Gabriela Estévez lo perdió todo a los diecinueve años: el apoyo de su familia, su juventud y hasta su libertad… todo por un matrimonio forzado con Sebastián Valtieri, el heredero de una de las familias más poderosas del país.
Seis años después, ese amor impuesto se convirtió en divorcio, rencor y cicatrices. Hoy, Gabriela ha levantado con sus propias manos AUREA Tech, una empresa que protege a miles de mujeres vulnerables, y jura que nadie volverá a arrebatarle lo que ha construido.
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El miedo detrás de la rabia
SEBASTIAN
Siempre pensé que proteger a Gabriela significaba controlarlo todo: los lugares a los que iba, la gente con la que hablaba, hasta cómo se vestía.
Era absurdo, lo sé. Pero en mi mente, si mantenía cada variable bajo mi mando, nada podía salir mal. Nadie podía hacerle daño. Nadie podía arrebatármela.
Y sin embargo, la estaba perdiendo igual.
Me lo ocultó durante cuatro semestres. Cuatro. Y yo, tan metido en la empresa, en uno que otro encuentro para desestresarme, lo admito, en los negocios de mi padre, en demostrar que era digno del apellido Valtieri, no vi nada. Ni los apuntes escondidos, ni las salidas “a la biblioteca”, ni el brillo distinto en sus ojos.
Cuando descubrí la verdad, no me dolió tanto que Gabriela me lo hubiera ocultado. Lo que realmente me destrozó fue darme cuenta de que ya no me necesitaba… y de que también ella sabía lo que yo estaba haciendo a escondidas.
Me sentí como un completo idiota.
Lo admito: después de que Gabriela perdiera al bebé, no pude volver a tocarla. Tenía miedo, un miedo absurdo pero real, de lastimarla otra vez. Ese temor me paralizó. Y sé que no es una justificación, lo que hice no tiene excusa… pero por eso no podía acostarme con ella.
La miré esa noche, discutiendo conmigo en la sala, defendiendo sus estudios con una fuerza que pocas veces había visto en ella. Y sentí algo que me dio miedo reconocer: estaba orgulloso.
Pero el orgullo se mezcló con un resentimiento antiguo: el eco de mi padre repitiéndome que Gabriela debería quedarse en casa, que un Valtieri no necesita una esposa mediocre que descuide a su familia por sueños egoístas.
Y lo peor: los rumores.
Mi padre me lo dijo sin titubeos esa misma tarde en la oficina:
—Tu mujer anda estudiando en una universidad pública, Sebastián. ¿Sabes lo que dicen de ella? Que está demasiado “amistosa” con un compañero. Vas a hacer que nos ridiculicen.
Esa palabra me hirió más que cualquier otra: ridiculizar.
Porque lo entendí como un reflejo hacia mí. Como si los logros de Gabriela fueran un insulto a mi hombría, como si el hecho de que hablara con otro hombre significara que me estaba faltando al respeto y estaba tomando dime por idiota.
Y entonces exploté.
—Mi padre tiene razón —me repetía en mi cabeza, aunque parte de mí supiera que no era así—. El mundo entero va a mirarme y pensar que no tengo control sobre mi propia casa.
Ese miedo me cegó. Y en lugar de apoyarla, en lugar de ser el hombre que siempre le prometí ser… me convertí en otro carcelero.
Al final de esa noche, cuando ella se encerró en la habitación y yo me quedé solo en la sala, con las luces apagadas, la verdad me golpeó en silencio:
No era ella quien me estaba traicionando.
Era yo.
Yo, traicionando el amor que alguna vez nos unió.
El tiempo no nos curó. Solo profundizó las grietas.
Me aferré a la idea de que, mientras Valentina creciera bien, todo lo demás podía sostenerse a medias. Gabriela y yo, ya no compartíamos cama, aún cumplíamos con la rutina de familia… pero éramos dos desconocidos conviviendo bajo el mismo techo.
Y llegó el día que más temía.
Valentina ya tenía ocho años. Yo estaba en mi oficina, revisando unos contratos interminables, cuando Gabriela entró. No había enojo en su rostro. Ni lágrimas. Solo una calma fría que me heló la sangre.
—¿Tienes un minuto? —preguntó.
—Siempre lo tengo para ti —respondí, automático, sin siquiera apartar la vista de los papeles.
Hasta que escuché el golpe suave sobre el escritorio.
Un sobre.
Al levantar la mirada, lo vi ahí: el documento que nunca creí ver en nuestra historia.
El divorcio.
Me quedé helado. El aire se volvió pesado, imposible de respirar.
—¿Qué… qué significa esto? —mi voz salió rota.
Ella sostuvo mi mirada con firmeza.
—Significa que ya no puedo más, Sebastián.
