Soy Anabella Estrada, única y amada hija de Ezequiel y Lorena Estrada. Estoy enamorada de Agustín Linares, un hombre que viene de una familia tan adinerada como la mía y que pronto será mi esposo.
Mi vida es un cuento de hadas donde los problemas no existen y todo era un idilio... Hasta que Máximo Santana entró en escena volviendo mi vida un infierno y revelando los más oscuros secretos de mi familia.
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Capitulo XII La cruda verdad
Punto de vista de Anabella
Con manos temblorosas y el corazón golpeando con fuerza contra mis costillas, rasgué el sobre amarillo. Saqué el fajo de documentos y mis ojos recorrieron frenéticamente las cifras, los sellos oficiales y los estados de cuenta.
Órdenes de embargo. Hipotecas en segundo grado. Avisos de quiebra inminente.
Las palabras se mezclaban ante mi vista. No solo nuestras Empresas estaban en la cuerda floja; incluso la mansión donde crecí, la casa que para mí era un símbolo de seguridad inquebrantable, figuraba como garantía de préstamos impagables. Según esos papeles, los Estrada no poseíamos nada; solo éramos una fachada de lujo sostenida por mentiras y deudas.
El mundo se me vino abajo. Sentí un vacío en el estómago, una náusea que me obligó a sentarme en el borde de la cama. No podía creer que mi padre, el hombre que siempre me dijo que no tenía de qué preocuparme, me hubiera ocultado algo tan grave.
—No... esto no puede ser real —susurré en la soledad de la habitación—. Esto tiene que ser una trampa de Máximo para seguir torturándome.
Me aferré a esa idea como a un salvavidas. Máximo Santana era un hombre con los recursos suficientes para falsificar documentos, para orquestar un engaño perfecto con tal de doblegar mi voluntad. Tenía que ser eso. Un hombre que ordena golpear a un anciano es capaz de inventar cualquier infamia.
Sin embargo, en un rincón oscuro de mi mente, recordé las llamadas tensas que mi padre recibía a medianoche, sus ojeras cada vez más profundas y su negativa a dejarme participar en los asuntos de la empresa. Las piezas empezaban a encajar de una forma aterradora.
Me puse de pie, sintiendo que la debilidad de la fiebre era reemplazada por una adrenalina helada. Si Máximo quería una respuesta en la cena, la tendría. Pero antes, necesitaba saber si estaba frente al hombre que me salvaría del abismo o frente al demonio que lo había cavado para mí.
El día fue una tortura lenta y asfixiante. La ansiedad por escuchar la propuesta de ese demonio no me dejó en paz; cada minuto que pasaba era un recordatorio de que mi destino ya no estaba en mis manos. Caminaba de un lado a otro en la habitación, sintiéndome como un animal enjaulado, hasta que finalmente el sol se ocultó y las sombras de la mansión se alargaron.
Emilia, la mujer que me había atendido durante mi convalecencia, apareció con una expresión solemne. No venía con medicinas ni con comida, sino con un elegante vestido negro de seda.
—El señor Santana espera que use esto para la cena —dijo, extendiendo la prenda.
Me quedé de piedra. El vestido era exquisito, de un corte impecable que se ajustaba a mi figura como una segunda piel, resaltando cada curva que yo intentaba ocultar con mi miedo. Junto a él, una pequeña caja de terciopelo revelaba unas joyas que, a simple vista, parecían ridículamente costosas: diamantes que brillaban con una luz fría y cruel.
—No soy una de sus conquistas, no tengo por qué vestirme para él —protesté, aunque mi voz carecía de convicción.
—Es mejor que no lo hagas esperar, hija. Máximo es un hombre paciente, pero no le gusta que ignoren sus cortesías.
Me vestí con las manos temblorosas, sintiendo que cada prenda era un eslabón más de una cadena invisible. Al mirarme al espejo, casi no me reconocí. El negro del vestido hacía que mi piel luciera más pálida y mis ojos más grandes, llenos de una determinación nacida de la desesperación. Parecía una princesa de luto, lista para asistir al funeral de su propia voluntad.
Cuando estuve lista, Emilia me guio a través de los pasillos silenciosos hasta el gran comedor. Las puertas se abrieron, revelando una mesa larga iluminada por velas. En el extremo, Máximo me esperaba. Ya no vestía el traje de negocios de la mañana, sino una camisa oscura con los primeros botones abiertos, dándole un aire de depredador relajado que me resultó mucho más peligroso.
Él se puso de pie al verme entrar, y por un microsegundo, creí ver un destello de algo parecido a la admiración en sus ojos, antes de que su máscara de hielo volviera a su sitio.
—Llegas a tiempo, Anabella —dijo, señalando el asiento frente a él—. Siéntate. Es hora de que hablemos sobre cómo voy a evitar que tu apellido termine en el fango.
La piel se me erizó al pensar en su propuesta. Sabía que él no era un hombre sencillo; era un estratega que no dejaba cabos sueltos. Si su objetivo era arrebatarle a mi padre todo lo que amaba, era evidente que ese plan me incluía a mí como la pieza central.
—Ordena que sirvan la cena, por favor, Emilia —dijo Máximo. Su tono de voz se suavizaba ligeramente cuando se dirigía a ella, revelando la única grieta en su armadura de hielo.
—No he venido a cenar. No tengo apetito —mentí. Mis entrañas se retorcían, pues no había probado bocado desde el día anterior, pero mi orgullo era lo único que me mantenía en pie—. Solo acepté esta ridícula invitación para escuchar tu propuesta.
Los ojos de Máximo se oscurecieron, adquiriendo un brillo peligroso. El aire en el comedor pareció volverse más denso, dificultándome la respiración. Estaba aterrada, pero me obligué a sostenerle la mirada.
—Aquí se hace lo que yo diga —sentenció con una calma que daba más miedo que cualquier grito—. Y si te ordeno que comas, lo haces sin contradecirme.
—He dicho que no comeré nada que venga de ti —respondí, apretando los puños bajo la mesa—. Mejor di lo que tienes que proponer para que pueda volver a mi celda.
Máximo descargó un golpe seco sobre la mesa que hizo vibrar la cristalería. Por un segundo, vi la impotencia cruzando su rostro ante mi resistencia, pero recuperó el control de inmediato. No insistió. En su lugar, hizo un gesto para que le sirvieran a él.
Empezó a comer con una lentitud exasperante, saboreando cada trozo de carne, cada sorbo de vino, mientras el aroma de la comida inundaba la habitación y mi estómago rugía en una traición silenciosa.
—Todo quedó exquisito, Marta —comentó él, mirando fijamente mis labios mientras llevaba un bocado a su boca.
—Gracias, señor —respondió la cocinera, lanzándome una mirada de profunda incomodidad.
Máximo prolongó la cena durante casi una hora. Cada movimiento de sus cubiertos era un golpe a mis nervios. Era obvio que lo hacía a propósito; disfrutaba de mi hambre, de mi ansiedad y de mi debilidad. Cuando finalmente dejó la servilleta sobre la mesa y se reclinó en su silla, supe que el juego previo había terminado.
—Muy bien, Anabella —dijo, entrelazando sus dedos—. Ya que tienes tanta prisa por conocer tu destino, hablemos de negocios.
Su mirada era una sentencia de mi destino, aunque no estaba dispuesta a que me doblegara tan fácilmente.