Todos los años, en otoño, un alma humana desaparece del internado. Este año, ella llegó para quedarse.
Annabelle Drayton es enviada a estudiar al Instituto St. Elric tras una tragedia familiar. Ubicado en una antigua abadía sobre un acantilado, rodeado de bosques y niebla perpetua, el lugar parece congelado en el tiempo.
Lo que no sabe es que algunos de los alumnos no envejecen. No respiran. No sueñan. Y cada uno de ellos guarda un pacto sellado hace siglos: nunca acercarse demasiado a los humanos.
Théodore Ravencourt, el más enigmático entre ellos, ha seguido esa regla por más de cien años. Hasta ahora.
Annabelle no es como las demás. Hay algo en su sangre, en sus sueños, en su presencia, que lo arrastra hacia la vida… y hacia el peligro.
Pero cuando ella comienza a desenterrar verdades prohibidas, descubre que ser amada por un inmortal no es un privilegio… sino una sentencia.
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🩸Capítulo 14: El Silencio que Arde
Annabelle
La noche ha caído como un suspiro sin fin sobre Velharrow. Desde la ventana de mi cuarto, contemplo el jardín envuelto en sombras líquidas. La lluvia ha cesado, pero su aroma aún impregna el aire. Huele a tierra viva, a hojas mojadas, a secretos que la tormenta no pudo lavar.
En mi pecho, el fragmento arde con un fulgor tenue. Lo llevo colgado al cuello, oculto bajo el borde de mi blusa, pero siento su peso incluso cuando no lo toco. Es como una respiración ajena, una presencia callada que se acomoda entre mis pensamientos.
Desde que lo encontré, algo dentro de mí cambió. No fue inmediato. No fue un giro violento. Fue un deslizamiento suave, como si un velo se descorriera lentamente sobre mis ojos. Ya no sueño como antes. Ya no pienso como antes. Y, algunas noches, ya no estoy segura de que siga siendo enteramente… yo.
Esta noche, cierro los ojos.
Y el mundo cambia.
Estoy en los jardines. No recuerdo haber bajado, pero aquí estoy, de pie entre las estatuas cubiertas de musgo, bajo la mirada plateada de una luna opaca. Todo está envuelto en una penumbra azulina que no parece del todo real. Cada hoja, cada piedra, cada sombra... respira.
El fragmento en mi pecho late.
Y entonces la escucho.
Una voz. Femenina. Antigua. Dentro de mi mente.
"Vocem Obscuram."
Abro los ojos, pero ya están abiertos. El mundo gira levemente. Algo se ha quebrado. No en mí, sino alrededor. Como si hubiera pronunciado, sin saberlo, una llave. Una contraseña. Y el universo hubiera escuchado.
—¿Quién eres? —susurro.
Pero no hay respuesta. Solo el silencio. Y un calor que se extiende desde el fragmento, quemando suavemente bajo mi piel.
Al día siguiente, nada parece fuera de lugar. El sol tímido entra por las vidrieras del pasillo este, y los estudiantes se desplazan con sus túnicas ordenadas, libros en brazos, rostros somnolientos. Pero yo siento una grieta en la realidad, como si caminara sobre un suelo delgado que podría romperse con un paso mal dado.
En el aula de historia, el profesor Edevane habla del Pacto.
—...las reliquias del primer juramento aún existen, ocultas, fragmentadas. Algunos las consideran meros mitos, pero los registros son claros: cuando el Pacto fue sellado, no solo se firmó con sangre. Se dividió. Se dispersó. Y lo que no debía recordar, fue obligado a dormir.
Mis dedos rozan el colgante bajo la tela. El fragmento palpita. Cálido. Vivo.
Me estremezco.
Siento una mirada. Giro apenas la cabeza.
Théodore.
Está sentado unas filas detrás, entre la penumbra de los ventanales. Su postura es perfecta, sus manos cruzadas sobre la mesa. Pero sus ojos están clavados en mí. No con curiosidad. No con afecto. Con algo más hondo. Algo quebrado.
Como si ya supiera.
Esa noche, no puedo dormir. El fragmento arde, y dentro de mis venas late una palabra que no me pertenece.
Me levanto sin pensarlo. Cruzo el dormitorio, salgo al corredor. La bruma del sueño aún me envuelve, pero mis pasos son firmes. Me muevo como si recordara un camino que nunca recorrí, pero que me es familiar. Como si lo hubiese soñado muchas veces.
Las escaleras me llevan hasta la galería de los tapices. Allí, entre los hilos polvorientos del tiempo, uno nuevo cuelga. No lo había visto antes. No puede estar allí. Y sin embargo... está.
Me acerco.
El tapiz representa un círculo de fuego. Dentro, una figura femenina. Su silueta es idéntica a la mía. A sus pies, criaturas con ojos huecos. Sobre su cabeza, una palabra tejida en hilos negros:
Vocem Obscuram.
Retrocedo, el corazón en la garganta.
Y entonces lo escucho.
—No puedes evitarlo, Annabelle.
Me giro. Théodore está allí. Su rostro a medio cubrir por la sombra. Sus ojos, encendidos.
—¿Qué es esto? —pregunto, mi voz temblando.
Él no responde al instante. Camina hacia mí, sus pisadas sin sonido sobre la alfombra antigua. Cuando habla, su voz es un eco contenido.
—Esa palabra no es solo un nombre. Es un llamado.
—¿A qué?
—A lo que duerme. A lo que aguarda.
Me rodea sin tocarme. Me observa como si intentara ver más allá de mi piel.
—El fragmento... no te eligió. Te recordó.
—¿Qué soy?
—No lo sé aún. Pero no eres como los otros.
—¿Y tú? ¿Qué eres tú?
—Una advertencia. Una deuda. Un error.
Por un instante, el silencio pesa más que sus palabras. Entonces, él baja la mirada y susurra:
—Perdóname por no haber llegado antes.
Y se aleja, dejándome sola, frente al tapiz que lleva mi rostro.
Días después, la Sala de Mármol abre sus puertas. El Conclave.
Los Eternos están reunidos. Sus túnicas oscuras, sus miradas como puñales. Algunos me miran como a una amenaza. Otros con lástima. Ninguno con indiferencia.
La Mentora me llama al centro. Avanzo. Cada paso retumba como un eco en el mármol. El fragmento brilla bajo mi ropa, y siento que todos lo ven aunque no sea visible.
—Annabelle Velharrow —dice la Mentora—. ¿Sabes lo que has despertado?
—No —respondo—. Pero lo reconozco.
—¿Reconoces qué?
—La memoria que no es mía. El fuego que me llama. Y las palabras que viven en mi sangre.
Un murmullo recorre la sala. Uno de los Eternos se pone de pie. Su voz es grave, cargada de una antigüedad que hiela el aire.
—Ella no es una Elegida. Es una Heredera.
—¿Heredera de qué?
—Del lenguaje perdido. De la ruptura. Del primer susurro.
Y en ese instante, todos me miran como si fuera un umbral.
Esa noche, estoy otra vez en los jardines.
Las estrellas son más nítidas que nunca, como si el cielo quisiera verme.
El fragmento arde.
Y yo lo dejo arder.
Cierro los ojos.
Respiro.
Y pronuncio, sin miedo esta vez, la palabra que ha encendido mi mundo:
—Vocem Obscuram.
El viento se detiene. Las hojas cesan su murmullo. Y algo, en el corazón del mundo, despierta.