Nabí es el producto de un amor prohibido, marcada por la tragedia desde su más tierna infancia. Huérfana a los tres años tras la muerte de su padre, el vacío que dejó en su vida la lleva a un mutismo total. Crece en un orfanato, donde encuentra consuelo en un niño sin nombre, rechazado por los demás, con quien comparte su dolor y soledad.
Cuando finalmente es adoptada por la familia de su madre, los mismos que la despreciaban, su vida se convierte en un verdadero infierno. Con cada año que pasa, el odio hacia ella crece, y Nabí se aferra a su silencio como única defensa.
A sus dieciocho años, todo cambia cuando un joven de veintitrés años, hijo del mafioso más poderoso de Europa, se obsesiona con ella. Lo que comienza como una atracción peligrosa se transforma en una espiral de violencia y sangre que arrastra a Nabí hacia un mundo oscuro y despiadado, donde deberá luchar no solo por su libertad, sino también por descubrir quién es realmente.
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CAPÍTULO 15: UNA MAÑANA DE SEDA
...Nabí...
El suave y húmedo lamido en mi mejilla me arrancó de un profundo y placentero sueño. Al entreabrir los ojos, la figura borrosa de un pequeño monstruo peludo se hizo nítida sobre el edredón: era Drogo, que me observaba con sus ojos chispeantes. Una sonrisa boba se dibujó en mi rostro y, sin dudarlo, extendí una mano para acariciar su suave pelaje.
Fue entonces cuando noté el vacío a mi lado. El espacio en el colchón donde había descansado la persona que me acompañaba aún conservaba un rastro de calor. Me levanté perezosamente y, después de un rápido aseo, bajé las escaleras, con Drogo trotando alegremente a mi lado.
La planta baja de la casa estaba inusualmente silenciosa y desierta. Los primeros rayos dorados del sol se filtraban juguetonamente entre las copas de los árboles, proyectando destellos cálidos que acariciaban mi piel. Una brisa fresca y vivificante soplaba, trayendo consigo el dulce aroma de la mañana. Elevé la vista: el cielo era un lienzo impecable de azul claro, salpicado aquí y allá por algunas nubes blancas y esponjosas, que se movían con lentitud.
Crucé la puerta de cristal, sintiendo la fresca caricia del rocío en el césped bajo mis pies descalzos. Al girarme, la casa se alzaba majestuosa frente a mí desde el jardín. Mi mirada se detuvo en una habitación del último piso, un lugar al que aún no había explorado. Sus ventanas estaban abiertas de par en par, y las cortinas, etéreas y blancas, danzaban suavemente con la brisa matutina.
La curiosidad me impulsó a subir de nuevo las escaleras, con Drogo trotando a mi lado. Al llegar al piso superior, la puerta de esa misteriosa habitación estaba entreabierta, invitándome a entrar.
Lo que descubrí allí superó cualquier expectativa. Las paredes estaban adornadas con cuadros de pintura de diversos tamaños y estilos, algunos terminados, otros en proceso. Había lienzos en blanco esperando ser transformados por la inspiración, apilados con promesas de nuevas creaciones.
Sobre una mesa de madera robusta, un arsenal de pinceles de todos los grosores y formas descansaba ordenadamente junto a tubos de pinturas de una paleta infinita, sus colores vibrantes esperando ser mezclados. Y por doquier, plantas de interior de hojas verdes y frondosas aportaban un toque de frescura y serenidad.
Me quedé inmóvil en el umbral, observando a Daemon con una faceta suya que jamás había imaginado. A pesar de que todavía vestía su pijama, el suéter estaba entreabierto, revelando la musculatura definida de su pecho. Estaba completamente absorto en su obra, con las muñecas moviéndose con una gracia fluida, dando forma y color a lo que surgía en el lienzo. Los destellos de luz que se colaban por la ventana iluminaban su perfil, revelando detalles que antes no había notado. Sus pestañas eran sorprendentemente largas y su cabello oscuro caía ligeramente desordenado sobre su frente, dándole un aire despreocupado y encantador.
Él parecía ajeno a mi presencia, pero la expresión en su rostro era de una pura y genuina felicidad. Luego, mis ojos se posaron en el lienzo. Era otro retrato de mí. Se sentía extrañamente íntimo y revelador verme a través de la perspectiva de sus ojos, y un nudo inesperado se formó en mi estómago.
El ladrido de Drogo, potente y repentino, me sacó de mi ensimismamiento. La mirada de Daemon se desvió del lienzo y se fijó en mí, sus ojos grises se abrieron con una mezcla de sorpresa y afecto. Su rostro, antes concentrado, se iluminó con una expresión aún más alegre al verme.
