En un mundo que olvidó la era dorada de la magia, Synera, el último vestigio de la voluntad de la Suprema Aetherion, despierta tras siglos de exilio, atrapada entre la nostalgia de lo que fue y el peso de un propósito que ya no comprende. Sin alma propia pero con un fragmento de la conciencia más poderosa de Veydrath, su existencia es una promesa incumplida y una amenaza latente.
En su camino encuentra a Kenja, un joven ingenuo, reencarnación del Caos, portador inconsciente del destino de la magia. Unidos por fuerzas que trascienden el tiempo, deberán enfrentar traiciones antiguas, fuerzas demoníacas y secretos sellados en los pliegues del Nexus.
¿Podrá una sombra encontrar su humanidad y un alma errante su propósito antes de que el equilibrio se quiebre para siempre?
"No soy humana. No soy bruja. No soy demonio. Soy lo que queda cuando el mundo olvida quién eras."
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CAPÍTULO XIV: El Umbral de la Reina
— Synera —
Nos adentrábamos en el bosque que rodeaba la ciudad, guiados por una única certeza: la entrada a los túneles debía estar allí, oculta entre raíces y memorias olvidadas. Pero tras más de una hora de búsqueda, todo indicaba que el bosque jugaba con nosotros.
—Synera… —la voz de Kenja rompió el silencio con una nota de duda—. ¿No te parece raro? Llevamos caminando en círculos desde hace rato, y no hay ni una pista de entrada.
Me detuve, escaneando el entorno con la mirada. La niebla entre los árboles parecía más espesa que antes, como si nos observara.
—Sí… lo noto. El ambiente se siente… manipulado. Como si algo nos alejara del lugar a propósito —respondí, frunciendo el ceño—. Este bosque no es normal.
—¡Y mis pies tampoco! —protestó Kenja con tono dramático—. Se sienten como dos piedras. ¿Podemos parar un segundo? Me estoy volviendo parte del ecosistema.
Suspiré, esbozando una leve sonrisa ante su teatralidad.
—Está bien. Solo un momento.
Mientras él se dejaba caer sobre una roca cubierta de musgo, cerré los ojos y me concentré. El viento susurraba entre las hojas, pero debajo de esos sonidos naturales… había algo más. Una vibración leve, rítmica, como un pulso arcano enterrado en la tierra.
Recordé las palabras de Aetherion, suaves como un susurro, firmes como un juramento.
“Mi querido Oráculo… Uno de los fundamentos más vitales de la magia no es la destrucción ni la creación, sino la percepción. Existen lugares protegidos por hechizos antiguos, barreras tan bien tejidas que ni los más poderosos sabios podrían verlas... a menos que miren con los ojos del maná.”
Su figura se desdibujaba entre una cámara de espejos mágicos, rodeada de constelaciones flotantes.
“Estas barreras generan bucles en el entorno: caminos que se repiten, sombras que no se mueven… señales sutiles. Si no puedes avanzar, es porque el lugar ha decidido ocultarse. Para romper ese velo, debes visualizar. No basta con sentir… debes ver más allá. La visualización es el núcleo de toda magia verdadera.”
Sus palabras resonaban como un eco grabado en mis huesos:
“Expande tu maná… y deja que tu visión rompa la ilusión”
Me reencontré con el presente al sentir la humedad del suelo bajo mis pies.
Kenja me miraba desde su roca improvisada, los ojos llenos de preguntas.
—¿Qué pasa? ¿Te llegó una idea brillante o vas a hacer que el bosque explote?
Me acerqué, aún centrada.
—Hay un tipo de hechizo aquí. Un encantamiento de ilusión que nos mantiene atrapados en un bucle espacial. Es antiguo, refinado, casi sagrado… Lo más probable es que la entrada esté dentro del área, pero el propio entorno está encantado para no dejar que nadie la vea.
—¿Entonces... es como una ilusión mágica? —preguntó, inclinándose hacia mí.
Asentí.
—Exacto. Y para romperla, solo hay una forma: verla con la mente. Visualizar el flujo del maná, reconocer la distorsión del campo arcano. Es como leer un libro invisible con los ojos del alma.
Kenja parpadeó.
—Vale, eso suena… fantástico y peligroso.
—Ambas cosas —respondí, sonriendo brevemente antes de cerrar los ojos de nuevo—. No hagas ruido.
