Para escapar de las abrumadoras responsabilidades heredadas de su difunto hermano, Bitte, de 19 años, viaja a un remoto pueblo de Tailandia. Allí conoce a Estoico, un chico de 13 años abandonado por sus padres, quienes lo utilizaron para pagar una deuda de juego. Conmovida, Bitte decide adoptarlo a pesar de la mínima diferencia de edad, cargando así con una nueva responsabilidad. Sin embargo, lo que comenzó como un acto tierno y loable, pronto comenzó a oscurecerse.
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Capítulo 19: Seamos sinceros N°2
continuación.
—Y bien, ¿cómo te fue? Imagino que estuviste haciendo algo importante; no sé en qué estaría relacionado, pero espero que te haya ido bien —mencionó ella, sintiendo las manos del otro moviéndose, entrelazando hebra con hebra de su cabello.
—Pues estuve viendo al doctor Clark. Ya ha pasado un mes desde nuestra última cita y lo he notado un poco más lleno. Al parecer, su esposo le está dando comida y no lo deja pasar hambre —respondió con un dejo de enojo, pues cuando conoció al médico, este llevaba una dieta impuesta por su familia; es decir, su esposo lo castigaba privándolo de alimento, a pesar de que trabajaba todo el día. Al llegar a casa, no tenía la cena lista y además debía limpiar, hacerse cargo de los niños y preparar la comida, para que su esposa, un tanto descuidada, no discutiera con él. Hablamos sobre muchos temas; me ha ayudado a resolver algunas incógnitas y otros pensamientos que me carcomían en estos últimos meses. Ahora los tengo más equilibrados.
Ya terminado el trenzado, y tras completar su rutina de skincare —limpieza, hidratación y humectación minuciosa del rostro—, ella se levantó de su asiento para encarar a quien estaba en la habitación. Él, con rostro apacible pero un gesto tenso, se limitaba a observarla: cada detalle de su ropa, cabello, calzado —en ese momento, unas cómodas pantuflas—, su piel humectada, brillante, limpia y suave a la vista y al tacto. Podría decirse que nunca había visto a alguien que se le pareciera.
En medio de su conversación con el doctor, algo resultó especialmente cortante para el joven: que el profesional le dijera: “Otros pensarían que lo que sientes por ella es atracción y no ese deseo completamente distinto. A mi parecer —y quizás al tuyo—, lo que tienes hacia ella es una sed insensata de dominio, una obsesión que no te permite entender que Bitte, como mujer adulta, tiene derecho a hacer su vida con otra persona. No es obligatorio que esté siempre a tu lado o al de tus hermanos. En algún momento, cada uno crecerá, conseguirá pareja, tendrá hijos o no; es decisión personal. Pero a lo que quiero llegar es: ¿cómo esperas que ella, siendo tan joven, no busque oportunidades para no quedarse sola en el futuro? Sé que se le da mal socializar en grupos grandes, aunque eso no le impide ser feliz. Piénsalo bien: visualízate a los veintitrés o veinticuatro años con una pareja —independientemente de su género, eres libre de elegir—. Imagina que consigues a esa persona, se van de casa, tienen hijos —propios o adoptados, como en tu caso—, la familia crece… con el tiempo, cada uno dejará el nido, y ella no puede quedarse a la deriva”. Esas palabras lo hicieron tocar fondo, dejándolo aturdido en un universo donde no hallaba cabida; solo imaginarlo lo dejaba sin aliento. Sí, al pensarlo bien, había sido egoísta.
Pero la verdad era que no estaba seguro de qué sentimiento albergaba hacia ella. No podría decir que era amor; podría confundirse con apego, pero ¿qué clase de apego? No tenía palabras para definir qué lo emocionaba cada vez que la veía, la escuchaba, o aquellas noches en que ella, en medio de su desesperación —quién sabría qué pasaba por su mente—, se escapaba al salón de baile de la mansión, se ponía audífonos y danzaba durante una o dos horas, hasta quedar exhausta. Luego se bañaba, se arreglaba y volvía a dormir. Esas acciones, simples a sus ojos, le generaban inquietud y, a la vez, fascinación.
