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LA NOCHE DE LAS BRUJAS

LA NOCHE DE LAS BRUJAS

Status: Terminada
Genre:Mundo de fantasía / Fantasía épica / Dragones / Brujas / Completas
Popularitas:973
Nilai: 5
nombre de autor: Cattleya_Ari

En el imperio de Valtheria, la magia era un privilegio reservado a los hombres y una sentencia de muerte para las mujeres. Cathanna D’Allessandre, hija de una de las familias más poderosas del imperio, había crecido bajo el yugo de una sociedad que exigía de ella sumisión, silencio y perfección absoluta. Pero su destino quedó sellado mucho antes de su primer llanto: la sangre de las brujas corría por sus venas, y su sola existencia era la llave que abriría la puerta al regreso de un poder oscuro al que el imperio siempre había temido.


⚔️Primer libro de la saga Coven ⚔️

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CAPÍTULO 011

046 del Mes de Maerythys, Diosa del Agua

Día del Corazón Roto, Ciclo III

Año del Fénix Dorado 113 del Imperio de Valtheria

Su rostro terminó de arrugarse. Apretó los dientes con fuerza mientras su pie derecho golpeaba el suelo de piedra repetidamente. Pegó la cabeza a la pared, levantando el rostro al techo. Él no era conocido como el más paciente de los militares. De hecho, si la paciencia fuera una bomba, la suya hubiera estallado hacía tiempo. Por eso, a los siete minutos con cuarenta y seis segundos de espera, sentado en ese banco en medio del congelado pasillo de la Corte Suprema, ya había contado todas las grietas de las paredes, aburrido.

Transportó la mirada a la puerta, cruzándose de brazos. Estaba a pocos segundos de levantarse y tumbarla, solo para descubrir que era esa cosa tan importante que su superior realizaba como para tenerlo esperando afuera. Para su suerte, la puerta comenzó a abrirse, y se levantó de un movimiento rápido, dándole una mala mirada al hombre.

—Hasta que por fin —dijo entre dientes.

—Muchacho, tienes que empezar a manejar tu limitada paciencia si quieres llegar a ocupar el puesto de tu padre más adelante —pronunció Arael, arrastrando las bocales, mientras se hacía a un lado, permitiéndole pasar—. Toma asiento. Tendremos una extensa charla.

Aquella sala era extensa, iluminada por las antorchas de fuego azul en las paredes de piedra oscura. El aroma a papel mojado y tinta se extendía por todas las hendiduras que poseía, entrelazándose con el olor a petricor que había dejado la intensa lluvia de hace una hora. En el centro, una mesa de madera con cuarenta asientos perfectamente alineados dominaba el lugar, y a un costado, una chimenea luchaba por darles calor, aunque de poco servía, ya que el frío seguía intenso.

—Sabes muy bien que nunca he necesitado tus consejos —expresó él, tirándose en la silla—. Mejor dime para qué estoy aquí.

Arael esbozó una sonrisa ladeada y se aproximó a uno de los estantes atiborrados de papeles y libros viejos sobre tácticas militares, en el fondo de la sala. Rebuscó entre las cubiertas desordenadas durante varios segundos, temiendo no hallar lo que había puesto ahí horas antes, hasta que por fin sus arrugados dedos verdes encontraron lo que buscaba. Luego, lo arrojó sobre la mesa, fingiendo indiferencia.

—¿Qué es eso?

—Si lo abres, lo descubrirás, Zareth —ordenó Arael.

Zareth dudó por un instante. Arael no era de esos que entregaban las cosas personalmente. De hecho, siempre enviaba Telhol —mensajeros cuyas presencias eran invisibles ante los ojos humanos— para ahorrarse tiempo y, que de la nada, le diera un folio, sí que le pareció algo sumamente extraño. Pero al ver el rostro de su superior, las dudas se convirtieron rápidamente en curiosidad.

—Quedarás igual de sorprendido que yo —agregó Arael.

Sus largos dedos enguantados desplegaron el folio negro con el escudo del reino en su centro. Al leerlo, una avalancha de información le golpeó de lleno, frunciendo su frente al instante. Sin embargo, su mirada se desvió —casi sin quererlo—, hacia el retrato dibujado a mano de la mujer que aparecía en el lado derecho del papel. Sus ojos rasgados, cuyo iris eran de un gris muy intenso, igual que las manillas de acero que él nunca se quitaba de los brazos, parecían querer atravesar el papel. Y esa piel morena le recordaba al sol en pleno día.

—¿Quién es ella? —preguntó Zareth, confundido.

—Cathanna Annelisa Ivelle D'Allessandre Dorealholm —respondió Arael, caminando en círculos como si estuviera relatando un discurso importante, sin mirarlo del todo—. Hija de Vermon D'Allessandre, uno de los peces gordos de la corona Valtheriana. —Apoyó las manos en la mesa, bajando la mirada a ese folio. Prontamente la subió a sus ojos—. Con diecinueve años, posee más influencia de la que debería tener alguien cuyo cerebro todavía no termina de desarrollarse. Podríamos decir que es una princesita, solo que sin un imperio que administrar.