Expandí mi maná apenas por una fracción de segundo. Más que eso, y los demonios ocultos en la ciudad lo habrían sentido. No podíamos darnos ese lujo.
Entonces ocurrió.
Lo vi.
Una pulsación sutil en el aire, como una onda sobre el agua. La ilusión se resquebrajó momentáneamente, y detrás del velo, apareció una entrada: una cueva escondida bajo una capa de hechizos sagrados. Pergaminos sellados colgaban del arco de piedra, escritos en un lenguaje olvidado que vibraba con energía viva.
—Ahí… —señalé—. Es en esa dirección. Una cueva protegida por una barrera mágica. Los pergaminos de sellado están camuflados, pero ahora los veo. El hechizo se desplaza con el entorno, como si respirara. Solo alguien que haya sido entrenado en la visualización podría haberlo detectado.
Kenja se levantó de golpe, sacudiéndose la ropa.
—Genial. Espero que no explote cuando entremos. ¿Y… por casualidad no hay más trampas mágicas?
—Es probable que sí —le respondí, comenzando a caminar hacia la entrada revelada—. Pero al menos ya no estamos perdidos.
La niebla comenzó a disiparse mientras nos acercábamos.
El bosque, por primera vez, parecía observarnos en silencio.
Y la entrada… nos esperaba.
Llegamos justo frente a la entrada de los túneles. La barrera mágica danzaba en el aire como un velo líquido, transparente pero palpitante, vibrando con una energía antigua. No era agresiva… pero tampoco inofensiva. Sabíamos que intentar destruirla sería el fin para los refugiados que se encontraban dentro.
Kenja se acercó cauteloso, con las manos entrelazadas detrás de la espalda, examinando la barrera como si pudiera desactivarla con solo mirarla.
—Hmm… se ve inestable. Tal vez si lanzo una piedr—
Antes de que terminara, le di una suave patada por detrás.
—¡¿Pero ¡¡¿qué diablos te pasa, Synera?! —gritó Kenja desde el otro lado, completamente ileso, pero visiblemente indignado—. ¡¿Por qué me empujaste?!
Caminé tranquilamente hacia él, sin responder de inmediato, mientras mis tacones resonaban sobre la roca húmeda con un eco elegante.
—Solo quería ver si la barrera era peligrosa —dije, encogiéndome de hombros con aire arrogante—. Si explotabas, me ahorrabas el experimento. Y si no… bueno, aquí estás. Vivo.
Kenja abrió la boca como un pez fuera del agua.
—¡¿Esa era tu brillante idea?! ¿¡Usarme de conejillo de indias para ver si la barrera mataba o no?! ¡Pude haber muerto! ¡Electrocutado, partido, reducido a cenizas! ¡Eres mala! ¡Bruja descarada!
Le pasé por el lado, sacudiendo la falda y acomodándome el cabello con toda la dignidad del mundo.
—Ay, ya… No pasó nada. A lo mucho te habrías electrocutado. Es solo un toque de magia pura. Refrescante.
—¡¿Refrescante?! ¡Una descarga eléctrica me hubiera dejado con el cabello en llamas y la piel herida! —chilló dramáticamente, llevándose las manos al pecho como si hubiera sobrevivido a una guerra.
—Qué llorón eres... Ashh —resoplé—. Sigamos adelante.
Nos internamos. La atmósfera cambió al instante. El aire estaba frío, denso, como si el túnel respirara desde lo más profundo de sus entrañas. La oscuridad era casi líquida, envolvente, como si intentara tragarse la luz misma.
—Este lugar está muy oscuro… me da miedo. Y no veo nada —susurró Kenja, pegándose detrás de mí como una sombra temblorosa.
Rodé los ojos y extendí la mano con desdén.
—¿En serio todo lo debo hacer yo? —chasqueé los dedos, y una esfera de luz cálida apareció sobre nosotros, flotando suavemente, iluminando el túnel como si contuviéramos un pequeño sol atrapado en una burbuja de magia.
El brillo acarició las paredes húmedas, revelando símbolos antiguos tallados en la piedra, casi imperceptibles. Había un murmullo… un eco que no venía de nosotros.
Kenja alzó la vista, deslumbrado.
—Woooow… ¡eso fue asombroso! ¡Iluminaste todo! ¡En serio necesito aprender a hacer eso! —exclamó, dando vueltas como un niño en una feria.
