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Yo Te Elegí.

Yo Te Elegí.

Status: En proceso
Genre:Amor a primera vista
Popularitas:3.6k
Nilai: 5
nombre de autor: Mel G.

Romina, una chica que no conoce el significado de amistad y familia, empieza a conocerlo a través de algunas personas que llegan a su vida. Pero cuando todo realmente cambia, es cuando conoce a Víctor, al hermano de la chica que comienza a ser su amiga, pero lo conoce, en un secuestrado, dirigido por el.

NovelToon tiene autorización de Mel G. para publicar esa obra, el contenido del mismo representa el punto de vista del autor, y no el de NovelToon.

NO LA DEJARE SOLA.

...Victor:...

—¿Víctor, vas a quedarte ahí… o vas a subir conmigo?

El mundo pareció silenciarse.

Solo escuché su voz. Ni los flashes, ni los murmullos, ni el zumbido del sonido reventando los parlantes. Solo ella. De pie, con el micrófono en mano, la espalda erguida como si fuera la reina de la maldita guerra.

Y me estaba llamando a subir.

A mí.

Mis pies no se movieron. Al menos no de inmediato. ¿Qué carajo acababa de hacer?

La acababan de comprometer, sin su consentimiento, en plena inauguración. Y su respuesta había sido clavarle una cachetada al tipo frente a todos los presentes. Aplaudí en mi mente. Pero esto… esto era otra cosa.

—“Me casaré con el hombre que amo” —había dicho.

Y luego, me nombró a mí.

Maldición, Romina.

Sentí una oleada de calor subiendo por mi cuello. Cada músculo de mi cuerpo se tensó. Podía sentir las miradas sobre mí. La prensa comenzaba a buscarme entre el público como sabuesos hambrientos.

—¿Víctor, vas a quedarte ahí… o vas a subir conmigo?

La repetición me perforó los oídos. Y sin pensarlo más, di un paso.

Uno.

Después otro.

Y entonces me encontré caminando entre un mar de gente que ahora se apartaba, como si yo llevara una bomba pegada al pecho. Tal vez sí. Porque ella lo era.

Cada paso que daba me ardía en la garganta.

Cuando llegué al escenario, la vi de frente. Los ojos verdes más tercos que había conocido. No me decía nada, pero tampoco necesitaba hacerlo. Ya había hablado suficiente con esa maldita mirada de desafío.

Nos miramos.

Yo asentí.

Tomé su mano.

Y me condené sin dudar.

Escuché los gritos, los flashes, las preguntas. Pero todo me pasaba por encima. Lo único que sentía era la piel de ella entre mis dedos.

Caliente.

Firme.

Y temblando.

Sí. Temblaba.

No lo mostró. No al resto. Pero yo lo noté. Y supe, entonces, que lo había hecho por impulso. Por orgullo. Por rabia. Por mí.

Pero también por ella.

Y sin embargo, no solté su mano.

Porque no pensaba bajarme de ese escenario.

Si esto iba a explotar, entonces arderíamos juntos.

...****************...

Cerré la puerta detrás de nosotros con más fuerza de la que debía.

Ni siquiera sabía cómo habíamos llegado hasta esa oficina. Solo recuerdo las cámaras persiguiéndonos, la seguridad abriéndonos paso, los gritos de los medios detrás, y su mano apretando la mía hasta que llegamos al piso alto, donde nadie pudiera seguirnos.

Ella caminó al ventanal sin decir nada.

La espalda recta. El vestido ajustado. El cabello cayéndole en ondas por los hombros.

Seguía temblando.

—¿Estás loca? —solté, al fin. Mi voz salió más baja de lo que esperaba. Como si el estómago aún no me regresara a su sitio.

Ella no respondió. Ni me miró.

—¿Tienes idea de lo que hiciste, Romina?

—Sí. —Su voz fue suave. Sin vacilar.

Me acerqué. Pero dejé un metro de distancia entre nosotros. Ese metro que aún no sabía si quería acortar o incendiar.

—Me metiste al centro del puto huracán —le dije con los dientes apretados—. Me arrastraste contigo. Me señalaste delante de todos como si esto fuera real.

—¿Y no lo es?

Me congelé.

Ella se giró lentamente. Me enfrentó. Y en sus ojos, el verde temblaba como un lago antes de una tormenta.

—¿O no sientes lo que yo siento, Víctor?

Las palabras me atravesaron. Me golpearon con más fuerza que cualquier puño.

No respondí.

No podía.