Zareth volvió la vista al folio, entrecerrando apenas los ojos.

—¿Por qué me das esta cosa con la información de esa mujer?

Arael soltó una risa carente de humor, cruzándose de brazos. Sabía que lo que estaba por decir sonaría como un completo dispárate ante los oídos de Zareth. Pero era lo último en lo que debía fijarse cuando las aguas estaban agitándose de una forma violenta.

—¿Piensas quedarte callado, Arael?

—Esa mujer, Zareth, nació el veintiséis del mes de Nisyla, día del viento susurrante. La misma noche en la que la luna roja iluminó nuestros cielos —replicó con un gesto serio, posándose detrás de él, con la vista en el folio—. ¿Y sabes qué sucede durante las lunas rojas?

—Maldiciones... —dijo Zareth, perplejo.

Arael asintió despacio.

—Siempre son esas cosas que se nos escapan de las manos... —explicó entre dientes— y esa chica, por desgracia, es la peor que nos ha dado esa maldita luna.

—¿A qué te refieres? —Ladeó la cabeza, confundido.

—Hace casi dos eras nació una mujer cuyo corazón estaba tan corrompido por el odio, que terminó sumiendo a Valtheria hacia una de las épocas más oscuras de nuestra historia —dijo, dejándose caer en el asiento—. Fue, sin duda, la mujer más cruel que ha parido estas tierras. Todo porque quería demostrar que era igual que cualquier hombre en el campo de batalla... aunque el mundo ya le hubiera dejado claro que una mujer nunca sería tratada como un hombre de verdad.

—¿Te refieres a la bruja… Verlah? —investigó con un tono leve, como si pronunciar ese nombre más alto pudiera traerla nuevamente a caminar entre los vivos—. ¿Pero qué carajos tiene que ver la historia de esa bruja loca con la hija del consejero del emperador?

—Verlah lanzó una maldición hacia toda su familia cuando fue capturada por segunda vez por los cazadores, en la cárcel de Aureum. —Llevó su mirada a él, analizando con cuidado sus expresiones—. Una tan poderosa que no se rompió cuando ella murió... sino que decidió esperar pacientemente hasta que naciera la última de sus descendientes directas.

—¿Quieres decir que esa mujer es...?

Arael asintió.

—Cathanna lleva la sangre de esa bruja en las venas —dijo con desagrado, acomodándose en su asiento—. Por eso la están buscando por cielo y tierra: porque es la única que puede traer a Verlah de vuelta. Y tú, Zareth, tienes que protegerla para evitar que esa tragedia suceda.

Zareth parpadeó varias veces, evidentemente confuso.

—¿Me estás hablando en serio? —Dejó escapar una sonrisa sarcástica, permitiendo que esos colmillos blancos y afilados salieran a la luz—. ¿Y qué se supone que haga yo para evitar esa mierda? ¿Recorrer todo Valtheria cortándole las alas a cada bruja para que no se crucen con esa mujer? —Se pasó la lengua por ambos colmillos, frustrado—. ¿Tengo que actuar como si esto fuera una maldita guerra? Por favor, Arael. Es la historia más absurda jamás contada.

—Si las brujas encuentran a esa chica... créeme que esto terminará convirtiéndose en una guerra. La peor de todas.

—¿Me estás diciendo que una mujer con más guardias que una fortaleza entera necesita la protección de un cazador? —Otra risa sarcástica abandonó su boca mientras pasaba una mano por su barbilla, molesto—. No pasé por todo el maltrato en Rivernum desde que tenía cinco años para que ahora me manden a esconderme detrás de las faldas de una mujercita incapaz de cuidar su propio culo. Denle un arma. O pónganle más guardias que estén dispuestos a dar su vida por ella. Pero a mí déjenme fuera de este circo.

—¿De verdad crees que alguien sería tan imbécil como para volver a confiar en los guardias? —escupió Arael, dejando que la frustración se filtrara en cada una de sus palabras—. ¿Acaso ya olvidaste lo que pasó hace dos ciclos? Fueron esos mismos guardias los que mataron al emperador de la dinastía Ahzu. Confiar en ellos otra vez es un maldito suicidio. Y...

—Espera un momento, Arael... —interrumpió, con el ceño fruncido, como si todo lo que había ignorado hace momentos empezara a encajar de golpe—. Si las brujas la están buscando porque es descendiente de esa mujer... ¿Me estás diciendo que ella también es una... bruja? ¿¡Quieres que yo me ponga a cuidar de una bruja!?

El desprecio que Zareth sentía por las brujas era tanto que, de ser agua, podía llenar un océano entero, alimentado únicamente por las historias que le metieron en la cabeza desde niño. Le enseñaron que eran malvadas, despreciables y rebeldes por naturaleza; enemigas de una corona que, según las lenguas, siempre las había tratado como iguales. Y, sin embargo, a pesar de todo eso, él no podía dejar de sentirse atraído por ellas, porque eran mujeres extremadamente bellas.

