"No todo lo importante se dice en voz alta. Algunas verdades, los sentimientos más incómodos y las decisiones que cambian todo, se esconden justo ahí: entre líneas."
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La loca
La mañana estaba cargada de un calor áspero, ese que se pega al cuello y se acumula entre los dedos como una advertencia. Frente a la casa de los Montgomery, ese mausoleo elegante de ladrillo lavado, ventanas simétricas y jardines sin alma, me sentí fuera de lugar. Como un fantasma con los zapatos equivocados.
Damon estaba a mi lado, rígido, como si la columna se le hubiera convertido en una sola barra de tensión. Llevaba los hombros caídos, la camisa mal abotonada, y el cabello revuelto como si acabara de salir de una tormenta. No era así. Simplemente era él. O mejor dicho, lo que quedaba de él.
Lo miré un segundo. Tenía los ojos bajos, clavados en la grava blanca del camino de entrada. Me dieron ganas de sacudirlo. Y lo hice.
Lo agarré del brazo con brusquedad y le enderecé la camisa mientras le hablaba cerca, sin levantar la voz pero dejándole claro que estaba harto.
—Esto no puede seguir así, carajo,— le dije. —No te voy a tener eternamente metido en mi casa como un perrito herido. Es tu familia, tus padres, tú sangre. Podrías al menos fingir que te importa.—
—Ya le dije que no quiero venir aquí,— masculló, retirándose apenas, sin mirarme.
—Y yo te dije que no me importa lo que quieras. Vas a entrar, vas a saludar a tu madre, a tu padre si aparece, y vas a demostrar que no te convertiste en un mendigo emocional. Mírate, pareces un trapo. Por lo menos actúa como si tuvieras dignidad.—
Empecé a sacudirle los hombros. Le alisé la tela. Le levanté el mentón. Y entonces, como si no pudiera evitarlo, le di un golpe seco en el brazo, no con rabia, sino con fuerza contenida. Una palmada brutal que hizo eco contra su musculatura sin provocar reacción alguna. Ni un gesto. Nada.
—No soy un niño,— dijo entre dientes, apenas conteniendo la vergüenza.
—Entonces deja de comportarte como uno. Mírame cuando te hablo. Y si vas a romperte, que sea frente a alguien que te quiera de verdad. Pero deja de hacerme cargar con tus pedazos.—
Iba a seguir, a escupirle todo lo que tenía atragantado desde días, semanas quizá, pero la puerta se abrió.
La ama de llaves, Martha, se presentó con su sonrisa anciana, amable, cargando un respeto que parecía ensayado de otra época. Llevaba un delantal blanco sobre un vestido color crema. Su voz era cálida y cansada a la vez.
—Joven Damon,— dijo con dulzura. —Me alegra tanto verlo.—
Él apenas respondió, bajando la mirada, murmurando un —hola, Martha—. Ella no pareció ofenderse. Me miró entonces, con esos ojos sabios que siempre parecen haber visto más de lo que deberían.
—Señor Marshall. Buenos días.—
Le sonreí. O fingí hacerlo. Porque Martha me provocaba una ternura inexplicable. Había en ella una humanidad que se sentía fuera de lugar en aquella casa.
—Buenos días, Martha. Es un placer verla.—
—El placer es mío,— dijo, abriendo más la puerta. —La señora Montgomery está en el invernadero, pero seguro querrá recibirlos.—
Estaba a punto de responder que no hacía falta, que solo habíamos venido de paso, que Damon quería—no, que yo quería—que él al menos pusiera un pie aquí. Pero entonces la oímos. Esa voz.
—¿Ya llegaron? ¡Damon, mi vida! ¿Es él? ¿De verdad es él?—
Y un sonido de pasos ligeros, casi teatrales, se acercó desde el fondo de la casa. No es que la odiara. No se trataba de eso. Pero Deborah Montgomery era el tipo de mujer que no sabía estarse quieta. Exuberante. Insoportablemente persistente. Una criatura hecha de perfume caro y frases que siempre bordeaban lo inapropiado.
Me giré sobre los talones justo a tiempo para verla entrar, envuelta en una bata de seda estampada, el cabello rubio artificial recogido en un moño alto, gafas de sol sobre la cabeza aunque no estuviera expuesta al sol. Llevaba un vaso de cristal con algo que olía a jugo de naranja, pero dudo que lo fuera.
