¿Qué pasa cuando el amor de tu vida está tan cerca que nunca lo viste venir? Lía siempre ha estado al lado de Nicolás. En los recreos, en las tareas, en los días buenos y los malos. Ella pensó que lo había superado. Que solo sería su mejor amigo. Hasta que en el último año, algo cambia. Y todo lo que callaron, todo lo que reprimieron, todo lo que creyeron imposible… empieza a desbordarse.
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Mi lugar favorito siempre fuiste tú
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...CAPÍTULO UNO...
Dicen que cuando alguien es parte de tu vida desde siempre, es difícil notar en qué momento empezó a importarte más de lo normal.
A mí me pasó a los catorce.
Él me pasó.
Nicolás Reyes.
Y no dejó de importarme nunca.
—¿Vas a quedarte ahí parada todo el día o piensas subir? —preguntó su voz desde el auto, con esa sonrisa que siempre me rompe la concentración.
Ahí estaba, apoyado con un brazo sobre el volante, su cabello blanco despeinado por el viento y el buzo gris que le regalé para su cumpleaños que casi siempre lleva puesto.
Desde pequeño, Nicolás había sido diferente. No por su forma de hablar, ni por su inteligencia —que también—, sino por su cabello blanco como la sal. Nicolás nació con una condición genética rara. No era albino, no tenía la piel pálida. Tenía poliosis, una condición que le robó el pigmento al cabello pero le dejó todo lo demás intacto. Sin embargo tenía ese aspecto casi fantasmal que a todos los demás les parecía hipnótico. A pesar del cabello, tenía la piel bronceada, algunas pecas en el rostro, ojos gris oscuro y cejas perfectamente marcadas. Un contraste que lo hacía único.
—Ya voy, gruñón —respondí, metiéndome a su lado con mi mochila al frente—. ¿Dormiste mal o solo estás en modo antisocial desde temprano?
—Estoy en modo “casi llegamos tarde porque alguien tarda media vida en alistarse”.
—Disculpa por ser chica y tener que resaltar mi belleza—dije girándome hacia él—. No todos podemos tener la suerte de despertar ya perfectos.
Nico soltó una risa baja mientras arrancaba.
—Tontita.
Llevábamos yendo juntos al instituto desde que tengo memoria, siempre nos íbamos en bici, pero en primer año su mamá le regaló este auto por su cumpleaños.
Desde que nuestras madres, mejores amigas desde la infancia, decidieron que “no había nada más seguro que ir juntos”.
Lo que ellas no sabían era que yo me subía al carro de Nicolás todos los días… con el corazón en la garganta.
Él ponía su playlist de siempre, que cambiaba cada mes.
Yo abría la ventana, sacaba la cabeza un poco, y fingía que el aire no me enrojecía los ojos.
—¿Tenemos entrega hoy? —pregunté, mientras él se detenía en el semáforo, rascándose la nuca como si estuviera repasando mentalmente el horario.
Nicolás giró apenas el rostro hacia mí, sin dejar de mirar al frente.
—¿Otra vez no hiciste la tarea? —preguntó con resignación.
—No digas “otra vez” como si fuera tan seguido —dije haciendo puchero—. Solo… se me olvidó. Un poco.
—Ajá, claro —respondió con sarcasmo—. Hoy toca entregar la de física, por cierto. Ya casi termino la mía, solo me falta pulir un par de cosas.
Fruncí los labios.
—Odio física. Los números no me hablan, Nico. Me ven y huyen.
—No es que te huyan, es que los ignoras descaradamente —rió, y luego soltó un suspiro—. Mira, sé que repudias todo lo que implique fórmulas, pero haz el esfuerzo o vas a reprobar. Y no quiero tener que ayudarte a recuperar otra vez en vacaciones, ¿sí?
—Lo dices como si tú no fueras el culpable de que pase…
—¿Yo?
—¡Sí! Te aprovechas de que soy buena en Historia, Arte y todo lo bonito del mundo para cambiarme las tareas como si fuera trato justo.
—Y lo es —dijo con una sonrisa de suficiencia—. Además, admitámoslo, sin mí ya estarías llorando en una esquina con un “reprobado” en matemáticas aplicadas.
—¡Eso es debatible!
—Ajá… claro.
