Por Mis Hijos Doy Mi Vida.

La noche era densa en las afueras de la ciudad, donde una antigua bodega industrial servía como refugio clandestino para Patrick desde hacía varios días. Las estructuras oxidadas y el olor a aceite viejo le daban un aire de abandono que ocultaba bien su verdadero uso: una prisión improvisada. Allí, atado a una silla metálica en medio de la oscuridad, el señor Morales, ex presidente de la compañía Costa Azul, llevaba días resistiéndose a hablar. Sus manos estaban amoratadas, el rostro hinchado, y su camisa empapada en sudor y sangre seca.

Patrick lo observaba desde un rincón, los brazos cruzados y el ceño fruncido, mientras uno de sus hombres limpiaba un cuchillo con un trapo. El sonido de una camioneta acercándose rompía el silencio, y pronto, Diego entró al lugar, envuelto en una chaqueta de cuero negra y una mirada de pocos amigos.

—¡Por fin! —gruñó Patrick, acercándose para estrecharle la mano—. Está a punto de quebrarse, pero el bastardo sigue jugando al valiente. Que bueno que has podido venir.

Diego miró al prisionero con frialdad, ladeando la cabeza.

—Si bueno... Sabína me pidió venir.— de pronto miró al tipo frente a él y dijo—No necesitamos que juegue. Necesitamos respuestas.

Sin esperar más, se acercó al señor Morales y se agachó para quedar a su altura. El hombre lo miró, jadeando.

—No voy a repetirlo más. No sé nada de lo que ustedes están buscando…

—Mentira —interrumpió Patrick—. Estabas desviando dinero de la compañía, y justo después de que Ámbar desapareció. No creo en coincidencias.

Morales intentó mantenerse erguido, pero el dolor en su costado lo hizo inclinarse hacia adelante. Estaba al límite. Diego se acercó un poco más y asintió con la cabeza hacia dos de los suyos que aguardaban cerca de la puerta.

En silencio, los hombres salieron y regresaron un par de minutos después con tres figuras encapuchadas, esposadas y obligadas a arrodillarse. Una mujer temblorosa, y dos niños que lloraban en silencio bajo las bolsas de tela que cubrían sus rostros.

—¡No! —gritó Morales al verlos—. ¡No, por favor! ¡No les hagan daño!

Diego se acercó de nuevo y habló con voz grave:

—Tienes tres minutos para contarnos todo lo que sabes. Si no empiezas a hablar, empezaré con tu esposa. No será rápido.

Morales comenzó a sollozar, su cuerpo convulsionándose por la angustia.

—¡Está bien! ¡Está bien, les diré lo que sé!

Patrick se acercó rápido, sacó su teléfono y comenzó a grabar.

—Habla.

Morales tragó saliva, su voz quebrada por el miedo:

—Yo... desvié millones a cuentas en Suiza. Pero no lo hacía solo. Había otro grupo. Gente que quería algo más que dinero. Me obligaron a hacerlo. Dijeron que si no cooperaba... desaparecería como la chica... como Ámbar.

—¡Sabías que estaba secuestrada! —rugó Diego, tomándolo del cuello—. ¡Sabías y no hiciste nada!

—¡No sabía dónde estaba! Solo me usaban para mover dinero. Me dijeron que la tenían en el norte, en una casa cerca del lago Cimeria. Nunca la vi. Solo cumplía órdenes. El que me daba las instrucciones era un tipo llamado Eladio, nunca supe su apellido. Decía que tenía un “patrocinador” dentro de la empresa que lo respaldaba.

—¿Y quién era ese patrocinador? —preguntó Patrick con frialdad.

Morales negó con la cabeza, desesperado.

—Nunca lo vi. Solo lo mencionaba como “la dama”. Nunca un nombre. Pero... una vez, Eladio recibió una llamada y dijo: “La señora D. quiere todo listo para la extracción”. Eso es todo lo que tengo, lo juro.

Patrick y Diego se miraron. No era suficiente para incriminar a Diana directamente, pero cada pieza encajaba cada vez más en el puzle que Sabina estaba armando.

Diego suspiró.

—Quítenles las capuchas. Lárguelos de aquí. A él, que siga respirando por ahora. Pero que no se acerque a su familia ni a la ciudad.

Patrick asintió y dio órdenes a sus hombres. Mientras escoltaban a la familia de Morales afuera, él apagó la grabación de su teléfono y se giró hacia Diego.

—Volvamos con Sabina. Tiene que saber esto.

***

Horas más tarde, en la mansión Capolá, Sabina caminaba de un lado a otro del salón principal. Aún vestía de negro, su mirada era dura, afilada por la desconfianza. Cuando escuchó el motor de la camioneta, salió al vestíbulo.

Patrick y Diego entraron, ambos con el rostro cargado de tensión. Sin preámbulos, ella se acercó.

—¿Y bien? —preguntó Sabina, con voz firme.

Patrick le extendió el teléfono con la grabación. Sabina la escuchó en silencio. Cuando terminó, apretó los labios.

—La dama... la señora D. —murmuró—. No es una coincidencia.

—No la nombra, pero... todo apunta a ella —comentó Diego.

Sabina se cruzó de brazos, su mirada perdida en la nada.

—Entonces es hora de mover las piezas. Diana jugó con fuego... y ahora vamos a ver quién arde primero.

Patrick asintió.

—¿Qué quieres que hagamos?

Sabina los miró a ambos. Su semblante era el de una reina a punto de declarar guerra.

—Empiecen a limpiar el camino. Quiero a ese Eladio. Vivo, muerto... pero lo quiero. Y quiero saber cada cuenta que Morales tocó. Si ella financió esto, va a pagar. Con todo.

Diego sonrió, oscuro.

—Entonces, que empiece el juego.

Sabina levantó la copa de vino que había dejado sobre la mesa antes de su llegada y brindó en el aire:

—Por mi hermana.

Y ambos hombres repitieron, al unísono:

—Por Ámbar.