Me crucé de brazos, dejando que la luz realzara mi perfil.
—No es gran cosa… para alguien como yo. Además, tú no eres bruja… ni hechicero… ni útil.
—¡Oye! ¡Eso fue ofensivo!
—¿Y? Estoy perdiendo la paciencia, Kenja. Avanza o te convierto en lámpara.
Él murmuró por lo bajo, enfurruñado:
—Bruja amargada...
Me giré lentamente y le lancé una mirada afilada, tan helada que el aire a nuestro alrededor bajó dos grados.
Kenja palideció y sonrió con nerviosismo.
—Dije… ¡amada! Bruja amada… por todos. Muy querida. ¡Sí! ¡Eso!
—Ajá… —dije sin dejar de fulminarlo con la mirada.
Y así, seguimos caminando por los túneles, rodeados de oscuridad, antiguas runas y un silencio que no era silencio… sino algo que susurraba desde las profundidades.
Tal vez… solo se trataba de los refugiados.
Tras un buen rato caminando entre los túneles, finalmente llegamos al final del camino: un callejón sin salida. Sobre nosotros, una abertura oculta dejaba filtrar la luz exterior, también protegida por una barrer mágica. Desde allí se divisaban fragmentos del cielo nocturno. Era la salida... y también la conexión secreta con el parque central de la ciudad.
—Hmm… qué extraño —murmuré, deteniéndome bajo la abertura—. Escucho susurros… pero no hemos visto ni a uno solo de los humanos que deberían estar refugiados aquí abajo. Esto termina aquí… aunque tal vez detrás de esta pared haya una cámara oculta. No importa. Estarán bien. Al menos por ahora.
Kenja asintió y abrió la boca para hablar.
—De acuerdo, continuemos con el pl—
No lo dejé terminar. Di un salto ágil y usé su rostro como impulso, apoyando mi pie con elegancia para salir del túnel por el pozo de acceso, dejando a Kenja abajo, indignado y con tierra en la boca.
—¡¿QUÉ TE PASA?! —refunfuñó desde el fondo—. ¡¿No podías simplemente pedir ayuda?! ¡Estoy aquí para impulsarte, no para que me trepes como una cabra montañosa!
Desde arriba, me acomodé el cabello y lo miré sin un ápice de culpa.
—Lo resolví rápido. No te quejes.
Kenja se impulsó de un salto, y contra toda expectativa, aterrizó a mi lado con la gracia de un acróbata.
—De verdad que eres... —comenzó a decir con el ceño fruncido.
Le tapé la boca con una mano antes de que pudiera terminar. Lo miré seria, sin rastro de humor, y le hice una señal con el dedo índice: silencio.
—No hables —le susurré con voz baja y afilada—. La capa que llevas te hace invisible y oculta tu presencia mágica, pero pueden oírte. Camina en silencio. Pégate a mí y no hagas ninguna estupidez.
Kenja tragó saliva y asintió en silencio, por una vez sin quejarse.
Estábamos dentro.
La ciudad ya no era la misma. Frente a nosotros se extendía un escenario devastado. Edificios reducidos a esqueletos humeantes, casas calcinadas, columnas de humo negro dibujando cicatrices en el cielo. El aire era pesado, con olor a carne quemada y magia demoniaca. Cadáveres esparcidos como hojas secas, sin distinción de edad o clase. Y entre las ruinas... criaturas.
Demonios menores. Deformes, viscosos, con garras afiladas y ojos que destilaban locura. Se movían entre los escombros como perros carroñeros, olfateando, cazando… esperando.
—Bienvenido al nuevo rostro de la ciudad —dije en voz baja, sin mirar a Kenja—. Si antes era un problema... ahora es un infierno.
Y lo peor de todo… esto apenas era el comienzo.
Avanzábamos en sigilo por los callejones colapsados de la ciudad. Cada paso era un riesgo calculado, cada sombra una posible trampa. Mi magia, desplegada como un hilo sutil de maná puro, se encargaba de desintegrar demonios menores en absoluto silencio. Uno a uno desaparecía en partículas de oscuridad que se desvanecían en el aire como cenizas. No podíamos dejar rastro. No podíamos levantar sospechas.