El semáforo cambió a verde y seguimos avanzando entre risas, mientras yo abría el bolso y buscaba desesperada la libreta para ver si alcanzaba a copiar algo antes de llegar al instituto.
—Cinco minutos más y ya está lista. Si quieres, te la paso rápido cuando lleguemos —dijo con ese tono protector que siempre usaba conmigo. Ese que me hacía sentir que, pasara lo que pasara, él siempre estaría ahí.
—¿Qué haría sin ti?
—Reprobar. Eso harías.
Rodé los ojos, pero sonreí. Porque tenía razón y porque, aunque me costara admitirlo… me encantaba que siempre fuera él quien me salvara en el último minuto.
Eso también me pasaba con Nico.
Esos pequeños gestos.
Esa manera en la que me cuidaba sin hacerlo obvio.
Afuera la ciudad despertaba, caótica y brillante como siempre.
Adentro, en ese auto, era nuestro lugar.
Uno donde podía mirarlo de reojo, donde podía imaginar cómo sería si alguna vez se girara y me besara sin previo aviso.
Donde podía pensar que tal vez, solo tal vez…
—¿Estás muy en tu mundo o vas a bajarte conmigo? —dijo, frenando frente al instituto.
Lo miré.
Él también me estaba mirando.
—Estoy bajando —respondí con una sonrisa, abriendo la puerta.
Cuando entré al salón, después de que Nico se perdiera un rato con sus compañeros del equipo de basquetbol, ya había el típico caos de todos los días: gente riendo, otros en voz alta hablando del nuevo escándalo de una celebridad, y tres o cuatro pegados a sus celulares con cara asociales.
Me fui directo a mi lugar —segunda fila, junto a la ventana— y empecé a sacar mis cosas.
Mi cuaderno, lápiz, audífonos.
Todo normal, hasta que alguien se paró justo frente a mí.
—¿Tú eres la mejor amiga de Nicolás, cierto?
Levanté la vista.
La chica tenía el cabello rubio cortado justo por encima de los hombros, delineador marcado, labios rosados y una actitud como si todo el salón girara a su alrededor.
—Sí, somos cercanos —respondí sin mucho detalle, dejando los ojos en mi estuche.
—Me llamo Ariana —dijo, sonriendo como si ya me conociera—. Bueno… la verdad es que me gusta Nicol y como tú eres su mejor amiga, pensé que tal vez podrías ayudarme.
La miré con calma.
Mi sonrisa fue suave, casi automática.
—¿Ayudarte cómo?
—No sé. Hablarle de mí, decirle que me gustaría conocerlo, invitarlo a salir. Algo así. Tú sabes.
Claro que sabía.
Esto no era nuevo.
Nico es guapo. No guapo tipo “lindo”, sino guapo en serio. Alto, espalda ancha, voz grave, sonrisa que desarma a quien lo escuche y además es inteligente.
Así que sí. Es popular entre las chicas. Mucho.
No era la primera vez que una chica se me acercaba para tratar de llegar a él. Tampoco sería la última.
Y aún así, era insoportable cada vez que pasaba.
Volví al presente. Ariana me seguía mirando, esperando una respuesta.
—No sé si Nico esté buscando salir con alguien ahora. Ya ves cómo anda con una y con otra—dije tranquila, girando las hojas de mi cuaderno—. Pero si te interesa, deberías hablarle tú directamente.
—¿Crees que tendría oportunidad?
—Eso depende de él.
Ella frunció los labios, decepcionada.
Quizás esperaba más entusiasmo de mi parte.
Pero sinceramente, no me salía.
En ese momento, Sofía entró al salón como un torbellino, se dejó caer a mi lado y me miró con cara de “¿quién es esta?”
Ariana se fue poco después, y Sofía aprovechó para clavarme los ojos.
—¿Ya empezaron a llegar las fans de tu futuro esposo o apenas es la primera tanda?
Solté una risa baja.
—Sofía, por favor.
—¿Qué? No lo digo por molestar. Lo digo porque si no se lo dices pronto, te lo van a arrebatar y no quiero verte llorando por alguna “Ariana” cualquiera que se lo lleve en la graduación.
Rodé los ojos.
Pero por dentro…esa idea también me atravesó.
Y dolió más de lo que quería admitir.