—Lo es, pero ella no lo sabe —Trató de decir con calma, aunque el temblor en su voz delató lo asustado que se encontraba—. Su familia ha estado usando hechizos de Inzoniencia para suprimir su magia. Podemos estar tranquilos con eso, porque ella no tiene magia de bruja. Aunque no podemos estar seguros de que sus alas no aparecerán en cualquier momento. —Juntó las cejas, tensando la mandíbula—. Su familia tiene que cortarlas cuanto antes, sin que ella se dé cuenta.

—Perfecto. Entonces voy a ir tras la “señorita” descendiente de Verlah, una bruja que ni siquiera sabe que tiene poderes de bruja, y la voy a proteger de otras brujas. Porque eso suena totalmente racional. —Respiró hondo, pasando una mano por su cabeza, y tiró su cabello hacia atrás, intentando calmarse—. ¡Es una puta locura! Siempre hemos matado a las brujas... ¿Por qué con ella debe ser diferente?

—Hacerlo pondría en riesgo a todos, muchacho. —Ariel negó con la cabeza—. Su padre no es cualquier hombre. Es Vermon D’Allessandre, un miembro muy importante de la corte del emperador Deyaniro. Y matar a una hija de la realeza no es cualquier crimen; es un pecado casi tan grave como deshonrar a nuestros sagrados dioses.

—Mierda, Arael. Sabes que en cuanto tenga la oportunidad, seré el primero en matarla. Y me importa un carajo lo que el estúpido emperador o sus malditas princesitas puedan hacer contra mí. —Se levantó de golpe, estampando ambas manos contra la mesa, haciendo saltar todo lo que había encima. Sus fosas se abrieron, furioso—. Busca otro perro faldero que se trague esta mierda, porque yo no lo haré.

—No puedes decir que no, Zareth. —Su cuello se tensó al hablar, y las venas verdes se marcaron con claridad—. A mí tampoco me gusta que esa mujer siga viva por ahí, pero esto ya se me salió de las manos. Si fuera hija de cualquier otro, ya habría irrumpido en su casa y le habría volado la cabeza. Pero no puedo. Nadie puede hacerlo. Tienes que protegerla con tu vida, si es necesario. Juraste lealtad a la corona... y ella es parte de esa corona, ¿ya lo estás comprendiendo?

—¡Su padre es parte de la corona, no ella! —exclamó, apretando los dientes con tanta fuerza que parecía que iba a romperlos en—. No me vengas con que debo respetar su vida solo por eso.

—Todas las familias de los miembros del consejo forman parte de la corona de Valtheria. Siempre ha sido así. Y no vas a cambiarlo solo porque estás enojado ahora, muchacho. —Respiró profundo otra vez, intentando mantener la calma—. Soy tu superior, y como tal, debes seguir mis órdenes. Así sea la más estúpida de todas.

—¿Tengo que dejar mi puto trabajo para proteger a una perra?

—¿Consideras prudente llamar “perra” a una mujer que no conoces? —reprendió Arael, con severidad—. ¿Acaso tu padre ha llamado a tu madre de esa manera? ¿A tu hermana, quizá?

—No me hagas esa comparación, Arael —murmuró, soltando un bufido—. No quiero ser parte de este circo.

—Escúchame muy bien, Zareth: no se trata de quién es ella ni de lo que creas que merece por ser bruja. Se trata de cómo te defines a ti mismo. Siempre andas sacando el pecho diciendo que jamás tratarías así a una mujer decente, y ahora no puedes ni mostrar respeto a una que apenas sabes cómo se llama. —Negó con la cabeza, molesto—. ¿Quién te crees que eres para usar esos insultos contra ella?

—Pero yo no...

—Nunca han hablado, nunca se han visto, pero te crees con el derecho de llamarla perra solo porque sí —lo interrumpió, cerrando la mano en un puño—. Y si eres incapaz de mostrar respeto, no serás más que una sombra de los hombres que dices odiar. ¿Eso es lo que te enseñaron tus padres? Porque conozco a Elianeth desde que te tuvo, y ella jamás te ha enseñado eso, ni hablar de tu padre, que se arrastra por esa mujer. ¿Por qué te crees con el derecho de insultarla, Zareth?

Aquellas palabras lo golpearon con la fuerza de un martillo. La vergüenza se apoderó de cada parte de su cuerpo, y por un segundo se sintió más pequeño que un ratón en medio de grandes bestias salvajes.

—Te pido disculpas, superior. —La vergüenza lo obligó a hacer una reverencia, con la mirada fija en el suelo—. No pensé bien. No trataré mal a una mujer que sea decente nunca más, por muy enojado que esté... Y cuidaré de esa D’Allessandre con mi vida si es necesario.

—Cree en tus propias palabras, Zareth. Porque tu padre te arrancaría la lengua si te escucha insultar a una mujer de esa manera tan despectiva. Y te aseguro, nadie saldría a defensa tuya. Ni yo.

