La muerte llega para darte una segunda oportunidad
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Sospechas
Eylin no podía creer lo que veía: era ella en la pantalla. Se mostraba con claridad el momento exacto en el que inyectaba algo a Regina. Los comentarios en línea no cesaban; la insultaban sin piedad, algunos incluso le decían que se lanzara de un puente. Quienes seguían tanto a Regina como a ella, enterados de su antigua amistad, ahora la maldecían y la tachaban de envidiosa.
—¡¡Maldita sea!! ¡Regina, lo hiciste a propósito! —gritó furiosa.
Caminaba de un lado a otro como una fiera enjaulada, cuando su padre irrumpió en la habitación. Al verlo, retrocedió un paso: sabía exactamente por qué estaba allí. Su madre y Estela entraron tras él, ambas pálidas como el papel.
—¡Padre! Puedo explicarlo, yo... yo... —intentó hablar.
No alcanzó a decir más. Su padre le propinó una bofetada, y luego otra. Eylin cayó al suelo. Sin contener su furia, él la pateó un par de veces, olvidando por completo que era su hija.
—¡Niña estúpida! ¿No puedes ser más inteligente? —rugió con rabia—. ¡Las acciones de la empresa han caído tanto que estamos por ir a la quiebra!
Eylin apenas podía hablar. Un hilo de sangre le salía por la comisura de los labios. Estela, al verla en ese estado, corrió a auxiliarla.
—Padre, sé que ella se ha equivocado, pero sigue siendo una Aguilar. ¡No podemos abandonarla! —intentó persuadirlo.
—Si tan solo fuera la mitad de sensata e inteligente que tú, esto no estaría pasando —bufó.
Eylin apretó los puños con fuerza. Siempre la comparaban con Estela. Siempre quedaba como la sombra.
Sin querer seguir escuchando, los padres se retiraron. La madre de ambas las miró con lástima, pero no dijo palabra. Fue criada para obedecer y no sabía hacer otra cosa más que seguir a su esposo.
…
La madre de Regina llegó al hospital. Su rostro serio reflejaba el cansancio del viaje. Con la mirada recorrió la sala de espera hasta encontrar a su esposo junto a Manuel.
—Manuel, qué gusto verte aquí —dijo con una sonrisa. Eso significaba que confiaba en él como futuro esposo de su hija. Luego giró la cabeza hacia Gerardo, y sus ojos ya no contenían dulzura—. ¡Tú! ¿Eres o no eres el padre de mi hija?
—Querida… yo… —Gerardo intentó justificarse, pero entonces vio que su esposa comenzaba a llorar.
—¡Te dejé a cargo para cuidarla! Hace poco también estuvo en peligro, ¡y mira! ¿No la has cuidado bien! ¿Mereces siquiera ser su padre? —lo recriminó con dureza.
Siempre la había protegido, desde que era una niña frágil y enfermiza. Si Regina pudiera ver cuánto la valoran sus padres, se sentiría amada. Pero, por desgracia, Regina había muerto. Ahora solo quedaba su cuerpo, habitado por un alma ajena. Gerardo, dolido, abrazó a su esposa para consolarla.
El doctor salió para informar que ya podían pasar a verla. Manuel les indicó a sus suegros que pasaran primero. Él lo haría después.
Regina seguía inconsciente, pero ya estaba estable.
Cuando finalmente Manuel entró a verla, ella dormía profundamente. Sus padres se habían marchado a descansar. La madre de Regina no había dormido desde que aterrizó, y su agotamiento era evidente. Manuel notó unas gotas de sudor en la frente de su esposa, así que tomó un pañuelo y se las secó con cuidado.
Mientras lo hacía, notó cómo ella fruncía el entrecejo. Era una expresión de sufrimiento. Iba a llamar a una enfermera, pero entonces escuchó su voz.
—Mi bebé… devuélveme a mi bebé… Óscar… no dejes que muera… mi bebé… no te vayas… quédate conmigo…
Las palabras salían entrecortadas, entre suspiros y lágrimas. Cada frase era un grito ahogado de dolor.
Manuel se quedó paralizado. ¿Por qué hablaba de Óscar? Él sabía que Regina no tenía relación con él... ¿o sí? Entonces, un nombre surgió en su mente como un relámpago: Alicia Marino. ¿Qué conexión podía haber entre ellas dos? Las sospechas comenzaron a crecer dentro de él.
Ella volvió a sumirse en un sueño profundo, y él se quedó allí, en silencio... pero con la mente encendida.