—Me alegro. Aquí en la misión todo estuvo regular; los chicos no pelearon, aunque claro, hubo uno que otro incidente. Por ejemplo, Kris fue visto por uno de nuestros inversionistas —para ser precisos, Kris andaba en calzones y al parecer le cayó bien al inversor, que es un joven contemporáneo mío. Parece que le agradó —comentó con tono de chiste, aunque todo lo que decía era cierto—. Creo que lo que más le llamó la atención fue que, a pesar de la vergüenza, no lo dejó a la vista y se pavoneó como un pavo real por todo el segundo piso, ante todos —aunque no éramos muchos: solo el inversionista, su asistente, una secretaria, mi asistente y yo. Los empleados ya están acostumbrados a verlo así. Lo más gracioso es que aún así tuvo el descaro de presentarse: se posicionó en lo alto de las escaleras y pronunció su nombre y apellido con tanta elegancia que parecía de la realeza… una realeza sin pantalones.
—Claro, no me sorprende. ¿Recuerdas que desde niño siempre ha sido así? Cuando estábamos en el hogar infantil, las cuidadoras decían que era un niño quisquilloso y narcisista, a pesar de haber crecido con pocos recursos y haber pasado por dos hogares diferentes. Creo que siempre fue Bitte quien le dio esa atención; a mi parecer, mucha, pero fue lo que lo mantuvo y no lo dejó flaquear —pronunció cada palabra con un ligero pero significativo tono de melancolía. Recordar el rostro de Bitte en el momento de firmar los papeles de adopción de aquellos dos niños había sido uno de los momentos más felices de su vida. Su alegría no se mostraba en la sonrisa —no le gustaba sonreír mucho, algo que compartían—, pero sus ojos reflejaban esa emoción.
—Sí, es cierto. Como mellizos, se han apoyado mutuamente con los años. Han tenido sus altercados, pero siempre han logrado resolver sus diferencias —respondió, dirigiéndose a la cama y acomodándose de la manera más cómoda posible. El día había sido agotador; agradecía que el sol se hubiera ocultado, dando paso a la luna y sus misterios.
Él, aún de pie en medio de la habitación, miraba su reflejo en el espejo, tragando saliva mientras pensaba en sus siguientes palabras. Decidió darse la vuelta, dar unos pasos y sentarse al borde de la cama, procesando y ordenando cada idea que diría a continuación, con la certeza de que eso lo cambiaría todo.
—No sé cómo tomarás mis palabras, pero no puedo seguir ocultando esto. La verdad es que no sé exactamente qué siento por ti; no sé si es dependencia, enamoramiento o algo más. Por mi actuar y mis acercamientos, seguramente te has dado cuenta, y sé que te he hecho sentir incómoda e ignorada, creyendo que en algún momento lo aceptarías o tratarías de entender. Solo espero que a partir de hoy seamos más sinceros y comunicativos con nuestros sentimientos —expresó con semblante serio, pensando que si mostraba otra emoción no lograría explicarse—. Y sé que podrías decir que, dada mi condición, no debería saber qué es querer, amar o sentir algo que involucre a otra persona sin manipularla. Pero te aseguro que lo que siento ahora me ha hecho entender que sí tengo emociones, que soy humano y que puedo sentir.
Ella, por su parte, ya había tomado un libro para leer al menos medio capítulo antes de dormir. Pero al escuchar aquellas palabras, decidió cerrarlo, prestar toda su atención a quien tenía frente a sí y tratar de dar la mejor respuesta posible, sin sonar cortante ni interrumpirlo antes de que terminara.
—Entiendo perfectamente a lo que te refieres. Sí, en muchas ocasiones me hiciste sentir incómoda, especialmente durante esos ataques de celos que en un momento llegué a comprender, pero que, al parecer, tú mismo aún no has logrado entender por completo. Supongo que se debe a tu edad. Sé que, en términos numéricos, nuestra diferencia no es mucha, pero, en el momento exacto en que nos conocimos, existía un cierto nivel de madurez que nos distinguía. Tú has hecho tu esfuerzo por controlar esos impulsos, y yo he hecho el mío por ignorar que los veo, que los comprendo, que sé cómo son. Ambos sigamos adelante y espero que, tal como lo has dicho, a partir de hoy las cosas cambien. No sé si será para bien o para mal; solo aspiro a que sepamos sobrellevarlo y comprendernos mejor, el uno al otro.
Momentos antes, sentía su pecho muy agitado. Su garganta se le hacía un nudo; con dificultad podría haber pronunciado palabra alguna, pero era una adulta y no podía permitirse comportarse así. Decidió entonces hablar con sinceridad, más allá de cualquier intención de concederle un momento de quietud.