—¡Buenos días! —exclamó, dejando a un lado sus pinceles y la paleta de colores— ¿Cómo dormiste?
Había dormido abrazada a un enorme mastodonte que, sorprendentemente, resultaba ser el peluche más cálido y cómodo que jamás había tenido. Definitivamente, no había pasado frío.
Asentí con la cabeza, acercándome a él con un poco de timidez. Él se puso de pie con agilidad y acortó la distancia entre nosotros, depositando un suave beso en mi frente. Mis mejillas se encendieron al instante y una sonrisa tonta, pero sincera, adornó mi rostro.
—¿Ya tienes hambre? —preguntó, y volví a asentir, sintiendo el estómago rugir en confirmación.
Sin decir más, me tomó de la mano y, juntos, bajamos las escaleras en dirección a la cocina.
La cocina ya estaba impregnada de un aroma reconfortante a horneado cuando el suave ding del reloj del horno anunció que su ciclo había terminado. Daemon se calzó los guantes de protección y, con cuidado, extrajo un enorme pastel. No era un pastel dulce, sino un robusto y fragante Pastelón de Carne.
El vapor se elevaba en espirales por doquier, invadiendo mis fosas nasales con una mezcla irresistible de carne especiada, queso derretido y una corteza dorada y crujiente. Se veía tan apetitoso que mi estómago rugió con más fuerza.
Daemon sacó dos platos de cerámica de la alacena y, con una cuchara grande, sirvió una generosa porción de pastelón en cada uno. No esperé un segundo más; agarré los cubiertos y empecé a devorarla con entusiasmo.
El rugido impaciente de Drogo a mi lado nos hizo voltear.
—También preparé tu desayuno —le dijo Daemon.
No me había percatado del tazón de cristal tapado que reposaba sobre la isla de la cocina. Él lo destapó, revelando un enorme filete de carne cruda, generosamente condimentado con hierbas naturales. Con un tenedor grande, lo trasladó cuidadosamente a la taza de acero inoxidable de Drogo.
Sonreí, era evidente que Drogo también disfrutaría de un festín.
Estaba absorta sirviendo otra porción de pastelón cuando sentí un ligero y cálido beso en mi mejilla. Al levantar la mirada y encontrarme con sus ojos, Daemon volvió a besarme, esta vez en los labios, tomándome completamente por sorpresa.
—Me gusta verte —murmuró, apoyando un codo en la fría encimera de granito.
Fruncí ligeramente el ceño, sintiendo el rubor subir por mis mejillas, pero lo ignoré, concentrándome en mi delicioso festín. Una vez que terminamos de desayunar, y en un descuido de Daemon, logré llevar los platos al fregadero cuando él subía a cambiarse a la habitación. Mientras secaba el último, su voz, inesperadamente cerca de mi espalda, me hizo sobresaltar.
El sonido de la cerámica al romperse a mis pies me arrancó un gemido de dolor. En cuestión de segundos, Daemon me subió a la isla de la cocina.
—¡Te dije que no hicieras nada! —gritó, su voz resonando en la cocina.
El eco de su furia retumbó en mis oídos como un eco cruel, y por unos instantes, fui transportada al pasado.
—¡Es la consecuencia por no hacerme caso cuando te hablo! —continuó con su diatriba, su voz cargada de una preocupación desmedida—. Eres muy frágil para hacer estas cosas, Nabí... No necesitas hacer nada, déjame que yo haga todo.
Lo miré a los ojos mientras aún me quejaba por el leve escozor en mis pies. No era tan grave como él lo hacía parecer; solo habían sido unos rasguños superficiales. Es cierto que, en mi vida, la independencia casi siempre había sido una quimera. Cada intento era frustrado por un brutal jalón de cabello de los Mancini, recordándome mi lugar.
Estaba harta. Harta de que me cohibieran de hacer cosas que me daban curiosidad, que disfrutaba y, sobre todo, que deseaba aprender.
La vieja Ana siempre decía que la práctica hace al maestro, pero ¿cómo iba a convertirme en uno si quien ya era un experto no me permitía ni siquiera empezar?
Una oleada de frustración me invadió y lo empujé con fuerza. Había sobrevivido a cosas mucho peores que unos simples platos rotos, y quería que él lo entendiera.
—¡No sirvo para nada! —signé rápidamente, mis manos temblorosas de rabia—. ¡Quiero hacer cosas mientras viva contigo, no tengo que ser solo tu prisionera!
Su expresión confundida se transformó lentamente en una de malhumor.
—Quiero tener la satisfacción de hacer cosas por mí misma. ¡Ni siquiera sé cómo cocinar un huevo! ¿Sabes lo vergonzoso que puede llegar a ser eso a mis dieciocho años?
