El rugido del motor llenaba el aire. Dylan apretó el volante hasta que los nudillos se le pusieron blancos. El retrovisor le devolvía la misma imagen una y otra vez: esos faros negros siguiéndolo como si fueran dos malditos ojos de lobo hambriento.
El celular seguía pegado a su oído, la voz de Nathan calmada, casi divertida, filtrándose entre el ruido del tráfico.
—Corre, gatito. Hazme la mañana interesante.
Dylan lo maldijo entre dientes y hundió el pie en el acelerador. El coche vibró, el asfalto pasó como un borrón debajo de las llantas. La avenida se abrió frente a él, llena de autos que iban a la oficina, motos zigzagueando, buses escolares deteniéndose en las esquinas. Nadie esperaba ver a dos locos corriendo como si la vida se les fuera en ello.
—¡Estás enfermo! —gritó Dylan, mientras esquivaba un taxi que casi se le atraviesa.
La risa de Nathan lo atravesó desde el otro lado de la línea.
—No te imaginas cuánto disfruto escuchar eso.
Dylan giró de golpe hacia la vía principal, cortando entre dos camiones. El corazón le retumbaba en los oídos, el sudor bajándole por la frente. Por un segundo creyó haberle sacado ventaja… hasta que un destello en el retrovisor lo devolvió a la realidad.
El auto negro estaba ahí. Pegado. Inquebrantable.
Nathan hablaba como si no estuvieran a punto de matarse en cada curva.
—Dime algo, Dylan… ¿qué harías si pudieras ser libre de verdad?
—¡Lo seré cuando te pierda de vista! —escupió, con rabia.
—Mmm… —Nathan fingió pensarlo, divertido—. Te propongo algo mejor.
El corazón de Dylan dio un vuelco, y no por la curva cerrada que casi lo estrella contra una farola.
—¿Qué mierda quieres ahora? —jadeó, luchando por mantener el auto en línea.
—Una apuesta.
La voz de Nathan llegó tan tranquila que casi lo enloquece.
—Si me ganas… eres libre. Te dejo ir y no vuelvo a molestarte.
Dylan rió, incrédulo, con la garganta seca.
—¿Y si pierdo?
—Entonces dejarás de huir. Vivirás conmigo. Sin más escapes.
Un escalofrío le recorrió la espalda. Dylan sabía que estaba acorralado, tambien sabía que no sería así de facil. Pero el orgullo lo quemaba.
—¿Y cuál es la maldita meta? —escupió, apretando los dientes.
Nathan sonrió, y aunque no podía verlo, Dylan lo sintió.
—El viaducto de Santa Rosa. Dos kilómetros más adelante. Si llegas antes que yo… eres libre.
El puente aparecía ya a lo lejos, levantándose entre columnas de acero sobre el río.
Dylan respiró hondo, tragándose la rabia y el miedo.
—Está bien, cabrón. Acepto.
El motor rugió cuando pisó el acelerador hasta el fondo.
El sol pegaba directo sobre el asfalto y el calor hacía brillar la carretera como un espejo roto. Dylan se inclinó hacia adelante, pegando casi la frente al volante. No había espacio para dudas: el puente estaba frente a él, pero Nathan le respiraba en la nuca.
El celular, olvidado en el asiento del copiloto, aún seguía en línea. De vez en cuando la voz de Nathan aparecía como un susurro que se mezclaba con el rugido de los motores.
—Eso es, Dylan. Quiero ver de qué eres capaz.
—Cállate… —gruñó entre dientes, mientras giraba de golpe. El coche derrapó, las llantas chillando contra el pavimento.
Un bus se cruzó justo en la intersección. Dylan apenas alcanzó a colarse por un hueco estrecho, rozando los espejos. El claxon del conductor lo siguió como un insulto.
En el retrovisor, el auto negro repitió la maniobra sin titubear, con una precisión quirúrgica que lo hizo rabiar.
—¡¿Qué carajo eres, un maldito fantasma?! —gritó, golpeando el volante.
Nathan respondió con calma:
—Solo alguien que sabe manejar mejor que tú.
La rabia le dio combustible. Dylan cambió de marcha y se lanzó a toda velocidad. Los peatones en la acera se apartaban gritando, algunos sacando sus celulares para grabar el espectáculo.
El puente ya se veía más cerca, su estructura metálica brillando bajo la mañana. Dylan sonrió, desesperado.
—Ya casi…
Un taxi frenó de golpe frente a él. Dylan giró bruscamente el volante, esquivando por centímetros y golpeando el retrovisor contra un poste. El vidrio estalló, pero no frenó.
