¿Qué pasa cuando el amor de tu vida está tan cerca que nunca lo viste venir? Lía siempre ha estado al lado de Nicolás. En los recreos, en las tareas, en los días buenos y los malos. Ella pensó que lo había superado. Que solo sería su mejor amigo. Hasta que en el último año, algo cambia. Y todo lo que callaron, todo lo que reprimieron, todo lo que creyeron imposible… empieza a desbordarse.
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¿Puedo respirar otra vez..?
...🏀...
Lía caminaba a mi lado como si arrastrara el alma.
No decía nada.
Y aunque trataba de fingir normalidad, yo la conozco. Sé cuándo está bien y cuándo algo se le retuerce por dentro.
—¿Estás bien? —le pregunté sin dejar de mirarla de reojo.
—Me duele la cabeza —respondió rápido.
No era solo su cabeza.
Eran los moretones que intentaba esconder. La rigidez con la que caminaba. La manera en que su mirada no se sostenía en la mía.
Dolor de cabeza… por favor.
No dije nada más. No insistí.
Pero ya había decidido qué iba a hacer.
Cuando pasamos por los casilleros, la vi.
A ella.
Vanessa.
Flotando entre su grupo de hienas como si fuera la reina de algo. Y entonces nuestras miradas se cruzaron.
No me desvió la vista.
Ni se inmutó.
Solo… sonrió.
Una sonrisa pequeña. Arrogante. Asquerosa.
Fue ahí cuando supe que no iba a quedarme callado.
—Ve al salón —le dije a Lía sin mirarla—. Te alcanzo en cinco minutos.
—Nico…
—Cinco. Minutos —repetí, con una voz que ni yo reconocí del todo.
Esperé a que se alejara antes de moverme impulsivamente.
Vanessa estaba junto a las escaleras, riéndose de algo con sus amigas. Las mismas que la ayudaron a arrastrar a Lía a la parte trasera del instituto. A empujarla. A golpearla.
Me acerqué sin que me vieran. Me detuve justo detrás.
—Vanessa —dije con la voz seca.
Ella se giró.
Se tardó un segundo en reaccionar.
En ese segundo, su sonrisa se desvaneció.
—Nico —dijo, como si no pasara nada—. ¡Wow! Hace rato no hablamos. Te desapareciste.
—Y tú no perdiste tiempo para demostrar la porquería de persona que puedes llegar a ser.
Su cara cambió.
—¿Perdón?
—Tú sabes bien de qué hablo.
La tensión en el grupo era palpable. Las otras chicas bajaron la mirada, como si supieran lo que iba a pasar. Como si no quisieran estar ahí cuando ocurriera.
Vanessa se cruzó de brazos.
—Si vienes a gritarme por Lía, mejor date la vuelta. No fue para tanto.
Ese “no fue para tanto” me detonó algo en el pecho.
—Mira —le dije, acercándome un poco más—. No voy a armar escándalos. No soy de esos que se ponen a gritar como imbéciles en los pasillos. Pero te voy a decir algo claro. Y escúchame bien, Vanessa.
Su expresión se volvió más tensa. Tragó saliva.
—Si vuelves a acercarte a ella, si tan siquiera la rozas, juro por lo que más quieras que no te va a gustar lo que voy a hacer. No me importa si me expulsan, si tengo que cargar con consecuencias o si tu papi paga abogados. Me da igual.
Dio un paso atrás.
—¿Me estás amenazando?
—No. Te estoy advirtiendo de una vez.
Mi tono no subió. Ni mi cuerpo tembló. Estaba más calmado que nunca.
Y por eso lo sabía: me creía.
Vanessa abrió la boca para decir algo más, pero yo ya había dado media vuelta.
No iba a perder el tiempo con sus palabras.
Las clases siguieron como si el mundo no se estuviera desmoronando.
Lía tomaba apuntes, o al menos eso fingía.
No participaba.
No se reía.
Ni siquiera discutía con el profesor cuando hablaba con ese tonito prepotente que siempre le molestó. Nada. Era como si alguien hubiera presionado un botón de apagado dentro de ella.
La campana del almuerzo sonó y fuimos todos hacia la cafetería.
Yo caminé a su lado, como siempre y como en toda esta maldita semana, ella no tocó la comida.
Se sentó en el extremo de la mesa y puso la cabeza entre las manos, apoyando los codos con cansancio.
Yo puse su almuerzo frente a ella. Ni siquiera levantó la vista.
—Tienes que comer algo, Lía —le dije en voz baja.
Ella negó con la cabeza. Su mirada estaba perdida en alguna parte del universo, lejos de aquí.
En eso, Matteo apareció. Siempre aparece, incluso cuando nadie lo llama.
Se acercó con su bandeja en mano, con esa sonrisa casual que parece no borrarse nunca.
—¿No vas a comer otra vez? —le preguntó con tono suave, como si no quisiera incomodarla.
Ella hizo un gesto vago con la mano.
Matteo sacó unas papas fritas de su bandeja y las colocó sobre una servilleta frente a ella.
—Estas están buenas, pruébalas.
—No tengo hambre —dijo sin siquiera mirarlo.
Su voz apenas se escuchó. Pero fue suficiente para que Matteo no insistiera.
Yo lo observé en silencio.
Y luego sentí la mirada fija de Sofía sobre mí.
Me giré.
Sus ojos me decían todo lo que ella no podía decir con palabras.
