El cielo se abrió sin estruendo ni majestuosidad. No hubo coros atronadores, ni los fuegos fatuos de los destellos divinos. Solo un hilo de luz que atravesó las nubes como un suspiro cansado de la eternidad.
Seraph descendió lentamente, cubierto por una neblina dorada que se fue apagando con cada metro que caía. Sus alas, ahora menos resplandecientes, parecían tejidas con un fuego suave, atenuado, casi humano en su fragilidad. El aire terrestre lo recibió con un frío que caló más allá de su cuerpo: le atravesó el alma con la certeza de su exilio.
Pisó el suelo en una calle vacía y empedrada. El amanecer apenas despuntaba sobre el horizonte de ladrillo. El olor a lluvia reciente mezclado con el aroma de pan horneado lo golpeó con una nostalgia impropia, una oleada de recuerdos terrestres que no sabía que podía atesorar.
Por primera vez, el mundo no lo reconoció como un mensajero o una voz del Cielo. Era un exiliado silencioso. Y ese silencio, por extraño que pareciera, le resultó una forma de liberación incomprensiblemente hermosa. Podía observar sin el peso de la Ley, sin la tiranía del orden perfecto.
Pasaron los días, marcados por la sucesión de luces y sombras. Seraph vagó por la ciudad observando a los humanos: sus prisas por el trabajo, sus lágrimas ocultas bajo paraguas, sus risas breves robadas al caos. Cada gesto tenía una belleza trágica que el Cielo, en su infalibilidad, jamás podría entender. Había algo sagrado en su fragilidad, algo que le dolía y lo atraía con una fuerza gravitacional.
Pero su propósito seguía inmutable, anclado en la voluntad de Rafael: Jhon.
Lo encontró una tarde, en el corazón de un departamento de muros grises y cortinas cerradas. El hombre, cuya vida se había detenido, estaba sentado en la oscuridad, mirando una fotografía: una joven de cabello castaño y sonrisa temerosa, con ojos que reflejaban una tenaz inocencia.
Cameron.
Seraph contuvo la respiración, sintiendo la esencia de su nombre vibrar en su pecho como una plegaria antigua. El destino, en su ironía infinita, no solo había perdonado a Seraph, sino que había tejido los hilos para que sus caminos volvieran a cruzarse. Esta vez, sin embargo, el encuentro era indirecto, a través del dolor de un tercero.
Jhon hablaba solo, con la voz rota y ronca por el abandono.
—No entiendo por qué te fuiste, Linda. No entiendo esta estupidez de la vida. No entiendo nada.
Sus dedos temblaban incontrolablemente sobre el marco de la foto. El apartamento olía a abandono, a ceniza fría y a café rancio, un museo de la pérdida.
Seraph se acercó sin hacer el menor ruido. Su presencia no podía verse, pero podía sentirse como una calidez leve y repentina en el aire estancado, una paz que rozaba la piel como una brisa curativa.
Jhon levantó la cabeza, su mente nublada por la tristeza.
—¿Linda? —susurró, con una débil esperanza.
Pero no había nadie. Solo el eco suave de una presencia invisible que empezaba, con una paciencia sobrehumana, a limpiar el polvo y la amargura depositados en su corazón.
Durante semanas, Seraph lo acompañó sin ser detectado. Estaba allí cuando el hombre despertaba empapado por las pesadillas; estaba allí cuando salía a caminar sin rumbo por el parque, como un fantasma de sí mismo; o cuando dejaba flores en el cementerio con manos que temblaban de culpa.
A veces, en la penumbra del anochecer, el ángel susurraba apenas, proyectando su intención en el ambiente:
—Aún puedes creer. Aún puedes volver a levantarte.
Y aunque Jhon no escuchaba las palabras, algo en su interior comenzaba a cambiar. No era fe aún, sino una grieta minúscula en el muro de su tristeza, una posibilidad de futuro que antes había estado sellada.
Una tarde, Seraph lo siguió hasta el parque de siempre, su punto de anclaje. Los árboles se mecían bajo una brisa melancólica, y las hojas caían, lentas y doradas, como si el otoño respirara despacio y con resignación.
Jhon se sentó en una banca de madera y cerró los ojos, hundido en un silencio denso.