Sentí un vacío abrirse en mi pecho.
—Gabi, por favor… —extendí la mano hacia ella, pero ella se apartó un paso.
—No me mires así. Tú sabes que esto ya estaba muerto hace mucho. Yo solo… no quería que Valentina lo viviera desde tan pequeña.
Las palabras me atravesaron. Quise gritar que no era cierto, que aún podíamos salvarnos, que ella era mi vida… pero nada salió. Solo silencio.
Ella continuó, serena, como si lo hubiera ensayado mil veces:
—Te lo advertí, Sebastián. Yo no iba a pasarme la vida encerrada ni viviendo bajo la sombra de tus miedos. No quiero que Valentina crezca creyendo que esto es amor.
La voz se me quebró.
—Pero yo… yo las amo.
—¿Estas seguro de eso? ¿Sabes al menos lo que significa amor? —respondió sin titubear.—Porque esto que me diste, no lo es. Lo qué supuestamente me prometiste cuando éramos unos adolescentes, no lo cumpliste, Sebastián. Me heriste, al igual que mi padre, me hiciste vivir unos años miserables.
No había marcha atrás.
La mujer que había sido mi refugio, mi primera risa, mi primer todo… se me estaba escapando de las manos.
No quería aceptar el divorcio.
—Sé que me he comportado como un imbécil, lo acepto —dije, con la voz quebrada—. Pero, Gabriela, lo nuestro no puede terminar así.
Ella me miró en silencio, con esos ojos firmes. Y entonces solté lo peor que podía decir:
—Sí, estuve con otras mujeres… varias. Pero fue solo sexo, nada serio. Mi esposa siempre vas a ser tú, siempre te voy a amar. —Me pasé las manos por el cabello, desesperado—. Es que tú… desde lo del accidente… yo… pero bueno, soy un hombre, Gabriela. Tengo necesidades.
El sonido de su mano contra mi rostro resonó como un látigo.
—¿De verdad fuiste capaz de decirme eso? —me gritó, temblando de rabia—. ¿Eres idiota? ¿Esperas que por eso te perdone? ¿En serio crees que puedes justificarte diciendo que me faltaste al respeto acostándote con otras? ¿Eso te parece amor, Sebastián? ¿Estás bien de la cabeza?
Sus gritos eran tan fuertes que cualquiera podía escucharlos desde fuera de la oficina.
—Firma el acuerdo rápido. Ya no quiero perder más tiempo contigo, y mucho menos escucharte.
—¡No! —me abalancé sobre ella, sujetándola de los hombros—. No voy a firmar nada, Gabriela. Regresa a la casa, por favor.
Ella me empujó con fuerza. Yo caí de rodillas frente a ella, sin orgullo, suplicando.
—No me dejes… —supliqué con la voz rota.
Gabriela me miró, con lágrimas en los ojos, y entonces me dijo lo que más dolía escuchar:
—Ponte a pensar, Sebastián. ¿Quieres que tu hija viva así? ¿Te gustaría que la pareja de tu hija le fuera infiel y la tratara como si no existiera, solo porque ese fue el ejemplo que le dio su padre sobre el amor?
Me senté en mi escritorio, con el sobre todavía sobre la mesa, mirando los papeles como si fueran un acertijo imposible de resolver. Cada línea parecía arrancarme un pedazo del alma.
Quería gritar, rogar, convencerla de quedarse… pero al mismo tiempo, sabía que mi ego no podía ser la razón por la que Gabriela siguiera infeliz.
Y ahí fue cuando me di cuenta: ella ya no era la chica que conocí. La chica que me buscaba entre chistes y risas. La mujer que había soportado todo por amor, que había crecido y aprendido a luchar sola… esa mujer no necesitaba que yo la sostuviera.
Suspiré, rendido. Firmé el acuerdo de divorcio. Sin discutir, sin amenazas. Solo lo acepté.
Días después, Gabriela se mudó.
No entendía de dónde había sacado tanto dinero para comprarse una casa tan bonita y bien ubicada. Hasta que lo descubrí.
Llevaba desde el año pasado trabajando en un proyecto secreto, uno que ella había desarrollado con un equipo propio y que acababa de lanzar.
—ÁUREA —susurré, viendo en mi mente cómo todo encajaba—. Su app, su visión, su lucha… habían dado frutos.
Y lo más impresionante: le había ido genial. No solo había logrado independencia económica, sino que también estaba haciendo algo que cambiaba vidas.
Sentí un nudo en la garganta. Orgullo, tristeza y un dolor profundo mezclados.
La mujer que una vez fue mi mundo, ahora brillaba sin mí… y yo no podía hacer nada más que mirar.
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(No creen que merezco un especial saludo de la autora?)