Porque sí. Lo sentía.

Pero también sentía la rabia de no haberlo planeado, de no tener el control, de que todo me estuviera ardiendo por dentro como una pólvora encendida.

—No me ibas a dejar que lo hicieran —agregó. Dio un paso hacia mí. Después otro—. Tú no ibas a permitir que me obligaran a casarme con ese tipo. Lo sé. Estoy aprendiendo a conocerte.

—Romina… —murmuré. Ya estaba a solo centímetros.

—Y si íbamos a armar un escándalo… al menos lo iba a hacer con quien de verdad me tiembla la piel.

Entonces me tomó por la camisa y me empujó contra el escritorio. No con fuerza. Pero lo suficiente para descolocarme. Para acelerar la sangre.

Sus labios estaban a unos milímetros de los míos. Sentí su aliento, su respiración alterada, su desesperación contenida. Lo que provocaba en mí era indescriptible.

Y sin embargo…

No me moví.

Porque el siguiente movimiento era de ella.

Romina me miró como si buscara algo en mí que confirmara que no estaba sola en esa locura.

Y no lo estaba.

—Si vas a besarme —le susurré—, hazlo. O lárgate. Porque si lo haces… no voy a parar.

La tensión se estiró como una cuerda al borde de romperse.

Y entonces…

Me besó.

Sin dudarlo. Con fuerza. Con hambre.

Con todo lo que venía conteniéndose desde que me tocó por primera vez.

Su boca sobre la mía fue un latido brutal, un incendio que no necesitó permiso. Respondí con igual intensidad, tomándola por la cintura y pegándola a mí, devorándola con una desesperación que no me reconocía. La levanté y la senté sobre el borde del escritorio, y sus piernas se cerraron alrededor de mis caderas.

Iba a perder el control. Lo sabía. Estábamos en llamas.

Y entonces…

—¿Señorita Romina, Señor Lujan? —la voz llegó desde fuera, sin abrir la puerta. Tocaron dos veces—. Los buscan abajo, hay más prensa afuera.

Me separé apenas. Respirando como si hubiera corrido un maratón. Romina tenía las mejillas rojas, los labios hinchados. Y yo… quería romperle la cara al imbécil que había interrumpido.

—Ya vamos. —gruñí, sin apartar la vista de ella.

Ella bajó la mirada, luego se soltó despacio de mí y se apartó. Caminó hacia el sillón del rincón como si todo su cuerpo estuviera tratando de comprender qué acababa de hacer.

—Esto fue una locura —dijo. Por fin.

—Sí —contesté.

Pero mientras la miraba, ahí, tan viva, tan jodidamente bella en medio del desastre… supe que ya no había marcha atrás.

Y aunque aún no lo sabía… yo tampoco iba a permitir que se casara con nadie más.

...****************...

El ascensor descendía demasiado lento.

Romina iba a mi lado. En silencio. Pero podía sentir la electricidad que aún nos recorría como un eco, como si el calor de sus labios todavía me ardiera en la piel.

No había dicho una palabra desde que bajamos.

Yo tampoco.

Pero mi mente era un maldito caos. La estaba tocando con las yemas de los dedos y al mismo tiempo se me escapaba de las manos.

Las puertas se abrieron. Y ahí estaban.

Cámaras. Flashes. Voces. Murmullos.

Un enjambre de periodistas bloqueando el vestíbulo. Empleados que no sabían si sonreír o esconderse. Y los rostros tensos de sus padres, aún en el centro de la atención, con Alonzo a su lado apretando la mandíbula como si se hubiera tragado un clavo.

—Ahí están —soltó uno de los reporteros—. ¡Señor Lujan! ¿Puede confirmar lo que dijo la señorita Corjan? ¿Se casarán este fin de semana?

—¿Desde cuándo están comprometidos?

—¿Romina mintió o fue una declaración real?

Las preguntas caían como metralla.

Yo solo di un paso al frente. Me coloqué entre ella y las cámaras.

—No hay declaraciones por el momento —dije con voz firme.

—¿Entonces no es cierto?

Miré a Romina. Ella me sostuvo la mirada… y, sin decir nada, me rodeó el brazo con los dedos. Como si eso fuera suficiente.

Y lo fue.

—Es cierto —respondí.

Los flashes estallaron como una tormenta eléctrica.

Romina apretó un poco más mi brazo. No sabía si era por apoyo, por miedo… o por reafirmar lo que acabábamos de sellar arriba, con un beso que aún no podía sacarme del cuerpo.