El corazón le latía tan fuerte que sentía que iba a romperle el pecho.
En el retrovisor, los faros negros seguían ahí. Ni un centímetro más lejos.
—Estás desesperado —susurró Nathan, su voz amplificada por el altavoz del celular.
—¡Cierra la boca y ven a alcanzarme, maldito!
El río apareció bajo el puente, destellando como una amenaza. Dylan apretó el acelerador, escuchando cómo el motor rugía al límite.
Se mordió el labio con fuerza, la adrenalina recorriéndole cada músculo.
Por un instante creyó que lo tenía.
El tablero marcaba una velocidad que rozaba lo imposible, el viento le arrancaba el aire de la garganta, y el puente se abría frente a él como la promesa de libertad.
Entonces lo escuchó.
Un chirrido. Un golpe seco detrás.
Nathan había hecho contacto.
El auto negro lo tocó en la parte trasera, lo suficiente para desestabilizarlo. Dylan peleó con el volante, el coche serpenteando como si fuera a volcar.
—¡Hijo de P! —rugió, logrando enderezar el auto.
Nathan no respondió. No necesitaba hacerlo. El rugido de su motor ya hablaba por él.
Y con un movimiento limpio, frío, el coche negro se deslizó por el carril contrario, adelantando con facilidad imposible, poniéndose frente a Dylan justo en la entrada del puente.
Dylan apretó los dientes con rabia.
—No… no voy a perder.
El puente retumbaba con cada cambio de marcha. Dylan sentía la vibración del asfalto en las manos, como si el coche fuera una bestia viva que estuviera a punto de desarmarse. A su izquierda, Nathan avanzaba en paralelo, el auto negro brillando bajo el sol como un depredador en plena caza.
Los demás conductores frenaban, se apartaban, tocaban bocinas, pero ninguno de los dos bajaba la velocidad.
—¡Voy a ganarte! —escupió Dylan, los ojos fijos en el final del viaducto, donde la carretera se abría como la línea de meta.
La risa suave de Nathan sonó de nuevo en el altavoz.
—Eso es lo que más me gusta de ti, Dylan. Crees que todavía tienes una oportunidad.
Dylan apretó el acelerador con furia, sintiendo cómo el motor rugía hasta rozar el límite. El coche vibraba, pero no frenaba. ¡Podía hacerlo! A unos metros, la salida del puente brillaba como un faro.
—¡Sí! —gritó, convencido por un instante de que era posible.
Entonces, Nathan se movió.
Un volantazo preciso, brutal, que no lo chocó de lleno pero sí lo obligó a girar para no estrellarse contra las barandas. El auto de Dylan derrapó, chirriando con violencia. Los neumáticos dejaron una marca negra sobre el pavimento.
Ese segundo bastó.
El coche negro se deslizó delante de él, adelantándolo con elegancia, ocupando la carretera como un rey que no comparte su trono.
Nathan cruzó primero el final del puente.
La “meta”.
Dylan golpeó el volante con rabia. Un rugido ahogado escapó de su garganta. No importaba cuánto lo intentara, no podía vencerlo.
Detuvo el auto de golpe a pocos metros del final, jadeando, sudoroso, con los dedos clavados en el volante como garras. El pecho le ardía, la frustración lo estaba asfixiando.
El coche negro ya lo esperaba. Nathan se bajó con calma, acomodándose la chaqueta como si acabara de salir de una reunión, no de una carrera suicida. Caminó hacia el vehículo de Dylan con pasos seguros, el ruido de sus zapatos contra el metal del puente retumbando como martillazos en la cabeza de Dylan.
Tocó la ventanilla con los nudillos. Dylan alzó la vista. Nathan sonreía.
—Un trato es un trato.
Dylan lo fulminó con la mirada, temblando de rabia.
—Vete al carajo.
Nathan inclinó la cabeza, divertido, y abrió la puerta de un tirón. El aire caliente de la mañana se mezcló con el perfume caro de su traje. Se inclinó hacia él, tan cerca que Dylan sintió el calor de su respiración en el cuello.
—Escúchame bien —murmuró, con un tono bajo que le heló la sangre—: ya no puedes escapar. Eres mío.
Dylan apretó la mandíbula, pero no pudo responder. La rabia se mezclaba con miedo, con impotencia, con algo más que no quería aceptar.
Nathan sonrió, satisfecho, y lo miró como quien observa una presa que al fin dejó de patalear.
—Bienvenido a casa, gatito.
El rugido lejano de un tren bajo el puente marcó el cierre de la carrera.
La libertad había quedado atrás.
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