—Lo haré —cuchicheó, sin levantar la cabeza.

—Bien, mi muchacho —dijo Arael, dándole un apretón en el hombro, con una leve sonrisa—. Tu misión empieza ahora mismo. Por el amor de los dioses, no le quites los ojos de encima. Esa mujer no es cualquier cosa. Es la jodida estabilidad de todo Valtheria.

Zareth asintió, ajustándose la gruesa correa sobre su cuerpo, sintiendo el hormigueo de la retroalimentación mágica que emanaba del metal negro. Más de uno había terminado con quemaduras graves por sostener uno de esos de forma incorrecta, por lo cual nadie quería tener un rifle así en su poder. Y si un simple civil lo intentaba, la pena de muerte no era solo una advertencia vacía que servía de adorno.

—De acuerdo, Arael.

Zareth tomó el folio y giró sobre sus talones, caminando hacia la salida. Pero justo antes de cruzar la puerta, se detuvo en seco. Sus dedos apretaron el folio como si dudara por un instante, y entonces miró por encima del hombro, con una mezcla de fastidio y enojo.

—Si esta brujilla me mete en serios problemas —dijo, ladeando la cabeza—, te lo juro por todos los dioses, que voy a cobrártelo.

—Nada malo pasará. —Sonrió leve—. En el folio encontrarás todo sobre esa mujer. Mantenlo en secreto. Nadie puede saberlo. Ni tus compañeros. Vuelve en la noche. La conocerás en persona.

—Bien, Arael. Nos vemos en la noche.

Zareth salió y cerró la puerta de manera violenta. Sus botas comenzaron a golpear el suelo de piedra de la mazmorra con fuerza mientras su mirada frívola recorría las celdas llenas de prisioneros. No sentía absolutamente nada de remordimiento al ver ancianos ahí, mujeres embarazadas a punto de parir, ni siquiera chicos que no llegaban a los quince. Todos estaban en ese lugar porque habían cometido algo malo, y los crímenes en Valtheria se pagaban con la muerte, la prisión, o peor aún: con el deshonor, tanto para el prisionero como para toda su familia. Y en Valtheria, el deshonor era una condena que no terminaba ni con la muerte.

—¿Por qué esa cara de que te follaron por el culo?

Zareth se detuvo de golpe, rodando los ojos con fastidio al reconocer esa voz femenina llena de burla.

—Sonríe un poco, por favor, comandante —añadió, cruzándose de brazos—. No es ilegal hacerlo en el imperio.

Zareth volteó hacia la mujer y alzó una ceja. Era alta, casi de su misma estatura, con un cuerpo fuerte y el cabello cobrizo cayendo en ondas desordenadas justo por encima de los hombros. Sus ojos rasgados no eran humanos; eran dos rendijas verticales incrustadas en iris verdes que lo observaban como si él fuera un ridículo espectáculo humorístico. Pero lo más llamativo de ella, era sin duda ese tatuaje de una serpiente roja que se enroscaba en su cuello, subía por su oreja y serpenteaba hasta rozar el filo de su rostro lleno de heridas pequeñas, sin llegar a cubrirlo por completo. Su piel morena desaparecía bajo un uniforme táctico negro, y sus manos enguantadas reposaban sobre el chaleco modular con bolsillos llenos de dagas filosas.

—¿Qué tienes ahí, comandante? —preguntó ella, mirando el folio con curiosidad. Ladeó la cabeza—. ¿Una nueva tarea, acaso?

—No son cosas de tu interés, Louie. —Comenzó a caminar rápido, dejándola atrás—. ¿Sabes dónde se encuentra Airina? Necesito hablar con ella sobre ciertas cosas. Pensé que estaría aquí.

Louie soltó una risa coqueta.

—Eres su novio. Deberías saber dónde se encuentra.

—Louie… —dijo entre dientes, perdiendo la paciencia.

—La última vez que la vi fue en la mañana, en Rivernum. Estaba con Reigh. Tal vez él sepa su paradero. No se —respondió, encogiéndose de hombros. Volvió a mirar el objeto en la mano de su superior y curvó una ceja—. ¿De verdad no me dirás que tienes ahí?

—Hay cosas que superan tu rango, Louie.

—Si no me lo dices tú, lo descubriré por mi cuenta.

—Inténtalo... y tu cabeza será la próxima ofrenda en la sala de los muertos en el castillo —amenazó, con aburrimiento.

—¿Acaso es una nueva misión? —Una sonrisa apareció en su rostro, y la serpiente que la envolvía cobró vida, descansando en su hombro—. Mira, Misimil salió. También quiere chismear qué trae ese folio. Vamos, mi comandante. Dime que tienes ahí. No seas malo.

Misimil siseó suavemente.

—No te diré nada, Louie. Si quieres saberlo, vas a tener que intentar robarlo. Pero por todos los dioses, ojalá no seas tan idiota como para hacerlo, porque juro que te corto las manos antes de que siquiera lo toques.