—¿Qué te dijo esa chica? —preguntó Sofía, mientras jugaba con el espiral de mi cuaderno.
—Que le gusta Nico —respondí, cerrando el estuche con más fuerza de la necesaria—. Y que si podía ayudarla a acercarse a él.
—¿Y le dijiste que se siente y espere a que caiga un meteorito? Porque eso es lo único que podría romper lo que ustedes dos tienen.
—Le dije que si le gusta, que se lo diga ella. Yo no soy su intermediaria.
Sofía entrecerró los ojos, pero no dijo nada más.
En ese momento, la puerta del salón se abrió… y como si el universo se divirtiera jugando conmigo, entró Nicolás.
—¿Qué miras tanto? —me dijo al acercarse y dejar su mochila en la silla vacía a mi lado.
—Nada, idiota. Solo me sorprendió verte a tiempo.—sonrió maliciosamente—¿Esta vez no te enrollaste con alguna tipa antes de clases?
—Muy graciosa —murmuró—. Solo tuve una visión de que te dejaba plantada y me sentía culpable. Así que vine por reflejo.
Sofía soltó una carcajada.
—¿Tienes visiones con ella? Confirmado. Cásense.
Nico le tiró una mirada rápida mientras se sentaba.
—¿No tienes una historia que subir a Instagram o algo?
—No me cambies de tema, señorito de mis teorías.
Antes de que pudiera contestar, el profesor entró.
Nico se inclinó hacia mí en voz baja.
—¿Te dijo algo raro esa loca? ¿Te molestó?
Volví a mirarlo.
Cómo no se da cuenta.
Cómo no nota que me sé de memoria cada gesto suyo.
Que ya no sé cómo fingir que solo me importas “como familia”.
—Nada importante —respondí, bajando la mirada.
El profe empezó a hablar de un trabajo nuevo, una presentación en parejas sobre las transformaciones políticas del siglo XX.
—Las parejas serán… escogidas al azar —dijo el profesor, y la clase entera soltó un “nooo” al unísono.
—Excepto Castellanos y Reyes —agregó el profe con una sonrisa—. Ustedes dos siempre funcionan como equipo.
Yo levanté la vista.
Nico me miró y sonrió.
—¿Ves? Hasta el sistema educativo sabe que no puedes vivir sin mí.
—O tú sin mí —le respondí bajito.
Y ahí estuvo otra vez.
Esa chispa.
Ese segundo en que el mundo se apaga.
Y quedamos solo él… y yo.
La clase siguió.
Tomamos apuntes.
Él me pasó dulces cuando pensó que no veía.
Yo dibujé su inicial en la esquina del cuaderno sin querer.
Y cuando salimos, me alcanzó el brazo para detenerme.
—¿Esta noche te puedo pedir ayuda con Historia? Me toca el repaso de la Segunda Guerra y sabes que me duermo en esa parte.
—Solo si tú haces mis ejercicios de física antes —le dije.
—Hecho.
Así funcionábamos.
Nos cubríamos las espaldas.
Nos cuidábamos sin preguntar.
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Entramos al hall de la casa de Nico con el mismo ritmo de siempre: yo quitándome los zapatos como si viviera ahí (porque básicamente es así), y él dejándose caer sobre el sofá como si el día le hubiera robado media vida.
—¿Tu mamá está en casa? —pregunté, mientras revisaba mi mochila buscando el cuaderno de historia.
—No —respondió desde el sillón sin abrir los ojos—. Tiene turno largo en el hospital. Dijo que tal vez no llegue hoy.
Lo miré desde la cocina.
—¿Así que…?
Él abrió un ojo y sonrió.
—Así que… tardeo de estudio —dijimos los dos al mismo tiempo.
Era tradición.
Si una de nuestras madres no estaba en casa, y el otro tenía tareas acumuladas, nos quedábamos a dormir con la excusa de “hacer las tareas”.
Aunque normalmente terminábamos viendo películas, pidiendo pizza y quejándonos de la vida escolar.
—¿Y vas a querer pizza con piña esta vez también? —preguntó Nico desde el sofá, estirando los brazos como gato perezoso.
—Obvio. Es el sabor de los dioses.
—Eres una rarita —respondió, sentándose—. Pero como no quiero que llores, la pido mitad y mitad.
