En mi vida pasada, mi nombre era sinónimo de vanidad y egoísmo. Fui un error para la corona, una arrogante que se ganó el odio de cada habitante de mi reino.
A los quince años, mi destino se selló con un compromiso político: la promesa de un matrimonio con el Príncipe Esteban del reino vecino, un pacto forzado para unir tierras y coronas. Él, sin embargo, ya había entregado su corazón a una joven del pueblo, una relación que sus padres se negaron a aceptar, condenándolo a un enlace conmigo.
Viví cinco años más bajo la sombra de ese odio. Cinco años hasta que mi vida llegó a su brutal final.
Fui sentenciada, y cuando me enviaron "al otro mundo", resultó ser una descripción terriblemente literal.
Ahora, mi alma ha sido transplantada. Desperté en el cuerpo de una tonta incapaz de defenderse de los maltratos de su propia familia. No tengo fácil este nuevo comienzo, pero hay una cosa que sí tengo clara: no importa el cuerpo ni la vida que me haya tocado, conseguiré que todos me odien.
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Juego de poder
Punto de vista de Katerine
Dante me estudió en silencio, y por un momento, la línea entre la admiración estratégica y el peligroso deseo se difuminó. Mis palabras habían sido el último vestigio de la reunión de trabajo. Él lo sabía. Yo lo sabía. La "luna de miel" había comenzado realmente.
Se acercó a mí con una lentitud deliberada, cada paso cargado de una intención que no podía ignorar. Yo no retrocedí. Mi cuerpo, fortalecido por dos años de disciplina, se mantuvo firme, pero mis entrañas se tensaron. La Katherina de antes, la princesa, jamás había permitido tal intimidad fuera de su voluntad. La dueña de este cuerpo, la Katerine original, no tenía experiencia. Y yo, atrapada entre ambas, no sabía cómo reaccionar.
Dante llegó frente a mí, su aliento cálido rozando mi piel. Era un depredador, y yo, su presa, había aceptado el juego con un anillo en el dedo. Su mano se levantó lentamente, y por un instante pensé que me golpearía, como Henry o la Abuela. Pero sus dedos se posaron con una inesperada delicadeza en mi mandíbula.
—Dijiste que la noche es larga, Katerine —murmuró, su voz profunda—. Y yo he sido muy paciente.
Mis ojos grises se fijaron en los suyos. No había amor, no había ternura. Solo una curiosidad intensa, una voluntad de explorar los límites de esta alianza de poder. Y debajo de eso, un deseo crudo que había mantenido a raya durante dos años.
Inclinó su cabeza, y sus labios rozaron los míos. El primer contacto fue suave, una pregunta tácita. Yo no respondí. Mi cuerpo estaba rígido, mis músculos tensos, anticipando lo desconocido.
Entonces, el beso se intensificó. No fue una súplica, sino una declaración. Su boca reclamó la mía con una autoridad que era familiar, pero también abrumadora. Mis manos, que deberían haberlo alejado, permanecieron inertes a mis costados. Sentí un fuego recorrer mis venas, una mezcla confusa de asombro y una extraña excitación que la Katherina de antes nunca había conocido.
El beso se prolongó, una batalla silenciosa en la que mi mente estratega se encontró inútil. Mis defensas cayeron una por una. La tonta dueña de este cuerpo, con su inexperiencia, se mezcló con la princesa que había sido usada. Y yo, la reina, me sentí expuesta, vulnerable por primera vez desde mi transmigración..
Cuando Dante finalmente se separó, mi respiración era irregular. Mis labios hormigueaban, y mis mejillas estaban ardiendo. Él me observó, sus ojos oscuros brillando en la penumbra, una sonrisa de triunfo apenas perceptible en su rostro.
—El linaje puede esperar hasta el amanecer —dijo, su voz ronca—. Ahora, Katerine, vamos a disfrutar de nuestra luna de miel.

Sin esperar respuesta, Dante me levantó en sus brazos con una facilidad que humilló mis músculos entrenados. Cruzó el salón hacia el camarote principal. Yo debería haber protestado, gritado o intentado zafarme, pero me mantuve en silencio, mi mente frenética al intentar catalogar este nuevo tipo de ataque.
Él me depositó con cuidado en la cama, que era tan grande y lujosa como cualquier que Dante pudiera poseer. La suave colcha de seda se sentía extraña contra mi piel.
—¿Miedo, Katerine? —preguntó, su voz burlona, mientras desabrochaba los botones de su camisa. El torso bronceado y fuerte, marcado por cicatrices sutiles, era el de un guerrero.
Yo me enderecé, forzando mi orgullo a dominar el pánico.
—Nunca he tenido miedo de la oscuridad, Viteri. Solo de la estupidez.
—Entonces no seas estúpida —me desafió, tirando la camisa al suelo—. Ya firmaste el contrato. Ya usaste mi nombre. Ahora, dame lo que me has prometido. Dame una reina, no una virgen asustada.
La acusación me golpeó. ¿Virgen? La Katerine original no había tenido oportunidad de ser nada; yo era una esposa forzada que había detestado cada contacto. Pero la palabra "virgen" en este contexto, en este cuerpo inexperto, era una verdad dolorosa y humillante.
Me quité el vestido negro con un movimiento abrupto y lleno de rabia, tirándolo lejos. Mis ojos lo desafiaron a reírse de mi inexperiencia.
Dante detuvo su movimiento. Su mirada recorrió mi cuerpo con una intensidad que era tanto apreciación estratégica como deseo.
—Excelente —murmuró, su voz más baja y seria—. No luches contra mí; úsame. Úsame para borrar a ese padre que te enseñó el miedo y a esa tonta que no sabía cómo defenderse.
Sus palabras cortaron la estrategia, penetrando la armadura que había construido. No se trataba solo de sexo; se trataba de dominio y purga. Él me estaba dando permiso para usar este acto para reclamar la posesión de mi propio cuerpo, liberándolo de la historia de abuso.
Cuando se acercó a mí, la lucha interna finalmente terminó. No hubo súplica, no hubo romance, solo una necesidad voraz de tomar control, de sentir que yo era la que decidía la intensidad, la que manejaba el dolor y el placer. Yo no era una víctima, ni la esposa de Esteban, ni la tonta Katerine.
Era la Reina, y esta noche, incluso en este acto íntimo y forzado, yo iba a demostrar que nadie, ni siquiera Dante Viteri, podía dominar mi voluntad. La noche en el 'Lealtad' se convirtió en una batalla donde cada caricia y cada beso eran una jugada de poder.