Misimil siseó otra vez y se deslizó hasta el suelo. Rodeó a Zareth en un parpadeo; él estuvo a punto de aplastarla, pero se contuvo, exasperado. Louie le caía bien... aún no era momento de matarla.

—¿Cortarme las manos? Qué romántico te pusiste, comandante —dijo Louie con una sonrisa torcida—. Me encanta cuando te pones tan violento. Me hace sentir… no se… tan encendida.

Zareth frunció el ceño, claramente incómodo. Detestaba cuando ella usaba ese tono insinuante. Que lo hiciera con otros le daba igual, pero con él… le parecía fuera de lugar. Para Zareth, Louie era como una hermana más, no una mujer a la que quisiera conquistar.

—¡A trabajar, Louie! —vociferó, perturbado—. ¡Rápido!

Sin esperar más respuestas por parte de ella, unió el pulgar con el dedo corazón y los frotó. Al instante, una corriente eléctrica de tonos oscuros lo envolvió, y luego desapareció como si nada. Era el tan famoso chasquido mágico, una técnica usada por los cazadores para trasladarse de un lugar a otro con solo pensarlo. Extremadamente peligrosa para alguien que no la dominara como debía ser, pues podía terminar convertido en polvo.

Apareció frente a una enorme mansión, aislada de cualquier ciudad. Puso las manos detrás de la cabeza y comenzó a caminar despreocupado por el sendero de piedra adornado con flores.

La puerta se abrió sola, revelando un pasillo que lo guio a la sala de estar, donde su madre estaba con un libro entre las manos. Ella sonrió al verlo, dejó el libro a un lado y se acercó para darle un abrazo. Cuando se separó, le dio un leve manotazo en el pecho.

—¿Y el golpe por qué fue?

—Tres meses exactos —dijo, cruzándose de brazos, frunciendo el ceño con falso enfado—. Tres meses sin aparecerte por aquí. Ni una carta. Nada que pudiera decirnos que estabas con vida. ¿Por qué es tan difícil para ti comunicarte con tu familia, hijo?

—Estoy aquí, ¿no? Eso debería bastar.

—Siempre tan tú, hijo —dijo, moviendo la cabeza de un lado al otro—. Solo quiero que no olvides que tienes a tu madre esperándote todos los días en casa. Ten consideración de mí, te lo imploro.

Cuando estuvo a punto de responder, por las escaleras bajó su hermana Maralyn, pisando cada escalón como si se tratara de una pasarela. Levantó una mano, dejando un mechón de su cabello blanco detrás de la oreja llena de aretes pequeños. Y sus ojos azules con destellos dorados —una imitación perfecta de los de su madre— lo miraron a él, con una expresión de sorpresa.

—Miren quién ha decidido aparecerse por estos lares —habló Maralyn, con una sonrisa burlona mientras bajaba el último escalón de un salto—. Pensé que ya te habías olvidado de que aún tienes una familia con la que tratar, Zareth. Pero me alegra mucho que estés aquí. Eres la mejor opción para responder todas mis dudas. —Se puso frente a él—. Me he inscrito en Rivernum para ser cadete.

Zareth parpadeó varias veces.

—¿Qué hiciste qué, Maralyn Zaraphine Caelstrom? —Sintió un tic en el ojo—. Dime que es una de tus malditas bromas.

—Si tú pudiste sobrevivir ahí durante tantos años sin perder ninguna parte de tu cuerpo, yo también puedo hacerlo. No creo que sea difícil. —Alzó una ceja, dándole un leve golpecito en el pecho a su hermano con el dedo índice—. Además, alguien tiene que limpiar el nombre de esta familia después de todos tus escándalos. ¿Cómo pudiste casi incendiar un aula solo porque estabas enojado? Por los dioses, hermano, eso sí es ser un tanto... extremista.

—Maralyn, cariño... —murmuró Elianeth, mirándola fijamente con una expresión de desconfianza—. Por todos los dioses que existen, ¿qué clase de idea crees que es esa?

—La mejor idea que he tenido en años.

—¿La mejor idea que has tenido en años? —repitió Zareth, soltando una risa sarcástica—. ¿Tienes idea de lo que pasa ahí dentro? Rivernum no es un maldito desfile de moda al que estás acostumbrada, Maralyn. Te van a romper hasta los huesos que ni sabías que tenías. Definitivamente, estás loca si crees que voy a permitirlo.

—¿Y qué? Tú sobreviviste, ¿no? Si tú pudiste, yo puedo hacerlo. —Le dio un leve empujón en el pecho—. No quiero ser un adorno más de esta familia, Zareth. No pienso quedarme aquí sentada mientras tú y Reidell salen a jugar a ser los héroes del imperio. —Se cruzó de brazos, molesta—. Ya hablé con nuestro padre. Él me dio su permiso para ingresar a Rivernum. Entonces lo haré, porque yo sé que puedo.