La ciudad era un cadáver calcinado. Las calles, devoradas por raíces oscuras, exhalaban humo y olor a sangre vieja. Entre las ruinas, los gritos humanos eran el único sonido constante.
Llegamos a una plaza central colapsada, escondidos tras un muro derruido. Y allí estaban.
Decenas de humanos esclavizados excavaban con manos ensangrentadas. Algunos lo hacían con herramientas oxidadas; otros, simplemente con sus propias uñas. Sus cuerpos, cubiertos de lodo y heridas, temblaban de frío, miedo… y desesperanza. Los demonios que los custodiaban —deformes, crueles, con ojos de fiera— blandían látigos ardientes.
Cada vez que uno se detenía, el castigo era inmediato. Golpes brutales. Decapitaciones. Ejecuciones a sangre fría. Una mujer anciana que cayó de rodillas fue empalada sin una palabra. Un niño que lloraba fue obligado a seguir cavando con los nudillos rotos.
Sentí a Kenja tensarse a mi lado. Su mandíbula rechinó de furia contenida. Los puños cerrados, los ojos brillando como carbones encendidos. Su rabia era un volcán contenido, y estaba a punto de estallar.
—Kenja… contrólate —le dije en voz baja pero firme—. Ya lo sé. Yo también quiero intervenir. Pero no podemos… aún no.
—¡No pienso quedarme aquí mirando! ¡No puedo! —susurró con ira contenida.
—Si nos descubren, nadie se salva. Ni ellos, ni nosotros.
Aprovechando la invisibilidad mágica, nos deslizamos entre los escombros. Nos colocamos detrás de unas cajas de madera desvencijadas, a tan solo unos metros del centro de la plaza.
Y entonces, el aire cambió.
Un sonido cortó el ambiente como una hoja afilada.
Trompetas. Graves. Ritualistas. Infernales.
—Quédate quieto —le susurré a Kenja, levantando el índice—. Y no respires fuerte.
Los humanos dejaron de excavar de inmediato. Los demonios-custodios se alinearon, firmes, como soldados al borde del juicio final.
Desde la bruma que cubría el extremo opuesto de la plaza… emergió ella.
ella.
La súcubo que Kenja había visto a través de Kurojin.
Pero esta vez… no era un simple vistazo.
Era la gran entrada.
La niebla se abrió ante ella como una cortina reverente. Caminaba con un ritmo que no era humano ni demoníaco: era una danza, una procesión de muerte. Su silueta se delineaba entre las luces vacilantes de los fuegos fatuos flotantes. Piel de mármol blanco, reluciente bajo la humedad de la tormenta. Cabello rosado que caía en ondas perfectas sobre sus hombros. Alas de murciélago extendidas, goteando un líquido oscuro que chispeaba al tocar el suelo.
Cada paso suyo hacía temblar el suelo con un eco sobrenatural.
A su lado, caminaba él.
Un demonio Clase B, pero su presencia gritaba verdugo de campo. Era una montaña con forma humanoide. Medía más de dos metros, con un torso tan ancho que parecía esculpido para la guerra. Su piel era rojo oscuro, casi negra bajo la luz del infierno. Los colmillos sobresalían de su mandíbula como cuchillas de jabalí, y una trenza roja le recorría el cráneo rapado hasta la nuca. Armadura pesada le cubría los brazos, hombros y abdomen, forjada con restos de huesos humanos. Cargaba dos hachas gigantescas, runadas con inscripciones infernales. En sus muñecas, cadenas oxidadas colgaban como adorno... o como advertencia.
La plaza enmudeció.
La súcubo subió a una tarima improvisada formada con cadáveres apilados y escombros bendecidos por la sangre.
Extendió los brazos como una reina oscura en plena coronación.
—¡YO, SU GRAN REINA INFERNAL, ¡VELMORA! —su voz se alzó, sensual y cruel, cargada de poder—. Seres inferiores, escoria de carne y hueso… hoy tienen dos opciones: excavar hasta morir, o revelar la ubicación de la joya que se esconde en esta ciudad. Tienen hasta el amanecer… o todo esto será reducido a polvo. ¡Y cantaré sobre sus cenizas!
Su risa estalló como un cántico de seducción macabra. Algunos humanos se desmayaron. Otros lloraron. Nadie se atrevió a moverse.
Pero entonces, su voz bajó el tono… y se volvió aún más escalofriante.