Él simplemente no me entendía. No captaba nada de lo que intentaba expresarle, y eso solo aumentaba mi frustración. Era como si habláramos idiomas distintos; ni siquiera el lenguaje de señas, que era mi única forma de comunicar lo que sentía, lo alcanzaba.
Mis ojos se cristalizaron, cargados de la misma frustración que me oprimía el pecho. Deseaba gritar, insultarlo con las palabras más hirientes que conocía, pero al final, nada salía de mis labios.
Todo era un jodido silencio.
Pero dentro de mí, reinaba un maldito caos.
—¿Qué? —inquirió, su voz sonando lejana—. ¿Te duele?
Sus manos tocaron con ligereza mis pies.
¡Idiota!
No estaba llorando por el dolor en mis pies; ¡estaba llorando porque no podía hablar como todos los demás a mi alrededor!
La expresión de Daemon se contrajo con culpa, y volvió a acercarse a mí, su mirada suplicante.
—Perdóname, no quise gritarte —dijo, su voz teñida de arrepentimiento—. Solo que odio verte lastimada. Todo esto lo hago porque no quiero verte lastimada nunca más.
Su abrazo me reconfortó apenas un poco. El resto de mi ser ardía con el impulso de darle un puñetazo en su atractivo rostro, pero me contuve, deteniéndome antes de marcar su piel.
Me llevó hasta la habitación donde dormíamos y sacó varias cremas, aplicándolas con delicadeza sobre las leves heridas en mis pies. En ese momento, el timbre sonó, interrumpiendo el silencio. Él me miró.
—Vuelvo en un momento —dijo, y asentí, quedándome recostada en la cama.
Curiosa, me asomé por la ventana. Era uno de sus guardaespaldas quien le entregaba unas cajas y varias bolsas. Volví a mi posición, como si nada hubiera sucedido.
Daemon dejó toda la entrega sobre la cama.
—Ordené que trajeran ropa para ti —dijo—. Me gustaría que te vistieras con algo cómodo; saldremos en un rato.
No añadió nada más y salió de la habitación. Con una curiosidad creciente, comencé a revisar las bolsas. Una sonrisa se dibujó en mi rostro al ver el contenido, y empecé a vestirme. Elegí unos pantalones vaqueros ajustados de lavado oscuro, una elegante chaqueta de cuero marrón que acentuaba mi figuras, y unas botas de tacón bajo del mismo tono terroso que la chaqueta.
Cuando bajé a la planta baja, encontré a Daemon bebiendo una taza de café, con Drogo a su lado, ambos mirando hacia el jardín.
—Eres jodidamente hermosa —dijo, después de verme, su voz cargada de admiración—. ¿Te sientes cómoda así?
Asentí y le devolví la sonrisa. Juntos, nos dirigimos a la cochera donde, para mi sorpresa, sacó su motocicleta en lugar de su coche. Me colocó el casco con cuidado, y enseguida subí con él a la moto.
Me aferré con fuerza al torso de Daemon mientras el paisaje vegetal pasaba como un borrón a nuestro alrededor. Al principio, creí que me llevaría a un destino específico, pero para mi sorpresa, la motocicleta nos llevó por lugares completamente desconocidos para mí. Sin alejarnos demasiado de Padua, finalmente llegamos a las Colinas Euganeas, un tesoro escondido al sur de la ciudad.
Desde mis ojos, las Colinas Euganeas se revelaron como un mosaico de verdor inmaculado. Sus pendientes suaves y redondeadas estaban tapizadas por una vegetación exuberante, donde los viñedos se extendían en hileras perfectas. Aquí y allá, se alzaban pequeños bosques densos que parecían guardar secretos antiguos, y entre la maleza, destellos de olivos plateados brillaban bajo el sol.
El cielo se teñía de tonos anaranjados cuando llegamos a un hotel; aún quedaba mucho por explorar. Inesperadamente, el vestíbulo bullía de actividad, y yo me moría de sed. Mientras hacía la cola, Daemon fue a buscar algo de beber. La fila no parecía avanzar, y la gente comenzaba a impacientarse y a marcharse, lo que me permitía acercarme cada vez más a la recepción. Daemon aún no regresaba.
Avancé unos pasos, mirando a mi alrededor, sin percatarme de que chocaría con las personas que tenía delante.
Una mujer de cabello castaño claro se volvió hacia mí, sus ojos fijos en los zapatos de marca que acababa de pisar. Fue un error mío, lo admito. Hice una reverencia a modo de disculpa, pero ella me ignoró por completo. Sin embargo, el hombre que la acompañaba no tardó en buscar un altercado.
—Oye, jovencita, ¿acaso no ves por dónde caminas?