—¿Sabes lo que me costó salir vivo de ese infierno? —dijo Zareth, apretando los dientes—. Me costó más de lo que tú podrías soportar, mujer. No es un lugar para ti.

—Deja de subestimarme tanto. Sé qué crees que, por ser mujer, no puedo hacer lo mismo que tú. No digo que quiera hacerlo exactamente igual, pero tampoco es justo que me vean como débil solo por eso. Sin ofender, madre —dijo mirándola, y forzó una sonrisa—, pero no quiero quedarme en casa cuidando de una familia toda mi vida. Quiero más que eso. Y estoy dispuesta a lograrlo así ustedes no quieran. Mi padre me dio su permiso, y con eso me basta.

—¿Crees que mi vida es miserable por cuidar del hogar? —preguntó Elianeth, frunciendo el ceño, acercándose a su hija—. Casarme con tu padre y tenerlos a ustedes fue lo mejor que me ha pasado. Nadie me obliga a quedarme en casa, lo hago porque así lo quiero. Entiendo que no quieras el mismo estilo de vida, pero Rivernum no es la mejor opción para ti. Y no lo digo porque seas mujer, lo digo porque te conozco demasiado bien, hija. Sé que en ese lugar solo causarías problemas, aunque te cueste aceptarlo. —Llevó su mano a la mejilla de Maralyn y la acarició suavemente—. Es por tu bien.

—Mamá, por favor. —Formó un puchero con los labios mientras la tomaba de las manos—. Sé que no confías en mí por lo que paso hace un año. Pero te aseguro que esta vez será muy diferente. Solo dame una oportunidad. Solo una, por favor, mamá. Una sola.

—No sé qué te habrá dicho el incompetente de tu padre, pero no pasará por encima de mi palabra. Irás a la Academia Femenina de Magia Elemental como castigo por lo que hiciste hace un año.

—Pero, madre...

—Es mi última palabra.

—Claro que no, madre. —Infló el pecho, desafiante—. Iré a Rivernum, aunque ninguno de los dos quiera aceptarlo.

Zareth tensó aún más la mandíbula, mirándola frívolamente y obligándose a mantener la calma, con pequeñas respiraciones. Sabía que discutir con su hermana no traería nada bueno. Era la mujer más terca que conocía, y estaba seguro de que jamás aceptaría un no por respuesta. Apretó con fuerza el folio y se dirigió a su habitación.

A veces dormía en el castillo de Rivernum, otras veces —la mayoría— en la mansión, pues su madre se lo había pedido y él simplemente lo aceptó sin cuestionar nada, ya que sabía que su madre anhelaba saber que aún seguía con vida. Entró y se encontró con la misma habitación sombría y amplia de siempre: una cama, un escritorio y la ropa perfectamente amontonada sobre una mesa. No había clóset, ni espejos, ni adornos. No le parecía necesario esas cosas.

Se sentó en el borde de la cama, abrió el folio y repasó la información sobre aquella mujer. No podía negar que la encontraba demasiado hermosa, pero la idea de tener que andar detrás de su trasero real lo enfurecía hasta hacerle arder las venas.

No quería cuidar a una bruja —no después de haber matado a unas de ellas horas antes—. Le importaba un comino que fuera hija de un hombre importante; quería estrangularla. Para él, todas las brujas debían estar bajo tierra, sin privilegios, y más si representaban una amenaza de esa magnitud para su tierra.

Cuando la noche cayó, se obligó a levantarse de la cama, perezoso. Se ajustó el oscuro uniforme y arrojó el fusil pesado sobre su espalda. Se acomodó la capucha, ocultando su rostro, y salió a paso lento hasta la sala, donde ya sabía que no había nadie.

Maralyn estaba encerrada en su habitación, escuchando música a todo volumen mientras cantaba a gritos; su madre alimentaba a los animales del jardín; su padre trabajaba en el puesto que Zareth quería para sí mismo. No deseaba la muerte de su padre —lo amaba demasiado—, solo quería que se retirara de una vez y le cediera el título de magistrado de guerra, aunque él aún no llegara a los treinta años.

Colocó la carta que había escrito hacía unas horas sobre la mesa y chasqueó los dedos, apareciendo nuevamente en la Corte Suprema, donde había tantos criminales siendo llevados a las celdas que no pudo evitar reír para sus adentros. Buscó a Arael hasta dar con él, conversando con una cazadora que se había graduado hacía apenas unos meses, aunque ya era reconocida por su talento.

La mujer le dedicó a Zareth una sonrisa y una reverencia antes de alejarse con rapidez, dejándolos solos. Arael, sin perder la compostura, pasó un brazo alrededor de sus hombros y comenzaron a caminar, con algunas miradas posándose en ellos sin descaro.

—Iremos al castillo donde vive D’Allessandre —susurró para que nadie escuchara. Zareth lo miró de reojo—. Conocerás a su padre, y por supuesto, podrás distinguirla a ella mucho mejor. Quiero que te grabes en la cabeza cada una de sus facciones. La manera en la que camina. Como habla. Como trata a los demás, porque debemos recordar que hay brujas que pueden adoptar la apariencia de otras personas. Será más sencillo que reconozcas a D’Allessandre en caso tal de que su identidad llegue a ser suplantada por una de ellas.