—Ah… casi lo olvido —dijo, girando sobre sí misma con una gracia hipnótica—. Hay infiltrados entre nosotros. Encuéntrenlos… y tráiganme sus cabezas.
Sonrió sádicamente y miró directamente hacia nuestra ubicación, como si ya lo supiera.
Mi cuerpo se tensó.
—¿Cómo lo supo…? —preguntó Kenja, con voz trémula.
—No lo sé… —respondí—. Pero esto no es bueno. Nada bueno.
Y justo entonces, sin previo aviso y sin poder sentir su presencia…
KRASHH!!!
Las cajas detrás de las que nos escondíamos estallaron en mil astillas.
El demonio Clase B estaba allí.
Detrás de nosotros.
Se movía como un depredador entrenado. Sus ojos amarillos brillaban con burla y autoridad.
—Es extraño… No pude sentir su presencia. Los demonios de ahora son distintos a los de hace unos siglos. Algo no está bien —murmuré, analizando lo que ocurría.
Con un solo movimiento, me apartó de un manotazo y atrapó a Kenja por la capucha, alzándolo en el aire como a un cachorro travieso.
Kenja pataleaba, agitando los brazos.
—¡BAJAME, MALDITO TROZO DE CARNE CON MÚSCULOS! —gritó con furia, aunque su voz temblaba.
Y entonces lo vi.
No tenía la capucha puesta.
La había bajado sin que me diera cuenta. ¡Estábamos camuflados solo mientras él estuviese completamente cubierto!
Mi error.
Nuestro error.
El demonio apretó un poco más el agarre, disfrutando del pánico de su presa. Velmora, desde la tarima, sonrió con esa expresión de sadismo coqueto que le helaría la sangre a un dragón.
—Oh… ¿qué tenemos aquí? —dijo canturreando, mientras descendía de la tarima como una mariposa sangrient —. ¿Un niño perdido en el bosque del diablo?
Su mirada se cruzó con la mía.
Y en ese instante…
su sonrisa se volvió letal.
—Interesante. Tú… —me señaló con una uña larga como una lanza en miniatura—. Tú no eres una humana cualquiera. Bueno, aunque tampoco eres eso. No hueles como una.
Kenja forcejeó, encendido.
—¡Synera, haz algo!
—Lo haré… —respondí, con la mirada fija en Velmora—. Pero no porque me lo pidas.
Levanté la mano, con el maná crepitando en mis dedos como un fuego tenue. Mí mirada se clavó en ella. En esa criatura que se atrevía a llamarse reina. Que caminaba entre cadáveres como si fueran pétalos. Iba a lanzarle el primer hechizo, a borrarle la sonrisa con una sola palabra...
Pero no lo logré.
Una sombra se movió más rápido que el pensamiento.
Antes de que pudiera invocar el hechizo, una mano helada como la muerte misma me atrapó la muñeca con fuerza antinatural. Su garra se cerró sobre mi piel, y el contacto quemó… no por calor, sino por la densidad maldita de su maná.
—¿Suéltalaaa! —gritó Kenja, su voz desgarrada por el pánico y la impotencia.
Velmora estaba frente a mí. A centímetros. Tan cerca que podía oler su aroma: una mezcla embriagante de rosas negras, incienso y sangre tibia.
Fijó sus ojos rosados, de pupilas serpentinas, en los míos.
—Vaya… —susurró, con voz suave, casi amante—. Eres realmente hermosa…
Su sonrisa era puro cuchillo. La dulzura se esfumó en un instante, reemplazada por una rabia visceral que estalló en su rostro como una máscara que se quiebra.
—¡ODIO a las mujeres hermosas! —rugió—. ¡NADIE puede ser más hermosa que YO!
Su grito fue como una explosión de maná puro.
Una onda sónica me arrojó varios metros hacia atrás. Volé por el aire como una muñeca rota y aterricé sobre los adoquines resquebrajados con un golpe seco que me arrancó el aliento. Rodé por el suelo, los oídos zumbando, mientras mi visión se tambaleaba.
—¡SYNERA! —Kenja rugió.
Ya no dudó. Ya no pensó.
Actuó.
Desenvainó a Sharksoul con un rugido de pura furia y le asestó un corte limpio al brazo del demonio, que aún lo sostenía en el aire.
