Lila, una médica moderna, pierde la vida en un ataque violento y reencarna en el cuerpo de Magdalena, la institutriz de una obra que solía leer. Consciente de que su destino es ser ejecutada por un crimen del que es inocente, decide tomar las riendas de su futuro y proteger a Penélope, la hija del viudo conde Frederick Arlington.
Evangelina, la antagonista original del relato, aparece antes de lo esperado y da un giro inesperado a la historia. Consigue persuadir al conde para que la lleve a vivir al castillo tras simular un asalto. Sus padres, llenos de ambición, buscan forzar un matrimonio mediante amenazas de escándalo y deshonor.
Magdalena, gracias a su astucia, competencia médica y capacidad de empatía, logra ganar la confianza tanto del conde como de Penélope. Mientras Evangelina urde sus planes para escalar al poder, Magdalena elabora una estrategia para desenmascararla y garantizar su propia supervivencia.
El conde se encuentra en un dilema entre las responsabilidades y sus s
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Capítulo 1: Fuego cruzado.
Firmé el documento sin dudar ni un instante. Tres años de un matrimonio vacío concluían con una firma exacta, como si estuviera cerrando un informe clínico más. No hubo lágrimas. No hubo imploraciones. Solo el eco de la jueza resonando en la sala al dictar la resolución de divorcio.
Mi exesposo—ese hombre que una vez creí amar—no levantó ni por un instante la mirada de su teléfono. Sus dedos continuaron tecleando sin cesar, indiferentes a lo que acabábamos de dejar atrás.
Me levanté. Lo miré por última vez. Lo observé con una mezcla de lástima y desprecio, como alguien que contempla los vestigios de un hogar que alguna vez fue querido, pero que ahora solo es un escombro.
Y sin mirar atrás, salí del tribunal con determinación. Como alguien que se aleja no solo de un hombre, sino de una existencia que ya no le pertenece.
Mi nombre es Lila Fernández. Tengo treinta y dos años. Soy cirujana especializada en trauma… y desde hace algún tiempo, llevo una vida en dos mundos completamente diferentes. Durante el día, soy una profesional ejemplar. Trabajo en clínicas, hospitales y quirófanos donde la sangre corre y los gritos de emergencia son parte del entorno. Allí salvo vidas con mis manos, aplico mis enseñanzas, y me ajusto a lo que la sociedad considera “correcto”.
Pero en la oscuridad… también soy diferente.
Mi otra parte ayuda a aquellos que no pueden llegar a un hospital sin llamar la atención de la policía. Heridos que no figuran en los registros. Hombres con tatuajes en la piel y un brillo de muerte en sus miradas. Mafiosos. Criminales. Asesinos.
Y entre todos ellos, hay uno al que no puedes ignorar.
Vladímir Morozov.
Él no solicita favores. Ordena. No solo es mi cliente más peligroso. Es quien, en una ocasión, me salvó la vida… y me unió a la suya sin necesidad de acuerdos. Le debo lealtad. Sin interrogantes. Sin condiciones.
Apenas salí del juzgado, mi teléfono vibró. Pantalla protegida. Remitente desconocido.
Solo una palabra:
“Urgente.”
Y debajo, una dirección.
Sabía que no podía rechazarlo. Vladímir no es paciente. Ni perdona la desobediencia. La dirección me llevó a las afueras de la ciudad. Una casa oculta entre árboles altos y densos, en un área donde el silencio parece guardar más secretos de los que revela. Tenía ventanas tapadas y un aspecto tan ordinario que casi no se notaba. Dos hombres armados me esperaban en la entrada. Me registraron de arriba abajo. Ni una palabra. Solo movimientos bruscos y fríos, como si estuvieran examinándome por última vez.
Me condujeron al interior, a una habitación improvisada como una clínica.
Y allí estaba él. El patriarca. Mijael Morozov, el padre de Vladímir.
Un anciano de piel desgastada, con el rostro cubierto por sombras y los ojos apagados a causa de su malestar. Su manera de respirar era un quejido, un murmullo de muerte cercana.
—Haz lo que puedas, doctora —dijo Vladímir, con una voz grave y áspera, resonante como el metal raspando la piedra—. No puede morir hoy.