—¿Y los preparativos? —preguntó alguien más.

—Será una ceremonia privada —agregó Romina, y su voz sonó como una bala recubierta de terciopelo—. Sin prensa. Sin compromisos públicos. Sin declaraciones.

Los murmullos se intensificaron.

Los padres de ella se miraban entre sí, rígidos. La madre parecía petrificada; el padre, al borde de una explosión. Y Alonzo… Alonzo estaba rojo, pero no de vergüenza: de ira.

Avanzó hacia nosotros.

—¿Esto es un chiste? —espetó.

—Aléjate —le advertí, sin levantar la voz. Bastó una mirada para que se detuviera. Solo un paso más, y lo hubiera dejado sin dientes.

—Romina —dijo su madre por fin, como si recién saliera del hechizo—. Esto no es digno. No es lo que habíamos planeado.

—Ustedes hicieron sus planes —replicó ella con una sonrisa helada—. Yo decidí los míos.

Y caminó conmigo hacia la salida. Como si todo el edificio nos quedara pequeño. Como si las miradas resbalaran en su espalda recta, en su cuello tenso, en su boca que todavía sabía a guerra.

Apenas cruzamos las puertas de cristal y la brisa nos golpeó, sentí que podía respirar. Pero no del todo.

Porque ahora estábamos en esto. De verdad.

—¿Estás segura? —le pregunté, sin mirarla.

Ella me sostuvo la mirada. Firme. Fuego en los ojos.

—No —dijo—. Pero prefiero quemarme viva… que volver a dejar que decidan por mí.

Y juro por Dios, que en ese instante, si ya no estaba enamorándome de ella… lo estuve.

...****************...

...Romina:...

Las noticias se esparcieron como fuego sobre pólvora.

En cuestión de minutos, mi rostro estaba en cada medio. En redes. En portales. Los titulares eran una locura:

“Romina Luján rechaza compromiso pactado y anuncia boda sorpresa con Víctor Luján”

“Alonzo Corvalán abofeteado en plena inauguración”

“Escándalo en la élite empresarial: los Luján en la mira”

Los comentarios no tardaron.

—¿Estás viendo esto? —me escribió Emma mi asistente—. El mundo se está incendiando, Romina.

Y sí. Lo estaba.

Las llamadas no paraban. Mi padre. Mi madre. Alonzo. Reporteros. Empresarios. Inversionistas. Todos querían una explicación.

Pero yo… yo no tenía ninguna.

Me senté en la sala del departamento de Víctor con las piernas cruzadas y la cabeza entre las manos. Él estaba en la cocina, preparándonos café como si todo fuera normal.

—¿No vas a decir nada? —pregunté, sin mirarlo.

Él dejó una taza frente a mí.

—¿Qué quieres que diga?

—No lo sé. Algo. Cualquier cosa. Esto… esto es una locura.

—Lo sé —respondió con calma—. Pero ya estamos dentro. Y lo hiciste tú.

Levanté la cabeza, dispuesta a discutir, pero me detuve. Porque aunque su tono fue duro, sus ojos no lo fueron. Había algo más allí. Algo que me ardía sin saber cómo llamarlo.

—¿Estás enojado? —pregunté, casi en un susurro.

—No —dijo, tomando su taza—. Estoy impactado. Pero no enojado.

—¿Entonces qué estás?

Se sentó frente a mí. Su voz fue baja, grave.

—Estoy intentando entender por qué, cuando todo se vino abajo, tú pensaste en mí.

Mis labios se entreabrieron. Pero no supe qué decir.

—Y estoy tratando de no besarte otra vez —agregó, con una sonrisa ladeada.

Tragué saliva.

Justo en ese momento, su teléfono vibró. Él lo miró. Sus cejas se fruncieron.

—¿Qué pasó? —pregunté, tensándome.

—Mi hermana. Dice que los inversionistas de la sede están preocupados. Quieren una reunión. Hoy.

—¿Qué les vamos a decir?

—Lo que tú dijiste en público: que nos casamos este fin de semana.

Lo miré como si acabara de decirme que íbamos a la luna.

—¿Hablas en serio?

—Más de lo que debería.

Silencio. Solo el ruido del reloj en la pared.

—¿Y si no lo hacemos?

Víctor me sostuvo la mirada.

—Entonces nos van a destruir. A ti, por mentirosa. A mí, por cómplice. A la empresa… por escándalo.

Cerré los ojos.

Respiré hondo.

Y supe que no había vuelta atrás.

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