En Blanco

La tarde había caído con una lentitud casi insoportable sobre Wharekura.

El aire estaba tan quieto que Aiden podía escuchar el crujir de la madera vieja en cada rincón de la casa.

Thomas había salido temprano y, por una extraña coincidencia, no volvería hasta entrada la noche. Aiden aprovechó ese silencio como si fuera un lujo poco común.

Estaba en la sala, observando un librero cubierto de polvo, uno que parecía no haber sido tocado en años.

La luz que entraba por la ventana se filtraba en líneas doradas sobre los lomos descoloridos. No recordaba haber leído ninguno de esos libros, pero algo en ellos le llamaba, como si escondieran un trozo de algo que no debía encontrar.

Pasó los dedos por los lomos hasta que uno, un volumen de tapas de cuero oscuro, se quedó pegado a su mano.

El cuero estaba cuarteado, blando en las esquinas. Lo abrió con cuidado.

Entre las páginas amarillentas había algo doblado: un sobre sin sello, cerrado de manera tan rudimentaria que se deshizo al sacarlo.

Dentro había una hoja, escrita a mano, la tinta ligeramente corrida en algunos bordes, como si hubiera absorbido humedad con los años. Aiden se sentó en el suelo, apoyando la espalda contra el librero, y comenzó a leer.

"Aiden,

No sé cuánto tiempo pasará hasta que vuelvas a leerme, pero quiero que sepas que estoy bien. Espero que tú también lo estés. No olvides comer como es debido, sé que a veces te pierdes en lo que haces y dejas que las horas se escapen.

El puerto estaba vacío hoy. No pude evitar recordar aquella tarde en la que creí que te perderías entre la multitud. No me preguntes por qué sigo riéndome al pensarlo. Tal vez porque fue el primer día en que entendí que no podría apartar la vista de ti, aunque lo intentara.

Sé que las cosas no son fáciles ahí. Me preocupa lo que callas.

Cuídate, aunque sea solo por mí.

—L. V."

Aiden pasó los ojos sobre las líneas varias veces, tratando de encontrar alguna grieta en su propia mente que le devolviera un recuerdo.

El puerto.

La multitud. El miedo de perderse. Nada acudía.

Y sin embargo, la carta tenía un peso extraño, como si las palabras hubieran sido escritas para él en un idioma que ya no sabía leer, pero que alguna parte de su cuerpo sí recordaba.

Se llevó la carta al pecho, respiró hondo, y luego la guardó de nuevo en el sobre.

No sabía por qué, pero sintió que debía esconderla.

La colocó dentro de un cuaderno vacío en su habitación, detrás de la ropa, como si fuera un secreto que aún no sabía si debía proteger o enterrar.

Mientras tanto, en Auckland, Leo revisaba por tercera vez un expediente médico bajo la luz blanca y fría de su consultorio.

La oficina estaba casi vacía; solo se escuchaba el zumbido del aire acondicionado y el golpeteo suave de la lluvia contra los ventanales.

Sus manos estaban tensas sobre el papel cuando sonó el teléfono.

—¿Leo ...? —dijo una voz masculina, algo ronca.

—Sí, soy yo.

—No sé si me recuerdas, soy Mark Tenorio… trabajamos juntos en el hospital central hace años.

Leo dejó el expediente sobre el escritorio, sintiendo cómo la tensión en su cuello se aflojaba un poco.

—Claro que te recuerdo, Mark. ¿A qué debo la llamada?

Hubo un silencio breve al otro lado de la línea, seguido de un suspiro.

—Escuché lo que pasó con tu paciente. Y… creo que puedo ayudarte.

Tengo acceso a un informe que podría demostrar que el tratamiento que aplicaste no fue la causa de la muerte.

Leo se quedó inmóvil unos segundos.

La noticia lo golpeó como una corriente eléctrica.

—¿Estás seguro? —preguntó, con un hilo de voz.

—Sí. Pero no será fácil conseguirlo oficialmente. Tendrías que venir aquí en persona, y pronto.

Leo cerró los ojos, dejando que la idea tomara forma.

Podría resolver esto en menos tiempo, podría… volver a Wharekura antes de que Aiden se desvaneciera por completo de cualquier pista.

—Gracias, Mark. Esto podría cambiarlo todo —dijo, antes de colgar.

...

En la isla, el día de Aiden se fue consumiendo con la misma lentitud con la que había comenzado.

Salió al porche con la carta aún latiendo en el bolsillo, como si tuviera calor propio.

Observó el horizonte, el mar distante, y por un instante se preguntó si el puerto del que hablaba la carta era ese mismo.

Las gaviotas pasaron en grupos dispersos, sus gritos agudos rompiendo el silencio.

Aiden cerró los ojos. El olor a sal era familiar… demasiado familiar.

La puerta se abrió detrás de él.

—¿Qué haces ahí? —preguntó Thomas, su voz seca.

Aiden giró apenas la cabeza.

—Solo… mirando el mar.

Thomas lo observó un momento antes de cerrar la puerta con brusquedad.

—No pierdas el tiempo. Hay cosas que hacer.

Aiden volvió a mirar el horizonte, pero ya no con la misma calma.

La carta en su bolsillo pesaba más que cualquier encargo.

En Auckland, Leo seguía en su escritorio, mirando un mapa de ferry y vuelos.

La lluvia había arreciado, y la ciudad parecía lejana e inhóspita a través del vidrio.

Sabía que cada día que pasaba sin buscar a Aiden directamente era una grieta más que se abría entre ellos.

Pero ahora había una posibilidad.

Si conseguía ese informe, si limpiaba su nombre, nada lo detendría para volver.

No importaba cuántas preguntas sin respuesta encontrara en la isla, tenía que estar allí.

Se inclinó hacia atrás, respiró hondo y dejó que una sola imagen se dibujara en su mente:

-Aiden, de pie junto al mar, con el viento moviéndole el cabello. Una imagen que no sabía si era un recuerdo o un deseo-