—¡GRUUUUHHHH! —el demonio rugió de dolor, retrocediendo mientras su brazo caía al suelo con un golpe sordo.
Kenja cayó junto con él. Se incorporó de inmediato, y sin vacilar, corrió hacia Velmora, espada en alto, listo para atacarla.
Pero no llegó a tocarla.
Sus ojos se cruzaron.
Velmora ni siquiera se movió. Solo… lo miró.
Y en ese instante, Kenja se paralizó.
Su cuerpo se congeló en el aire, como si el tiempo se hubiera detenido solo para él. Su brazo temblaba a medio movimiento, los labios entreabiertos en un grito que nunca salió. Velmora caminó hacia él con sensualidad letal, cada paso marcando un compás entre lo erótico y lo demoníaco.
—Qué hombre tan valiente… —murmuró mientras sus dedos recorrían la barbilla de Kenja con un gesto lascivo—. Un príncipe encantador, dispuesto a arriesgarlo todo… por esa zorra.
Se giró para mirarme, aún en el suelo, con una sonrisa venenosa.
—¿Eso eres para él, ¿no? Una zorra vulgar que cree merecer algo más que migajas...
Él demonio, gruñendo aún, se agachó para recoger su brazo. Lo levantó y se lo reinsertó con un chasquido grotesco, como si estuviera encajando una pieza de un rompecabezas de carne. El maná oscuro selló la herida al instante.
—Velgorath —susurró Velmora, relamiéndose los labios con deleite—. No te atrevas a tocarlo. Este hombre me pertenece. Solo a mí. —Y comenzó a girar lentamente sobre sí misma, como si danzara al compás de su propio deleite—. Mío… mío… mío… mío…
Me incorporé.
Las piernas me temblaban, pero no por miedo.
Por ira.
—No creo que le interesé alguien como tú —le escupí, limpiándome la sangre de la boca con el dorso de la mano.
Ella ni siquiera me respondió.
Se giró hacia Kenja, que aún flotaba suspendido, inmóvil, víctima del poder hipnótico de su mirada. Y sin previo aviso...
Lo besó.
Un beso largo, profundo, retorcido. Un beso que no era cariño, sino posesión.
Un beso que se sentía como una daga retorciéndose en el alma.
Kenja no pudo hacer nada. Su cuerpo seguía congelado. Solo apretó los ojos con fuerza, temblando de asco, como si su alma quisiera salir de su cuerpo para escapar de ese instante.
Yo contuve las náuseas. El estómago se me revolvía como si hubiese sido envenenado con magia corrupta.
Velmora se separó lentamente, relamiéndose los labios con deleite.
—Delicioso… —susurró, con los ojos brillando como brasas encendidas—. Me divertiré contigo… más tarde. Chasqueó los dedos, y Kenja cayó inconsciente.
Se giró hacia Velgorath y le ordenó con voz melosa:
—Llévatelo. Cuídalo bien… quiero que esté enterito para mí.
El demonio asintió con una reverencia tosca y tomó a Kenja como si fuera un saco de arroz, echándoselo al hombro y dejando a Sharksoul en el suelo.
Velmora le acarició el rostro una última vez antes de dejarlo ir. Sus mejillas estaban sonrojadas como una amante enamorada.
—Primero… —dijo, dándome la espalda—. Primero debo encargarme de la zorra que quiere quitarme a mi hombre.
Los demonios menores de la zona se apartaron. El suelo pareció vibrar bajo mis pies.
La ciudad quedó en silencio.
Solo estábamos ella y yo.
Dos mujeres.
Dos poderes.
Dos naturalezas en conflicto.
La batalla estaba al borde de estallar.
Y esta vez… no iba a contenerme.
El viento se detuvo.
El cielo, ennegrecido por el humo, pareció aguantar la respiración.
Frente a mí, Velmora alzó una ceja con desdén... y sonrió como quien contempla una presa valiosa antes de quebrarla.
—Tu maná es el de una bruja, pero tu cuerpo es el de un recipiente vacío. Ven, bruja —susurró—. Hazme sangrar… si puedes.
Mis ojos se estrecharon.
Mis dedos se cerraron en torno a la energía pura.
Mi maná ardía.
No por miedo.
Por guerra.
Y mientras el primer relámpago surcaba el cielo sobre nuestras cabezas, supe una sola cosa con absoluta claridad:
Alguien no saldría viva de esta noche.