Me encogí de hombros mientras subía por las escaleras rumbo a su cuarto.
—¡Entonces traéme una soda de la verde y no te olvides del helado!
—¡¿Desde cuándo esto es un hotel con servicio a la habitación?! —gritó desde abajo.
—Desde que me soportás todos los días, tonto. Ya deberías saberlo.
Oí su risa, y sonreí.
Ese sonido me hacía sentir en casa.
Más que cualquier lugar, cualquier techo.
Él era mi lugar favorito.
Minutos después estábamos tirados sobre el piso de su habitación, rodeados de libros, hojas, papitas y dos cucharas de helado.
—A ver, repaso rápido —dije tomando mi cuaderno—. ¿Cuál fue el detonante de la Segunda Guerra?
—Que no me dejaras dormir la siesta hoy —dijo, con la boca llena de chocolate.
Lo miré con cara de “¿en serio?”, y él se rió como si acabara de contar el chiste del año.
—Nico, enfócate —dije entre risas—. Si no sacas buena nota, te toca hacer mis ejercicios de historia del arte toda la semana.
—Amenaza aceptada.
Y así pasamos la tarde.
Tirados en el piso.
Estudiando, riendo, diciendo tonterías.
Comportándonos como siempre…
aunque por dentro, cada minuto me recordaba que esto ya no era lo de siempre.
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—Cinco minutos más… —murmuré, sin saber muy bien dónde estaba.
El calor era suave. Cómodo.
Tenía una pierna encima de algo —o alguien— y mi cara estaba metida contra algo tibio que olía a jabón y perfume de chico.
Parpadeé un par de veces.
Sábanas.
Almohadas tiradas.
Un brazo alrededor de mi cintura.
Y en ese momento, lo supe.
No estaba en mi cama.
—¿Nico? —susurré, medio dormida.
—…¿Lía? —respondió él, con voz ronca.
Los dos abrimos los ojos al mismo tiempo.
Nos miramos.
Él estaba acostado boca arriba.
Yo, prácticamente encima de él.
Su camiseta se había subido un poco. Mis piernas estaban cruzadas sobre las suyas y su cara… estaba a centímetros de la mía.
—¡Quítate mugroso! —grité, intentando levantarme de golpe.
La cobija se enredó.
Resbalé.
Y terminé cayendo otra vez sobre él, esta vez con las manos apoyadas en su pecho… y una rodilla peligrosamente mal ubicada.
Él apretó los ojos y soltó una exhalación rápida.
—Lía… por favor… —dijo en voz baja, rojo como nunca lo había visto—. Si te vas a quedar así… al menos… quita la mano de… ahí.
Lo miré sin entender.
—¿Qué? ¿Dónde?
Él señaló discretamente hacia su entrepierna.
Yo bajé la mirada.
Y ahí estaban mis dedos.
Inocentemente apoyados en donde claramente no debían estar.
—¡Oh! ¡Lo siento, Nico! —me alejé tan rápido que casi rodé fuera del colchón.
Me senté en el borde de la cama, tapándome la cara con ambas manos.
Él se incorporó lentamente, frotándose el rostro como si intentara resetear el universo.
—No fue tu culpa —dijo, la voz aún más ronca—. Creo que me dormí primero y después como que… te acercaste. O yo te abracé. No sé.
—¡Nos quedamos dormidos! —exclamé, viendo la hora—. ¡Son las seis y cuarto de la mañana! ¡Mi mamá va a pensar que fui abducida!
—Tranquila, tranquilaaa —respondió él, poniéndose de pie mientras se ajustaba la camiseta—. Sal por la puerta y cruza directo a tu casa. Dile a mi tía Clau, que te quedaste estudiando y viendo pelis hasta tarde conmigo y que no te diste cuenta de la hora.
—¡Eso no me salvará del sermón por no avisarle!
—¿Y decirle que nos dormimos abrazados y me levanté con una erección mañanera es mejor?
—¡NICO!
Él se rió y esa risa fue tan contagiosa que terminé riéndome también, tapándome la cara con el hoodie que encontré tirado en el suelo.
Mientras recogía mis cosas y me preparaba para salir corriendo, no podía dejar de pensar en una cosa:
¿Por qué demonios estaba nerviosa?
Y por qué, por primera vez, me gustó estar tan cerca de él.