—Blake Marshall,— dijo con una sonrisa que no me gustó nada. —Cada vez más atractivo. ¿Qué le está haciendo a su piel? ¿Es colágeno? ¿O es que los años le sientan bien?—
Mantuve la sonrisa congelada. Me limité a hacer una leve inclinación de cabeza.
—Buenos días, Deborah.—
Ella se acercó demasiado. Me tocó el antebrazo. Su perfume era una mezcla empalagosa de jazmín, alcohol y algo más viejo. Una nota de fondo a desesperación contenida.
—Mamá, por favor,— intervino Damon, sin levantar la voz, pero con una tensión tan visible que el aire pareció cambiar de densidad. —Compórtate. Él es mi suegro. Respétalo.—
—¿Y qué crees que estoy haciendo, cielo? Solo estoy siendo amable,— dijo ella, como una niña atrapada haciendo travesuras.
Martha, detrás, bajó la mirada. Como si ya conociera el espectáculo.
Deborah se giró hacia mí de nuevo y dijo con una sonrisa demasiado amplia:
—¿No van a pasar? No se queden como dos postes en la entrada. Esta es su casa también, Blake.—
Yo no quería entrar. Cada célula de mi cuerpo me pedía que me largara de ahí. Pero Damon no se movía. Y algo en su expresión, en ese aguante terco que a veces confundía con sumisión, me hizo sentir que debía acompañarlo. Aunque no fuera por cortesía. Ni por costumbre.
Por compromiso.
Y entramos.
Caminamos por ese pasillo decorado como si el tiempo se hubiese detenido en una réplica aséptica de la opulencia noventera. Todo parecía brillar con una falsa limpieza, esa que huele a cera de piso y lavanda artificial. Cuadros familiares en marcos dorados, flores frescas en jarrones de cristal demasiado finos para sostener algo tan trivial como agua. Las molduras del techo eran excesivas, casi arrogantes. Las paredes hablaban de dinero viejo, de un linaje que jamás había tenido que doblarse para ganarse nada.
Deborah caminaba delante de nosotros, moviendo la bata de seda como si desfilara. Su voz flotaba por los pasillos como una nube tóxica.
—Y entonces le dije que no iba a firmar nada sin revisar la cláusula del fideicomiso, imagínate, querido, ¡qué pretenciosos! Como si una mujer no pudiera entender sus propios bienes. ¡Ja! A mí no me vas a agarrar de tonta, le dije, y ni te cuento cómo se puso el abogado. Pálido como papel. Claro que después vino el viejo Montgomery a darme la razón, como siempre. Pero qué horror, estas cosas legales me matan, me drenan, son como... ¿cómo se dice? ¿Sanguijuelas, no? Sí, eso, sanguijuelas.—
Damon caminaba a mi lado, con una expresión endurecida, casi estoica. No decía nada, solo asentía de vez en cuando con una mueca de cortesía clavada en el rostro. Yo no sabía si reírme o golpear la cabeza contra una de esas columnas innecesarias que dividían el corredor. Deborah seguía hablando como si el aire fuera suyo.
—Y ni te imaginas, Blake—¿puedo llamarte Blake, no?—el otro día me topé con Judith, no la conoces pero es una bruja que siempre anda oliendo a Chanel barato, y le dije que no podía creer cómo había envejecido tan mal. Porque seamos honestos, hay mujeres que simplemente se rinden. Yo, en cambio, me reinvento. Siempre. ¿No crees que una debe mantenerse vital? Una mujer no puede darse por vencida sólo porque cumple años.—
Llegamos a la sala. Espaciosa. Demasiado. Una chimenea apagada como decorado simbólico de afecto familiar inexistente. Dos sofás blancos, una alfombra persa —real, por supuesto—, y una mesa de centro que parecía salida de un catálogo. El aire olía a madera encerada y desinfectante. Un ventilador de techo giraba lento, como si observara todo con desdén.
—Por favor, siéntense,— dijo Deborah con entusiasmo forzado. —Martha, cariño, ¿puedes traernos algo? Algo suave para Blake, quizá un whisky. ¿Damon, tú qué tomas ahora? ¿Agua? ¿Té? ¿Sigo sin saber qué haces con tu vida, pero bueno, ya me contarás.—
Me quedé de pie, inseguro. Damon, sin decir nada, me señaló con la mano un lugar en el sofá frente a la ventana. Su gesto fue contenido, pero amable. Me senté. Le agradecí con una mirada. Él apenas ladeó la cabeza.