El mismo escenario se repetía una vez más. No era la primera vez que me sucedía, y me resultaba tedioso lidiar con este tipo de personas. A la persona que realmente incomodé había decidido ignorarlo, pero siempre aparece alguien para armar un drama innecesario.
De nuevo, hice una reverencia, con la esperanza de que lo dejara pasar, pero no fue así.
—Debes disculparte con mi esposa decentemente —me agarró fuertemente del brazo, atrayéndome hacia él—. Di palabras claras y sinceras.
El hedor a alcohol y tabaco envolvía a este hombre, haciéndolo aún más desagradable.
Está bien, Nabí. Es un borracho que no sabe lo que hace, no vayas a ocasionar un alboroto. Solo ignóralo.
Pero era imposible ignorarlo mientras seguía apretándome el brazo con tanta fuerza. La irritación empezaba a hervir dentro de mí.
—Cariño, ya fue suficiente... Ella se disculpó —intervino la mujer, con una voz algo nerviosa.
—¿Se disculpó? ¿Qué tipo de disculpa es esa? —masculló él, sin aflojar su agarre.
La mujer empezó a sonreír con nerviosismo, lanzándome miradas rápidas mientras intentaba, sin éxito, librarme de la mano de su acompañante. Finalmente, me sacudí de su agarre con toda mi fuerza, logrando liberarme, pero esto solo empeoró las cosas.
—¿Quién te crees que eres para actuar tan arrogante? —gritó, su voz rasposa atrayendo las miradas curiosas del lobby—. ¡Pide disculpas ahora mismo!
Fruncí el ceño, clavando mis ojos en los suyos. Mi paciencia estaba al límite y su aliento apestoso me provocaba náuseas. Lo empujé, un instinto de autoprotección que solo avivó su furia.
—¡Mocosa igualada! —vociferó, levantando la mano con intención de golpearme—. Veamos si aún tienes agallas...
Pero el puño que impactó su rostro no fue el suyo. Pasó en cámara lenta frente a mis ojos, y el grito ahogado de su esposa resonó por todo el hotel. El hombre cayó al suelo, aturdido por el golpe inesperado. Un moretón comenzó a formarse en su mejilla casi al instante, y la sangre manchó su boca y nariz. Daemon le había asestado un golpe seco.
—¿Quién eres tú? —balbuceó el hombre, completamente descolocado.
—Perdone a mi esposo... —intervino la mujer, interponiéndose entre ellos como un escudo, su rostro tan blanco como el papel—. Él tiene problemas de ira cuando está ebrio...
—¿De verdad quiere saber lo que es un verdadero ataque de ira?
Los puños de Daemon estaban cerrados con tal fuerza que los músculos de sus brazos se tensaron y sus venas se marcaron con prominencia.
—Créame que me estoy conteniendo de cortarle la lengua a su bastardo y hacer que usted se la trague —confesó, su voz gélida y cargada de una amenaza palpable—. Tienen un segundo para desaparecer de este edificio.
Ella asintió rápidamente, sin titubear, mientras ayudaba a su esposo a levantarse. Las miradas a nuestro alrededor seguían fijas en nosotros, y algunos flashes de cámaras se dispararon, capturando la escena.
—¿Estás bien? —me preguntó Daemon, girándose hacia mí, su voz ahora suave y preocupada—. ¿Ese bastardo no te hizo algo?
Negué varias veces con la cabeza, y su expresión se tranquilizó un poco. Me sujetó de la mano y, sin soltarme, atravesó la fila que aún quedaba en la recepción.
—Quiero una suite —le dijo a la recepcionista, quien, al igual que todos los presentes, había sido testigo de lo ocurrido un momento antes.
Aún bajo el peso de algunas miradas persistentes, Daemon continuó con el registro. La recepcionista, visiblemente incómoda, le entregó la llave de la suite.
—Que disfruten su estadía —dijo la mujer, con una voz apenas audible.
—Tsh —resopló Daemon, sin disimular su descontento—. Más bien deberían mejorar la seguridad de este hotel. Cualquier loco no debería poder entrar así como así; la verdad, no parece un cinco estrellas.
Aún sujetando mi mano, nos dirigimos al ascensor y subimos al último piso. Una vez dentro de la suite, Daemon se dejó caer sobre la cama con un suspiro pesado, como si hubiera tenido un día agotador. Yo me quedé de pie en el umbral, cerrando la puerta detrás de mí. Él se giró para mirarme y luego se sentó en la orilla de la cama, extendiendo una mano hacia mí.
—Ven aquí, Nabichu —me llamó.
Me acerqué y, con un movimiento suave, me atrajo hacia él, sentándome en su regazo.
—¿Prefieres cenar en el restaurante o bajar a las aguas termales? —preguntó, su voz ya más calmada.