—Sigo pensando que esta es una muy mala idea —dijo, con la quijada apretada—. ¿Y si todo se arruina, Arael? ¿Qué haremos? Aunque no quiera admitirlo, las malditas brujas son poderosas. ¿Qué tal que yo no pueda proteger a esa… mujer como tiene que ser?

—Confío demasiado en ti, Zareth —dijo Arael con la seriedad que estremecía a muchos, menos a él, sin dejar de caminar—. Sé que eres capaz de cuidar a D’Allessandre muy bien, o de lo contrario habría buscado a otro imbécil que lo hiciera. Sé que es una situación muy compleja, para la que quizá no estés entrenado, pero es tu deber. Mejor dicho: es nuestro deber proteger a la gente. Y si esa mujer tiene en sus manos el destino de esas personas, quiero que seas tú quien se asegure de que nada malo ocurra. Estuve contigo desde que eras un potrillo. Te entrené muchas veces. Sé de lo que eres capaz, hombre.

Zareth asintió, y Arael chasqueó los dedos. En cuestión de segundos, se encontraron dentro de un despacho oscuro con un fuerte olor a vino. Había varios cuadros pegados a la pared del consejero junto a su familia. Zareth entrecerró los ojos al notar como en ese retrato la única hija y su madre estaban detrás mientras los demás se encontraban sentados, como si fueran reyes. Le pareció muy gracioso, pues su padre jamás permitiría algo así con las mujeres de su familia.

La puerta se abrió después de varios minutos, donde Zareth ya estaba perdiendo la paciencia. Levantó la mirada, encontrándose con el tan famoso Vermon, un hombre de mirada cansada ya fuera por los años que llevaba encima —aunque tuviera solo cincuenta y cinco— o por su ardua labor como consejero del emperador, un trabajo tedioso cuando se trataba de una persona tan necia como su majestad.

—Arael —murmuró Vermon, con una sonrisa, saludando al hombre con un apretón fuerte de manos—. Me alegra que ya estés aquí.

—Lo mismo digo, Vermon —dijo Arael antes de dirigir la mirada a Zareth—. Te presento a mi mejor hombre: el comandante Zareth, es el hijo mayor del Magistrado de Guerra, Caelstrom. Será el responsable de la seguridad de tu hija hasta que pase todo el peligro.

—¿Cómo puedo confiar en él? —preguntó con su voz áspera, recorriendo a Zareth con un gesto de desconfianza. No podía darse el lujo de aceptar sin cuestionar nada, pues se trataba de la vida de su hija—. No quiero que cualquier hombre cuide a mi Cathanna.

—Tampoco me emociona cuidar de una persona como un perro faldero —soltó Zareth, cruzándose de brazos, sin apartar la mirada de Vermon—. Si Arael me lo pidió, es porque confía en mí más que en cualquier cazador en la corte, ¿no cree usted eso, señor?

—Ten fe en mí, Vermon —intervino rápidamente Arael, notando cómo la tensión crecía—. Las canas en mi cabeza son más que pruebas suficientes. Nunca he fallado en una misión para proteger al imperio, y nunca fallaré para proteger a una mujer. Zareth es la persona indicada para esta tarea. Le confiaría incluso mi propia vida.

Vermon asintió y les ordenó que lo siguieran por el pasillo sombrío hasta llegar a unas escaleras de piedra, por las que subieron en silencio antes de volver a otro pasillo que terminaba en una sala grande, excesivamente lujosa. La puerta estaba entreabierta, y allí se encontraba Cathanna, jugando entre risas con su hermano Cedrix.

Zareth se acercó un poco a la puerta, sin dejar que ella lo notara, y observó la forma tan delicada en la que se reía, como si tuviera a alguien moviendo los hilos de su garganta. Sus movimientos también lo eran, pero tenían una pisca de sensualidad que le dejó la mente en blanco por unos segundos, y ni hablar de la elegancia con la que se inclinaba a recoger los juguetes que su hermano arrojaba entre bromas.

Curvó una ceja, admirando cada una de sus facciones, convencido de que los retratos no le hacían ninguna justicia a su rostro.

—Cathanna no sabe nada sobre la maldición —susurró Vermon para que las palabras no llegaran a ella—. Creemos que decirle solo la alteraría y pondría en riesgo todo. —Llevó la mirada a Zareth, quien tenía una expresión de indiferencia, mirando aún por la puerta—. Es importante que Zareth sea lo más discreto con ella.

—Haré lo que esté en mis manos —respondió Zareth, con el mismo tono, apartando la mirada de ella para llevarla a Vermon—. Cuidaré muy bien de tu hija, aunque sea una bruja que deba asesinar.

