Gabriela Estévez lo perdió todo a los diecinueve años: el apoyo de su familia, su juventud y hasta su libertad… todo por un matrimonio forzado con Sebastián Valtieri, el heredero de una de las familias más poderosas del país.
Seis años después, ese amor impuesto se convirtió en divorcio, rencor y cicatrices. Hoy, Gabriela ha levantado con sus propias manos AUREA Tech, una empresa que protege a miles de mujeres vulnerables, y jura que nadie volverá a arrebatarle lo que ha construido.
NovelToon tiene autorización de Yazz García para publicar esa obra, el contenido del mismo representa el punto de vista del autor, y no el de NovelToon.
La cabeza de los Valtieri
SEBASTIÁN
La sala del club se había ido vaciando; las últimas conversaciones eran ya murmullos que se perdían entre las columnas. Me quedé junto a la ventana un segundo de más, el vaso en la mano, mirando la ciudad como si pudiera poner distancia con la mirada. Pero no. La rabia había prendido una chispa que no quería apagar con otra copa.
Mi padre apareció detrás de mí con el paso impecable que siempre tenía. Hizo un gesto como para retomar la velada, pero yo, por primera vez en muchos años, no acepté el guion que me dictaban.
—Padre —dije, y mi voz sonó más firme de lo que me imaginaba—. Necesitamos hablar, a solas.
Lo llevé al despacho privado del club. Natalia fingió no notar; su padre nos miró con curiosidad, pero le devolví la mirada de quien ya no tolera intromisiones. Mi madre, siempre correcta, se quedó con una sonrisa de porcelana que no alcanzaba los ojos.
Cerré la puerta y me planté frente a ellos. Sentí que el aire cambiaba: ya no éramos la familia para el público, éramos padre e hijo, y yo iba a marcar una raya.
—Quiero que quede muy claro —empecé, sin rodeos—. Nunca en sus vidas, se volverán a referir a Valentina de esa forma. No se atrevan, Jamás.
Mi padre se quedó inmóvil un instante. Sus dedos apretaron la carpeta que traía como si fuera un instrumento de control. No me devolvió la dureza.
—¿A qué te refieres exactamente? —preguntó, ya midiendo palabras.
—A que nadie la llame “activo”, “problema” o “hazme reír”. —Mi mandíbula se cerró—. No voy a permitir más comentarios sobre su comportamiento en voz alta, ni decisiones unilaterales sobre su persona. Es mi hija. Punto.
Mi madre frunció el ceño, sorprendida por el tono. Mi padre, que no gusta de perder la compostura, dejó escapar un suspiro.
—Sebastián, sabes cómo se maneja esto. No podemos exponernos a escándalos —replicó, intentando arrinconarme con la lógica empresarial.
—Lo sé —contesté—. Y precisamente por eso les digo esto ahora: no es negociable. Si quieren opinar sobre inversiones, háblenme de números. Si quieren opinar sobre mi familia, cállense hasta que yo les pida consejo. ¿Está claro?
Mi padre abrió la boca, a punto de replicar, pero cerró el puño sobre la carpeta. Buscó la jaula de autoridad a la que tanto apelaba y encontró otra cosa: a su hijo, el presidente, que desde hace un tiempo siempre le ponía límites.
—No te olvides —añadí, sin bajar la intensidad—, que por mi decisión, por mi trabajo, esta empresa sigue intacta. No me subestimen: soy quien toma las decisiones aquí. No tienen por qué meterse en mi vida privada ni en las decisiones sobre mi familia.
Mi padre palideció apenas, porque la verdad no le gustaba cuando le hablaba así: él había construido parte de ese imperio, sí, pero yo lo sostenía hoy. Y eso le dolió admitirlo, aunque fuera en silencio.
—Toleré el cambio de fecha de la boda —continué, clavándoles la mirada— porque fui indulgente con Natalia. Ella cometió un error al correr a contarlo todo. Por mi parte lo acepté. Pero no me pidan ahora que sus decisiones se metan en todo: por esa misma razón no he programado una nueva fecha. No lo haré hasta que yo lo diga. Y espero que no me molesten más con ese maldito tema de la boda ¿Queda claro?