—¿Entonces?— continuó Deborah, sentándose cruzando una pierna sobre otra. —¿Cómo has estado, Blake? ¿Y tu… trabajo? ¿Sigues de fiscal? ¿O ya te jubilaste como todos los demás que se aburren?—
—Estoy bien. Gracias. Sigo trabajando.—
—Vaya, qué dedicación. Yo no podría. Me aburriría. Pero tú siempre fuiste más estoico. Más de… cargar el mundo en los hombros, ¿no es así? Se nota en tu postura. Siempre derecho, siempre firme. Heather lo heredó un poco, aunque con más... furia.—
Damon carraspeó. Deborah apenas le dirigió una mirada fugaz. Su atención volvió a mí como si nunca la hubiera desviado.
—Supe lo de Heather, por cierto,— dijo de pronto. —Lo lamento muchísimo. Me dolió enterarme. Si puedo hacer algo para ayudar, lo haría sin pensarlo.—
La frase me golpeó con una mezcla de desconcierto y cansancio. No supe cómo responder sin desenrollar una madeja que ya ni yo entendía del todo.
—Gracias,— dije con tono medido. —Lo aprecio. Por ahora, solo esperamos.—
—Claro, claro. Pero seguro vuelve. Lo hacen siempre. Cuando se les pasa la rabieta.—
El silencio fue inmediato. Y brutal. Damon dejó el vaso que acababa de tomar en la mesa con un golpe seco. Yo lo miré de reojo. Su mandíbula estaba tensa.
—Yo también desaparecí una vez,— continuó Deborah, imperturbable. —¿Lo conté alguna vez? Fue en el '92, creo. Me tomé un avión sin decirle nada a nadie. Me fui a St. Barth’s, sola. Necesitaba aire. Me quedé en un hotel que tenía sábanas de lino egipcio y un bartender argentino que sabía bailar tango. Una maravilla. Y el viejo Montgomery ni se enteró hasta tres días después. Fue hilarante.—
—Mamá,— dijo Damon, con voz firme, controlada. —Basta.—
—¿Qué? Solo digo que a veces una necesita desaparecer. No es tan grave.—
—Cuida lo que dices. Está el padre de mi esposa aquí. No es el momento de tus anécdotas ridículas.—
Deborah lo miró con fastidio.
—Por favor. No me vengas con esas cursilerías. Blake entiende, es un hombre maduro. ¿O no, Blake? Dime tú. ¿No te dan ganas de largarte a veces?—
No respondí. No porque no tuviera respuesta, sino porque tenía demasiadas. Porque había deseado desaparecer tantas veces que se me había vuelto reflejo. Porque entendía demasiado bien el impulso de irse sin dejar rastro. Pero también entendía el precio.
La miré. Pensé en mil formas de callarla. De apagarle la voz con una mano en la boca o con una frase letal. La observé, luego miré a Damon. Él también me miraba, como si esperara mi señal, mi gesto. Como si me preguntara si yo también deseaba que alguien, de una puta vez, la silenciara.
Y lo hizo.
—Mamá, compórtate. No es momento. Te lo estoy pidiendo en serio.—
Ella lo miró como si le costara entender qué había hecho mal. Como si de verdad creyera que sus palabras eran inofensivas. Finalmente, después de un largo y pesado silencio, suspiró exageradamente, tomó su copa y se recostó en el sofá como una actriz frustrada.
—Bueno, bueno. Qué dramáticos están hoy. Ya, me callo. Solo quería animar el ambiente. Dios mío. Este lugar se ha vuelto tan fúnebre desde que Heather se esfumó.—
Y entonces, con una sonrisa falsa, añadió:
—Gracias, Blake. Por cuidar de mi hijo. Supongo que alguien tiene que hacerlo mientras yo me las arreglo con todo lo demás. Ya quería una visita así desde hace tiempo.—
Se cruzó de brazos, se acomodó de nuevo, y me guiñó un ojo.
Suspiré. Hondo. Lento. Casi dolido.
Porque si me quedaba ahí un segundo más, iba a explotar.
Me aclaré la garganta. El sonido fue débil, apenas un chasquido rasposo, y sin embargo resonó en la sala como un acto indecente. Cubrí mi rostro con ambas manos, presionando los dedos contra los ojos hasta ver puntos de luz. Quise apagar todo. Las voces. Las miradas. Ese infierno decorado en tonos crema. Me apoyé los codos sobre las rodillas, intentando parecer discreto, pero lo cierto es que me estaba desmoronando en cámara lenta. No quería pensar en Heather, pero ahí estaba. Su voz. Su olor cuando era niña. Su manía de tomarme la mano con los deditos apretando fuerte. Era mi bebé. Esa criatura a la que arrullé con los nudillos partidos y el alma entumecida. No saber de ella me trituraba los pulmones. Estaba empezando a no poder respirar.