“Algo le pasa”, decía su expresión.
“Y tú lo sabes”.
Asentí casi imperceptiblemente, en un gesto de promesa.
Lo tengo cubierto. Déjamelo a mí.
Matteo pareció no rendirse del todo. Le ofreció un jugo de naranja.
Esta vez, Lía lo aceptó.
Dio un sorbo lento, sin emoción.
Yo respiré hondo, intentando no parecer tan preocupado.
—No tienes que preocuparte por Vanessa —le dije, en voz baja pero firme, mirándola.
Ella me miró por un instante.
Casi nada. Apenas un vistazo.
—Lo sé —susurró.
—Nosotras salimos primero —dijo Sofía, mientras recogía sus cosas.
Lía ya estaba de pie a su lado, metiendo sus libros en el bolso sin decir mucho.
—¿A dónde van? —pregunté, intentando sonar casual.
—Cosas de chicas —respondió Sofía, lanzándome una sonrisa cómplice.
Lía me miró apenas y me dijo en voz baja:
—Luego hablamos, ¿sí?
Asentí. Aunque quería decirle mil cosas. Que no se fuera, que comiera, que me mirara con esos ojos suyos al menos una vez hoy. Pero no dije nada. Solo vi cómo se alejaban juntas.
Kevin se sentó a mi lado con un suspiro largo.
—¿Todo bien?
Me encogí de hombros.
—Podría estar mejor.
—No te lo pregunté por costumbre, bro.
Guardé silencio. Matteo se levantó de la mesa para despedirse, con el morral ya colgado al hombro.
—Nos vemos mañana —nos dijo con su tono amable de siempre.
Pero antes de que se fuera, lo detuve.
—Matteo.
Se giró, arqueando una ceja.
—¿Sí?
—Solo para que sepas… lo de Vanessa con Lía no fue una discusión cualquiera —dije sin rodeos—. Esta mañana ella me lo contó. Así que tuve que aclararle las cosas a Vanessa, por si pensaba seguir con su jueguito de celos. Por favor, ¿Podrías ponerle cuidado de mi parte? Ya que últimamente mantienes bastante te con ella.
Matteo frunció el ceño. Kevin soltó un silbido leve.
—Qué problema tus ex ligues —comentó él, medio en broma.
—Ojalá no todas terminen actuando como Vanessa —repliqué con un dejo de frustración—. En serio.
Matteo solo asintió, como si entendiera. No dijo nada más, y se fue.
Kevin me palmeó la espalda.
—Si necesitas ayuda, ya sabes. No soy solo una cara bonita.
Reí por lo bajo.
—¿Una cara bonita? Más bien una nariz rota esperando su próximo accidente.
Él se rió y se fue caminando hacia el parqueadero.
Yo me quedé solo.
Y esa sensación de vacío me cayó encima como una piedra en el pecho.
Horas después, en casa, el silencio era brutal.
Encendí la televisión, pero no prestaba atención. Revisé el celular cinco veces. Luego diez. Ningún mensaje.
Ella no escribía.
¿Por qué no escribía?
Me senté en la cama, con el cabello entre las manos. ¿Y si Vanessa vuelve a hacerle algo? ¿Y si no me cuenta más? ¿Y si…?
La puerta se abrió de repente. Levanté la mirada y ahí estaba ella.
Lía.
Su cabello algo alborotado por el viento, los ojos cansados… pero con esa energía suya que reconocía incluso si llegaba arrastrándose.
No dijo nada al entrar. Solo cerró la puerta, caminó hacia mí y me abrazó con fuerza.
Me sostuvo como si yo fuera el que estaba roto.
—No te preocupes por mí —murmuró, con la cara contra mi cuello—. Estoy bien, Nico.
Tragué saliva. No lo estaba. Pero qué carajos podía hacer si ella insistía en fingirlo.
—Ven —me dijo, guiándome hacia la cama.
Se sentó y palmeó su regazo.
—Acuéstate. Vamos, pon tu cabeza aquí.
Obedecí. Me acomodé sobre sus piernas, sintiendo sus dedos en mi cabello de inmediato.
Cerré los ojos. Solo quería quedarme así por horas.
—Estás muy tenso —susurró, acariciándome con delicadeza.
—¿Tú crees? Tengo motivos.
—En el instituto todos están demasiado pendientes. Las chicas, los rumores… Pero eso no es tu culpa.
—Sí lo es —murmuré, sin abrir los ojos—. Porque me porté como un idiota con muchas de ellas. Y ahora tú eres la que está pagando por eso.
—Nico…
—No, déjame decirlo. Sé que tú no tienes por qué cargar con nada de eso. Que apenas estamos comenzando algo… Pero me importa. Te juro que me importas.
Ella no respondió. Solo siguió acariciándome.
Y ese silencio fue más dulce que cualquier palabra que hubiera podido decir.
—Quiero que salgamos este fin de semana —dije después de unos minutos.
—¿Salgamos?
—Sí. Tú y yo. Una cita. Solo tú y yo.
Ella sonrió suavemente, podía sentirlo por cómo se tensaron sus piernas bajo mi mejilla.
—¿Y qué se supone que vamos a hacer en esa cita?
—Lo que tú quieras. Solo prométeme una cosa.
—¿Cuál?
—Que vas a comer algo.
Lía rió por lo bajo. Por fin.
—Está bien, Nicolás. Solo si dejas de mirarme así.
—Trato hecho.