Mi padre respiró hondo y dicha tensión se transformó en un gesto contrariado: una mezcla de orgullo herido y admiración. Mi madre volvió a la sonrisa, esta vez más forzada.
—Hijo… —comenzó mi padre, en un tono bajo—. Sabes que la familia tiene intereses que cuidar.
—Lo sé —respondí—. Y los cuido. Pero hay límites. Mi hija no es un interés. Y mi exmujer tampoco es motivo de una conversación empresarial. Si quieren hablar de Áurea, hablemos de números, de balances, pregúntenme cómo voy con la adquisición, pero por el amor de Dios, como ya les he dicho antes, procuren evitar opinar de mi familia, no se metan. ¿O les parece difícil?
Silencio. Mi padre buscó las palabras correctas y las encontró con la misma frialdad con la que dirigía un consejo administrativo:
—Está bien. No hablaremos de tu hija. Pero recuerda que las apariencias cuentan, y esa niña se anda comportando tan mal que está dando de qué hablar.
Asentí, pero marqué un último punto, con la calma gélida:
—Ya les dije. Posicionen todo cuanto quieran en la mesa de negocios. Pero mi vida la manejo yo. Y en lo que respecta a la boda: no habrá fecha hasta que yo lo decida y se lo comunique a quien corresponda.
Mi padre me miró, midiendo si ceder o forzar. Al final, inclinó la cabeza y dijo:
—De acuerdo. Por ahora, como tú quieras.
Salimos del despacho. La velada seguía su curso en el salón principal, risas forzadas y brindis. Natalia me sonrió de lejos con esa expresión de intriga consciente de que yo le cerraba un espacio.
Su padre nos observó.
Mientras volvía a la mesa, con el vaso en la mano y la sangre todavía caliente, pensé en Valentina. En lo que había pasado hoy con Gabriela.
Me senté en la mesa junto a Natalia. El señor Giraldo, su padre, no perdió tiempo en retomar la conversación donde la había dejado, como si lo anterior no hubiese existido.
—Sebastián —dijo, acomodándose el saco—, lo que hablábamos antes. Necesitan proyectarse como familia sólida. Una boda pospuesta tanto tiempo da señales equivocadas. Y claro, el tema de los hijos…
Lo miré de manera fría y calmada. Natalia me miró de reojo, con esa media sonrisa que usaba cuando quería empujarme a responder.
Antes de que pudiera decir algo, mi celular vibró.
Valentina.
La sangre me bajó de golpe.
—Disculpen —murmuré, levantándome enseguida.
Me alejé unos metros, contestando casi en susurro:
—Tina, ¿qué pasa?
No fue una llamada corta. Su voz quebrada me heló la sangre, y me tomó varios minutos calmarla, prometerle que hablaríamos mañana, que no estaba sola. Cada palabra me recordaba lo frágil que era el hilo con el que sostenía nuestra relación.
Colgué y respiré hondo antes de volver. Guardé el teléfono en el bolsillo y, como si pudiera arrancarme de cuajo lo que acababa de escuchar, regresé a la mesa.
—¿Todo bien? —preguntó Natalia, con el ceño fruncido.
—Asuntos personales —respondí seco, acomodándome en la silla.
El señor Giraldo me observó, como si no hubiera existido interrupción alguna.
—Como le decía, Sebastián, si de verdad quiere consolidar la imagen de esta unión, debe pensarse en la familia como inversión a largo plazo. Los socios inversionistas quieren ver estabilidad, confianza.
Que estupidez…
Apoyé los codos sobre la mesa, incliné la cabeza y forcé una sonrisa.
—Hablemos de negocios, señor Giraldo. Lo otro… lo veré en su momento.
El hombre asintió satisfecho, y pronto la conversación giró hacia balances, adquisiciones y proyecciones de mercado. Mientras hablaba de márgenes y estrategias, yo solo podía pensar en la voz de mi hija al otro lado de la línea.
Y si, podía fingir control en una mesa de negocios, pero en lo único que realmente importaba… lo estaba perdiendo todo.
Primera en comentar.
Primera en enviar una solicitud de actualización.
(No creen que merezco un especial saludo de la autora?)