Romano. Un hombre que hacía de conquistar a otros con su talento y, de su buena fama su legado. Era muy carismático más tenido que admirado en el poder, pero también querido con devoción —y aveces con rencor —por muchas mujeres que se dejaron llevar por su encanto. Franco era como el fuego, y un buen vino, siempre sonriendo. Sabía hablar bien y tenía habilidad de hacer que los problemas se desvanecieran con un simple apretón de manos. Sin embargo, tenía el defecto de tener hijos como si estuviera plantando rosas en los jardines de otros. Michael había heredado esa forma de ser despreocupado, y encantador, con los mismos gestos que hacían reír a las mujeres y molestar a los hombres.

Salvatore, en cambio, heredó el silencio, la estrategia y, la mirada fría de alguien que sabe que lo que ama puede volverse en su contra. Lo miro sin decir nada, mientras Michael jugaba distraidamente con un pisapapeles entre los dedos.

—Habla ahora, Michael. No dispongo de mucho tiempo para dedicártelo.

—Dios, Salvatore, deberías tomarte un descanso. Estás muy tenso, como si estuvieras a punto de estallar. A las mujeres no les gustan los hombres tan... amargados eh.

—¿Hablaras o no?

—Está bien, está bien—dijo Michael, suspirando mientras se acomodada—¿Por qué siempre eres tan brusco? Es como hablar con una piedra con traje italiano.