Entonces escuché la voz de Damon. Suave, templada. Como si caminara con los pies descalzos sobre vidrio molido.
—Fue él quien me incentivó a venir aquí,— dijo. —Mi suegro... ha estado apoyándome muchísimo. No sé qué habría hecho sin él.—
Levanté la vista lentamente. Sus ojos estaban clavados en su madre, pero la tensión en su mandíbula no me pasó desapercibida. Hablaba con la serenidad de un hijo bien educado, pero detrás había una alarma encendida, como un fuego contenido tras el cristal de una vitrina.
Deborah ladeó la cabeza, haciendo un gesto que no supe cómo interpretar. Parecía escuchar, pero también era como si sus pensamientos estuvieran en otra habitación, tal vez más grande, más luminosa, donde nadie hablaba de hijas desaparecidas ni de maridos al borde del colapso.
—Bueno, cariño,— dijo, sin emoción, sin peso en las palabras. —Uno se puede sentir triste si quiere, pero también puede dejar de hacerlo. No es tan complicado.—
Damon frunció los labios, y yo giré apenas el rostro, intentando disimular el bochorno que me provocaban sus palabras.
—No hay que ser tan llorón,— continuó ella, alzando una ceja. —En un abrir y cerrar de ojos, Heather va a estar otra vez en casa, con su maquillaje corrido y su maleta de drama. ¿No es así como son las chicas ahora? ¿Tan frágiles como una servilleta mojada? A veces me dan ganas de——
La puerta de la cocina se abrió con un leve chirrido, interrumpiéndola. Martha apareció con una bandeja de plata y una expresión neutral. Colocó dos vasos frente a nosotros, uno con whisky escocés, ámbar, perfectamente medido, y el otro con lo que parecía té helado. Le dediqué una mirada agradecida, sincera, con el corazón en el borde del abismo. Murmuré un —Gracias— sin levantar mucho la voz. No quería que Deborah me escuchara.
Mis dedos rodearon el vaso frío. Me gustaba ese peso, la forma en que se asentaba en la palma, sólido, decidido. El líquido se movía lento, denso, como si supiera que el tiempo dolía. Iba a dar el primer trago cuando sentí la mano de Damon en mi brazo. No me tocó con fuerza. Me lo arrebató con una gentileza desconcertante, como si me protegiera de mí mismo.
—Gracias, mamá, por tu tiempo,— dijo. —Pero debemos irnos ya. Mi suegro necesita ayuda con unos temas urgentes.—
—¿Tan pronto?— Deborah fingió un puchero. —Pero si apenas acaban de sentarse.—
—De verdad es importante.—
—Podrían quedarse un rato más... Al menos a esperar a tu padre,— insistió ella, caminando tras nosotros mientras Damon me ayudaba a levantarme. Yo apenas logré balbucear un —Gracias por la hospitalidad—, con el whisky todavía quemándome la garganta, incluso sin haberlo probado. Me sentí arrastrado, pero no de forma humillante. Damon me guiaba con decisión, pero con respeto. Me sostenía del brazo con la firmeza justa. Era como un hijo que no sabía si cargar a su padre o simplemente impedir que se deshiciera del todo.
Deborah nos perseguía con esa risa nerviosa suya, ese tono hueco como campana barata. —No sean así, por Dios. Quédense. Tomen algo más. Esta casa es tan grande que se siente vacía sin ruido.—
—Estoy con mucho trabajo, mamá,— replicó Damon con más fuerza. —De verdad no puedo quedarme más.—
—Bueno, bueno, bueno. No se enojen. Solo quería verlos un poco. Pero no te preocupes, hijo. La próxima vez que vengas solo, te tengo pastel de nuez. El favorito de tu infancia, ¿sí?—
Yo ya tenía la mano en la manija. Su tono cambió, de molesto a encantador. Me dirigió una sonrisa súbita, inexplicable, como una flor venenosa floreciendo de golpe.
—Gracias por cuidar a mi niño, señor Marshall. Es usted un encanto,— dijo, mandándome un beso.
Me quedé petrificado. El aire se volvió más espeso. Mis costillas se contrajeron como si esperaran un puñetazo.
Damon la salvó de mi silencio.
—La próxima vez vendré solo, mamá. No tendrás que esperar mucho,— dijo con una firmeza templada en ira.
