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ella fue secuestrada el día de su boda, el día más importante de su vida
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capítulo 10
La luz en la habitación era avara, filtrándose tenuemente por una pequeña ventana alta, sucia y enrejada. Iluminaba el polvo que danzaba en el aire quieto y se posaba sobre la figura de Mireya, sentada en el borde de una cama metálica. El silencio era tan pesado que podía oír el latido de su propio corazón, un tambor acelerado de miedo y rabia contenida. Había intentado, en un arranque de desesperación, desafiar a Lucas. Le había gritado, le había dicho cosas que llevaba días guardando, palabras afiladas cargadas de todo el odio que el miedo permite.
Ahora, la consecuencia se acercaba. Lucas entraba en la habitación sin prisa, cerrando la puerta a sus espaldas con un clic siniestro. Su rostro no mostraba la ira explosiva que ella esperaba, sino una calma perturbadora, una paciencia de depredador que sabe que su presa no tiene escapatoria. En sus ojos, sin embargo, ardía una luz fría, la de un hombre cuyo orgullo había sido herido.
—No entiendo por qué me haces esto —logró decir Mireya, su voz quebrada por el llanto que ya no podía contener. Las lágrimas le resbalaban por las mejillas, limpiando surcos pálidos en el rostro sucio—. Nos íbamos a casar. Todo estaba listo. ¿Por qué arruinarlo todo? ¿Por qué convertir algo que era bueno en… en esto?
Lucas no respondió de inmediato. Se acercó a ella, y su sombra la envolvió, apagando la escasa luz. Se detuvo justo delante, mirándola como un entomólogo estudia un insecto raro.
—No lo entenderías aún, mi querida dama —dijo por fin, su voz un susurro sedoso que erizó la piel de Mireya—. Pero siempre existe un "porqué". Siempre.
Se agachó hasta quedar a su altura, y su aliento, que olía a café y a menta, le golpeó el rostro. Mireya intentó apartarse, pero no había a dónde ir.
—A pesar de que no debería… te amo —confesó él, y la palabra sonó grotesca, venenosa, salida de su boca en ese contexto—. Y no tienes idea de cuánto.
Mireya sacudió la cabeza, una negación feroz. —Eso no es amor. El amor no secuestra, no encierra, no aterroriza.
Una chispa de irritación cruzó los ojos de Lucas. —El amor es posesión, Mireya. Es tener lo que se desea, a cualquier costo. Y yo te deseo. Te deseo más que a nada en este mundo. Eres mía.
Alargó la mano, no para golpearla, sino para acariciarle el rostro. Ella se estremeció y apartó la cara con un gesto brusco, de asco. El rechazo fue la chispa que encendió la mecha.
La calma en Lucas se quebró. Su mano, que un instante antes buscaba una caricia, se convirtió en una garra. —Lo siento, cariño. No lo tomes personal —dijo, pero su voz ya no tenía rastro de falsa dulzura. Era puro acero.
Agarró su cabello con fuerza, enredando sus dedos en las melenas y tirando de ellas con una violencia que le arrancó un grito de dolor. La hizo ponerse de pie de un tirón, y Mireya, doblada por la wa, no tuvo más remedio que seguirlo mientras la arrastraba por la fría habitación de cemento. Cada tirón era una descarga eléctrica de agonía que le recorría el cuero cabelludo y la nuca.
—¡Suéltame! —gritó, pataleando, intentando en vano encontrar apoyo—. ¡Déjame ir!
Pero Lucas era incontenible. La arrastró hasta un grueso tubo de hierro que salía de la pared, cerca del suelo. De su bolsillo sacó un par de esposas. No eran las de la policía, sino unas más pesadas, toscas, hechas para durar. Con un movimiento experto, le esposó una muñeca al tubo, dejándola arrodillada en el suelo, en una posición incómoda y humillante.
—Si no fuera por todo el amor que te tengo —dijo Lucas, poniéndose de pie y mirándola desde arriba, como a un animal domado—, ya no estarías en este mundo. Así que sé agradecida.
Mireya alzó la vista hacia él, el dolor físico palideciendo ante la indignación y el terror. —¿Agradecida? ¿Por esto? ¿Por ser tu prisionera?
—Por estar viva —corrigió él, su tono glacial—. Porque hay otras formas de sufrir, Mireya. Formas mucho más… definitivas. Mi amor es lo único que te protege de ellas. Así que aprecia mi amor. Acostúmbrate. Esto es tu vida ahora. Yo soy tu vida ahora.
Sus palabras cayeron como losas sobre su espíritu. No era solo una amenaza física; era una negación de su propia existencia, de su autonomía, de su futuro. Él se veía a sí mismo no como su carcelero, sino como su salvador, el único baluarte entre ella y una destrucción aún mayor. La perversión de su lógica era tan profunda que resultaba aterradora.
Lucas dio media vuelta y se dirigió hacia la puerta. Antes de salir, se volvió una última vez. —El amor duele, Mireya. Y el mío duele más que la mayoría. Pero es el único que tienes. Así que abrázalo.
La puerta se cerró, y el silencio volvió a caer, ahora roto solo por los sollozos ahogados de Mireya. El dolor en su cuero cabelludo era agudo, punzante. El metal de las esposas le mordía la muñeca, frío e implacable. Pero más profundo era el dolor de la humillación, de la impotencia, de saber que estaba a merced de un hombre que creía que el amor y la crueldad eran dos caras de la misma moneda.
Miró el tubo al que estaba encadenada. Era una metáfora perfecta de su situación: frío, sólido, inamovible. Lucas no quería marcas visibles en su cuerpo, no aún. Prefería marcar su alma, quebrar su espíritu, demostrarle que cada gramo de resistencia tendría un precio exorbitante. Y lo peor, lo que helaba su sangre, era la certeza de que él disfrutaba con ello. Que su sufrimiento no era un daño colateral, sino el objetivo mismo. Al humillarla, al hacerla sufrir, se estaba infligiendo el daño más profundo a Caesar, y esa venganza indirecta, ese dolor transmitido a través de ella, era la fuente de su gozo.
Arrodillada en el suelo frío, encadenada y con el rostro bañado en lágrimas de dolor y rabia, Mireya comprendió la verdadera naturaleza de su cautiverio. No era un rescate pendiente de una negociación. Era un escenario de tortura diseñado para dos audiencias: para ella, para romperla, y para Caesar, para destruirlo. Y Lucas, desde su retorcida concepción del amor, era el director de obra, disfrutando de cada momento, de cada grito, de cada lágrima, convencido de que era la prueba definitiva de la intensidad de sus sentimientos.
El se fue pero tenía muchas cosas planeadas, demasiadas