Y entonces, una voz, suave pero firme, lo sacó de su abstracción.
—¿Puedo sentarme? La otra banca está rota.
Jhon levantó la mirada… y el mundo de Seraph se detuvo, el tiempo se hizo de goma.
Era Cameron.
Más madura, con surcos de cansancio bajo los ojos que contaban noches de duelo, pero con la misma luz inquebrantable en su mirada: esa mezcla de miedo y fe que había salvado a Linda de la muerte una vez y que ahora lo había salvado a él de la caída eterna.
Seraph sintió que el tiempo se curvaba y lo envolvía. Su corazón —si es que la esperanza podía ser un órgano— se quebró en mil reflejos de reconocimiento. Ella lo había olvidado por completo, pero su alma aún lo recordaba en la forma de un escalofrío en la banca.
Jhon asintió, torpe, levantándose ligeramente para hacerle espacio.
—Claro, por favor… siéntate.
Pasaron minutos en un silencio compartido. Dos desconocidos que, sin saberlo, eran las piezas cruciales de una misma herida y de una misma sanación.
Cameron jugó con un hilo suelto de su abrigo y murmuró, sin mirar a Jhon:
—Vengo aquí a veces… no sé por qué. Siento que alguien me observa. Siento una paz extraña. —A mí me pasa igual —respondió Jhon, con una sonrisa apenas naciente, la primera en meses—. Tal vez sea el viento entre las hojas. —O tal vez… algo más.
Ambos rieron suavemente. Una risa frágil, delicada, de dos almas que no sabían que acababan de encontrarse en el mismo punto donde la historia de su sanación empezaba.
Seraph los observó, sin intervenir. El impulso de tocar a Cameron, de decirle que estaba allí, de confesarle su culpa y su admiración, fue inmenso. Pero se contuvo.
Por primera vez comprendió la plenitud de lo que Rafael había dicho: El amor prohibido se había transformado en propósito puro.
Ya no necesitaba poseer nada, ni ser amado, ni ser recordado por ella. Solo necesitaba verlos volver a creer, aunque fuera el uno en el otro. Su papel era ser el jardinero invisible.
El cielo, desde la inmensidad, permanecía callado. Nadie lo llamaba, nadie lo perdonaba, pero en el fondo del firmamento, una estrella —su estrella— brilló un poco más fuerte esa noche, en respuesta a su renuncia.
Y por primera vez en siglos de existencia, Seraph sonrió. No con la perfección radiante de un ángel, sino con la imperfección luminosa de quien ha conocido el dolor y ha decidido no huir de él.
Mientras el sol caía detrás de los árboles, tiñendo el cielo de naranjas melancólicos, Cameron levantó la vista.
—¿Sabes? —le dijo a Jhon, con una nueva confianza—. A veces creo que los ángeles no son como los pintamos.
—¿No? —preguntó él, intrigado por el giro de la conversación.
—No. Creo que algunos son tristes, que se equivocan, que sienten demasiado la pena. Y justo por eso… nos entienden mejor que nadie.
El viento sopló con fuerza entre las hojas secas. Y en ese suspiro final del día, Jhon sintió algo. Una caricia leve y reconfortante en el hombro, como un adiós sin palabras, una certeza de que estaba siendo cuidado.
Seraph estaba justo detrás, invisible, la misión cumplida en el primer paso del reencuentro de Jhon y Cameron, mirándolos con ojos llenos de una paz y una redención conseguidas a un precio incalculable.
Y entonces, por primera vez desde su caída, alzó el rostro hacia el cielo y murmuró, con una emoción limpia:
—Gracias… por dejarme sentir y por dejarme ver.
Esa noche, cuando las luces de la ciudad se encendieron una a una, una figura alada se elevó lentamente sobre el horizonte, envuelta en un resplandor tenue, profundamente humano.
No ascendía del todo. Tampoco caía al abismo. Simplemente… flotaba entre ambos mundos.
Entre el deber que lo llamaba y el amor que lo había transformado. Entre la culpa de su desobediencia y la esperanza que había sembrado.
Y en ese equilibrio imperfecto, en ese vigilante silencio sobre la ciudad, Seraph encontró al fin su verdadero lugar en la creación: el de un guardián que, para salvar a otros, tuvo que perder el paraíso.
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