Accedí. No había alternativa.
—Haré lo que esté en mis manos. . . pero no soy un milagro.
Abrí mi maletín. Preparé lo que necesitaba para estabilizarlo. Su pulso era irregular. Sus pulmones estaban congestionados, y su pecho crujía al inhalar. Su estado era crítico, pero no era la primera vez que me enfrentaba a situaciones así. Ya había rescatado a muchos de las puertas del inframundo.
Pero entonces… el inframundo nos alcanzó primero.
El primer disparo sonó seco. Cortante. Un disparo que rompió la calma como un trueno inesperado.
Los ventanales estallaron en mil pedazos. El aire se inundó de gritos, humo y olor a pólvora.
Cayó al suelo por instinto, arrastrando conmigo la bandeja de metal que había cerca. No era una protección, pero quizás podría desviar una bala. Cubrí al anciano como pude. No iba a permitir que muriera como un perro bajo el fuego enemigo.
—¡Lila! —vociferó Vladímir desde el otro lado del salón—. ¡No te muevas de ahí!
Disparos. Voces entremezcladas en ruso y español. Una emboscada. Estábamos rodeados.
Los hombres de Vladímir respondían con precisión militar. Las balas silbaban como serpientes en la habitación.
Yo no contaba con más arma que mis manos. Sin chaleco, sin salida. Solo un anciano en estado crítico… y mi deseo de mantenerlo vivo. Un hombre apareció en la entrada. Su rostro estaba cubierto. Armado. Me apuntó directamente a la cabeza. Mi corazón se detuvo un instante.
Y luego… un disparo. No era él quien había disparado. El hombre cayó a mis pies, con los ojos abiertos, sin vida. Vladímir. Una vez más. Me había salvado.
Pero no había tiempo para agradecer. Otro estallido sacudió la casa. Luego otro. Y otro. Las paredes temblaban. Yo intentaba controlar la presión sobre una hemorragia que no cesaba, mientras mi mundo se enfocaba en la sangre que brotaba, el dolor punzante en mi costado… y el calor húmedo en mi abdomen.
No lo noté de inmediato. Hasta que el metal se volvió pegajoso. Hasta que el suelo pareció separarse y mi vista se volvió borrosa.
Estaba sangrando. Y no era por el paciente.
Era mi propia sangre.
No sé cuántas balas me dieron. Una. Dos. Quizás más.
Mis oídos zumbaban como si alguien hubiese bajado el volumen del mundo. El aire se hacía pesado. Mis manos, torpes. Me vi a mí misma desde fuera. Tumbada en el suelo, en un charco de sangre que se expandía como tinta.
Reflexioné sobre mi vida.
Recordé todo lo que fui. Una hija obediente. Una estudiante brillante. Una médica apasionada.
Y aun así, siempre en soledad. Siempre entregada. Siempre anteponiendo las cosas de otros a las suyas.
Nunca experimenté un amor genuino. No de ese tipo verdadero. Nunca sentí nervios por un beso. Nunca anhelé que alguien llamara a mi puerta.
Mi matrimonio fue una ilusión. Una serie de hábitos con anillos dorados y camas frías. Y ahora… así era como moría. En una vivienda desatendida. Rescatando a un antiguo delincuente.
—Qué ironía… —murmuré con lo poco de voz que me quedaba—. Dediqué mi vida a ayudar a otros… y no logré ayudarme a mí misma.
Mi corazón se tornó lento. Mis párpados eran pesados. Una lágrima bajó despacio por mi rostro.
No por temor.
Ni siquiera por sufrimiento.
Sino por todo lo que no experimenté.
Por los abrazos que no ofrecí. Por las caricias que no supe demandar. Por el amor que jamás conocí.
Y justo cuando creí que todo había terminado…
Algo se transformó.
Una luz. Un vacío. Un murmullo que flotaba entre la calma y la muerte.
Una voz… suave, etérea. Inentendible pero reconfortante.
No sé si era mi mente diciendo adiós. O si crucé un límite desconocido.
Pero sentí que, de alguna manera…Mi historia no acababa allí.
Y en la próxima… no permitiré que me derroten tan fácilmente.