—Claro, claro. Vayan con Dios,— canturreó ella, como si todo hubiese sido una merienda agradable. Cerró la puerta detrás de nosotros con una lentitud ceremoniosa.
Salimos a la calle. El aire de la tarde era espeso, tibio, con ese olor a buganvilias mojadas y cemento caliente. Caminamos en silencio durante unos minutos. El tráfico zumbaba a lo lejos, y los pasos de Damon eran constantes, seguros. Mi brazo aún estaba en el suyo. No lo sujetaba con fuerza, pero tampoco me soltaba. Era como si tuviera miedo de que me desvaneciera en medio de la acera.
Finalmente, nos detuvimos en un parque. No dije nada. No podía. Las palabras se habían disuelto en la rabia y el asco. Tenía el estómago hecho un nudo. La cara de Deborah todavía flotaba frente a mí, como un mal presagio.
No la soportaba.
Negué con la cabeza, despacio, con la mirada fija en la nada. Una risa apagada se me escapó por la nariz, seca, incrédula. Todavía sentía la vibración de la voz de Deborah retumbando en mis costillas como un eco sucio. El parque frente a nosotros tenía una reja baja cubierta de hiedra, bancos de concreto con las esquinas redondeadas por el uso, y un caminito de grava amarilla que parecía conducir a ningún lado. Las ramas del fresno más grande se mecían suavemente, como si estuvieran susurrando entre ellas algo que yo jamás entendería.
—Por eso no quería venir,— dijo Damon, sin mirarme, con la voz controlada, pero no del todo. —Mi mamá y mi papá son iguales. No escuchan. No piensan. Solo hacen lo que se les da la gana. Y encima te sonríen como si te estuvieran regalando el puto cielo. Si llega mi papá… se desata algo peor. Él es como... como ella, pero con testosterona y sin el disfraz amable.—
Asentí, rascándome la mandíbula con la uña del pulgar. Era esa risa contenida que no sabes si es porque te estás rompiendo o porque ya no queda nada más que hacer.
—Tu mamá está loca,— dije al fin, casi con cariño, y eso me jodió un poco por dentro. No que lo estuviera. Eso era evidente. Pero que yo lo dijera así, en voz alta, como si se lo estuviera compartiendo a alguien con quien se podía bromear sobre estas cosas.
Damon dejó escapar una carcajada baja, casi tímida, pero genuina. Bajó la cabeza y se tapó los ojos con la mano, como si se avergonzara de lo mucho que le había gustado escucharlo.
—Sí...— murmuró. —A veces me dan ganas de... no sé. Quitarme la puta piel. Como si pudiera salir corriendo y dejarla ahí sentada en la sala...
—¿Y ella notaría la diferencia?— pregunté.
Damon sonrió sin humor. —No. Y eso es lo peor.
Solté una risa áspera, inesperada, casi dolida. El muy cabrón tenía una manera de decirlo todo con esa exactitud que me aflojaba los huesos. Me imaginé el esqueleto con una copa de vino en la mano, asintiendo mientras Deborah le contaba lo mucho que sacrificó por su hijo.
—Y aún así te diría que estás siendo dramático,— añadí, medio en broma, medio en serio.
—Totalmente. Diría que no deberíamos sentirnos así, que es una elección estar tristes. Como si uno se despertara y dijera: 'Hoy voy a deprimirme hasta que me sangren los ojos'.—
Nos miramos de reojo. Había algo en el aire, algo raro. No era una epifanía ni una revelación, pero sí un tipo de entendimiento. Una grieta compartida. Nos sentamos sin decirlo, como si estuviéramos huyendo de lo mismo, pero a velocidades diferentes.
Damon recogió una piedrita del suelo y la giró entre sus dedos.
La sombra de las ramas se proyectaba sobre nuestras piernas, moviéndose con el viento lento. Un perro ladraba a lo lejos, como si protestara por estar vivo. Las ruedas de una bicicleta chillaron al pasar cerca, el aire olía a pasto recién cortado y humo de cigarro. Damon se estiró los dedos de una mano con la otra, como si se estuviera preparando para algo que no acababa de empezar.
No necesitábamos hablar.
Y eso era, tal vez, lo más jodidamente peligroso de todo.
Era un buen chico. Roto. Jodidamente roto. Y aunque quisiera cargarlo, enderezarlo, abrazarlo hasta que respirara sin temblar... sabía que no podía. Nadie puede salvar a alguien que aprendió a obedecer antes que a llorar.