Vermon asintió y, cuando ellos se apartaron, Cathanna llevó la mirada hacia la puerta, tragando con demasiada fuerza. Se había sentido muy observada e incómoda. Los había olido desde que subían las escaleras y, aunque quería saber qué hacía su padre con dos hombres desconocidos, se obligó a seguir jugando con Cedrix.

—Deja de tirar los juguetes —le dijo Cathanna a Cedrix, entre risas—. Te juro por los dioses que me iré y tendrás que jugar solo.

—Está bien, hermana mayor. —Hizo un puchero.

Después de varios minutos jugando, Cathanna salió de la sala junto a Cedrix, quien la rodeaba con ambos brazos por la cintura con un gesto protector. Ella llevó los dedos al cabello negro de su hermano y comenzó a jugar con él mientras sus labios se curvaban en una sonrisa decaída. Al llegar al pasillo de abajo, percibió de nuevo esos olores, ahora provenientes de la oficina de su padre. Frunció el ceño, pero se obligó a no prestarle demasiada atención.

—¿Volverás a dormir conmigo, hermana mayor? —Cedrix levantó la mirada, observándola con los ojos llenos de emoción.

—¿Por qué lo preguntas?

—Es que quiero que me cuentes un cuento.

—Soy mala para eso —reconoció, volviendo a sonreír.

—No creo que seas peor que Calen.

—Lo intentaré.

Cathanna entró a su habitación, donde se encontraban las muchachas esperándola. Una vez vestida con el pijama, salió hacia la habitación de Cedrix. Abrió la puerta y lo encontró entre las cobijas. Él sonrió al verla y levantó una esquina de la gruesa tela, invitándola a entrar. Cathanna se metió junto a él, y Cedrix apoyó la cabeza sobre su pecho, buscando ese refugio que solo ella sabía darle.

—Había una vez dos elfos que se amaban con locura… —comenzó Cathanna—. Uno murió… y el otro se enamoró de nuevo.

—¿Ese es tu mejor intento? —preguntó Cedrix, despegándose un poco de su pecho—. Eres muchísimo peor que Calen.

—Te dije que no soy buena contando cuentos. —Se defendió con una media sonrisa—. Mejor hagamos otra cosa.

—Sé que puedes hacerlo mejor, hermana mayor. —La abrazó, apoyando otra vez su cabeza en ella—. Quiero un cuento.

—Está bien —dijo con la voz más serena esta vez. Le acarició el cabello, mirándolo—. Había una vez en un bosque oculto entre grandes montañas de nieve, dos enamorados que compartían un lazo más fuerte que cualquier otra cosa en el mundo. Vivían con su pueblo. Eran felices… hasta que la guerra llegó a su hogar. Uno de ellos cayó en batalla, dejando al otro con el peso de la pérdida. Durante años, vagó solo, creyendo que jamás volvería a sentir alegría.

—¿Qué pasó después?

—Pero un día mientras exploraba las ruinas de su antiguo hogar, escuchó una risa. No era la de su amado perdido, pero tenía la misma calidez. Se giró y vio a alguien más… alguien que curiosamente tenía su mismo rostro. Pero sabía que no era él. Porque su enamorado era único en el mundo. Y entonces entendió que el amor no desaparece… Solo cambia. Y que seguir adelante no significa olvidar, sino aprender a llevar los recuerdos sin que se conviertan en cadenas.

—¿Cuándo salen los dragones?

—Dioses, Cedrix. —Rodó los ojos, negando con la cabeza—. Estoy tratando de darte una enseñanza importante.

—No quiero enseñanzas. Quiero acción, hermana mayor.

—Ya no te contaré nada.

—¡Hermana!

—A dormir ya mismo, señorito. —Sonrió, arropándolo mejor.

—Eres una aburrida.

—Me alegra demasiado serlo.

Cuando Cedrix se durmió, Cathanna se levantó con cuidado de la cama. Le dedicó una última mirada y, salió de la alcoba. Fue a la suya, donde se cambió rápido. Luego se dirigió al salón donde entrenaba baile una vez por semana con su tutora Runa, una mujer cruel que adoraba lanzarle comentarios hirientes. Cerró la puerta y encendió el tocadiscos. Una canción lenta empezó a sonar, como si quisiera elevarla hacia las estrellas, y ella comenzó a moverse, girando con elegancia de un lado al otro. Su cuerpo era flexible; podía levantar la pierna hasta la altura de su cabeza sin sentir el más mínimo dolor.

Cada movimiento era un escape de la realidad; cada giro, un intento de sacudir el dolor que aún cargaba encima. El salón estaba oscuro, apenas iluminado por la luz fría de la luna que entraba por los ventanales. Sus pies descalzos rozaban el suelo, y sus brazos se alzaban, buscando aire, buscando alivio. Cerró los ojos con fuerza, conteniendo las lágrimas. Sentía que iba a ahogarse en un llanto inevitable. Se estaba hundiendo. Y aunque amaba bailar, en ese instante decidió dejarse caer al suelo, permitiendo por fin que las lágrimas rodaran.

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