La llegada de Valeria
El segundo día en la oficina me levanté con una mezcla de miedo y determinación. El recuerdo de mi primer día todavía me quemaba en la memoria: el café derramado, los informes mal grapados, el inoportuno… sí, había sido un espectáculo digno de comedia barata.
Pero no me rendiría. Tenía que demostrarle a Alejandro Rivera que no era un error con patas. Así que me levanté temprano, planché mi camisa yo mismo (con un resultado mediocre, pero al menos sin arrugas evidentes) y practiqué frente al espejo cómo contestar el teléfono sin sonar como un vendedor de enciclopedias.
Buenos días, oficina del señor Rivera, ¿en qué puedo ayudarle? —ensayé veinte veces, hasta que sonara natural.
Al llegar al edificio, el guardia me saludó con una sonrisa más amplia que el día anterior.
—¿Segundo día? Veamos cuánto dura, muchacho.
—Duraré más que usted vigilando esta puerta —le contesté, intentando sonar confiado.
Él soltó una carcajada. Al menos alguien en este lugar apreciaba mi humor.
Subí al piso 25, y para mi sorpresa, la secretaria rubia me miró con menos desprecio. Quizá porque estaba peinado, o porque todavía no había tenido tiempo de arruinar nada.
—El señor Rivera está en reunión virtual. Revise los correos que le dejó en su bandeja.
—Perfecto, gracias —respondí, sintiéndome un poco más parte del lugar.
...Me instalé en mi escritorio y abrí la computadora. Había una lista de tareas: confirmar una comida con un cliente, preparar una carpeta con contratos y verificar que el vuelo de Alejandro a Nueva York estuviera en horario. Fácil, pensé....
La primera llamada entró y contesté con la frase que había ensayado mil veces. Salió perfecta. Sonreí, satisfecho. Hasta que, en mi entusiasmo, olvidé poner al cliente en espera y grité al aire:
—¡Sí, Gabriel, eres un genio! ¡Lo lograste!
El cliente escuchó todo y, confundido, preguntó si hablaba con Recursos Humanos o con un programa de autoayuda.
Primer tropiezo del día.
Más tarde, al preparar la carpeta con los contratos, grapé todo al revés otra vez. Pero esta vez lo noté antes de dárselo a Alejandro y lo corregí a escondidas. Pequeña victoria personal.
Cuando él salió de la reunión, pasó frente a mi escritorio y me lanzó una mirada rápida. Fría, pero no tanto como el día anterior.
—Torres, necesito que esté atento. Hoy viene alguien importante.
—¿Un cliente?
—No. Valeria.
Pronunció ese nombre con una naturalidad que me intrigó.
—¿Y… quién es Valeria?
Alejandro se detuvo, me miró con esos ojos grises que parecían atravesar el alma, y respondió:
—Es mi socia. Y mi mejor amiga.
No supe por qué, pero mi estómago dio un vuelco extraño.
A media mañana, el ambiente en la oficina cambió. Los pasillos parecían vibrar con una energía distinta. Entonces la vi: una mujer alta, elegante, con un vestido rojo que resaltaba su porte imponente. Su cabello oscuro caía en ondas suaves, y sus labios pintados dibujaban una sonrisa segura.
—Alejandro —dijo al entrar en la oficina, como si el mundo entero le perteneciera.
Él se levantó de inmediato. Y ahí lo noté: sus facciones se suavizaron apenas, pero lo suficiente para que cualquiera se diera cuenta de que ella era alguien especial.
—Valeria —respondió con una leve sonrisa, la misma que jamás me había dedicado en dos días de desastres. Se saludaron con un abrazo corto, elegante, de esos que parecen profesionales pero esconden años de confianza.
Yo estaba sentado en mi escritorio, observando la escena como espectador de una telenovela.
Valeria me miró enseguida.
—¿Y este quién es? —preguntó, arqueando una ceja.
Me puse de pie tan rápido que casi tiré la silla.
—Soy Gabriel Torres, su nuevo secretario. Un placer conocerla.
Extendí la mano con una sonrisa nerviosa. Ella la estrechó, aunque me analizó de pies a cabeza con mirada crítica.
—Secretario, ¿eh? —dijo, como si probara la palabra en la boca—. Qué novedad, Alejandro. Tú nunca confías en nadie para este puesto.
Él no respondió, solo me lanzó una mirada breve, como si con eso bastara para callar cualquier pregunta.
El resto de la mañana, Valeria se instaló en la oficina. Hablaban de números, proyectos, viajes. Yo trataba de mantenerme ocupado en mi escritorio, pero cada vez que levantaba la vista, notaba algo extraño: cuando Alejandro me pedía un documento o me corregía algo, su mirada se quedaba un segundo más en mí. No era hostil, ni siquiera neutral. Era… diferente.
Y Valeria lo notó.
Lo vi en el ligero fruncimiento de su ceño, en cómo sus ojos seguían el recorrido de los de Alejandro. Ella, que seguramente lo conocía mejor que nadie, detectó ese cambio. Y yo, torpe como siempre, casi tiro el café encima de su bolso carísimo cuando traté de servirles.
—Lo siento, lo siento, no pasó nada —me apresuré a limpiar unas gotas que cayeron en la mesa.
Valeria sonrió, pero no con burla, sino con curiosidad.
—Eres un poco… distraído, ¿no?
—No, no, solo es que… soy multitarea —mentí con descaro.
—Multitarea o multiaccidente —murmuró ella, divertida.
Alejandro, por su parte, no dijo nada. Solo tomó el café sin hacer comentarios, aunque pude jurar que sus labios se movieron como si contuvieran una sonrisa.
Más tarde, cuando fui a dejarle un informe, choqué con el marco de la puerta y casi lo suelto. Valeria soltó una carcajada clara.
—Es adorable —dijo, sin filtro.
Me sonrojé como tomate maduro. Alejandro alzó la vista hacia ella con gesto serio.
—No está aquí para ser adorable. Está para trabajar.
—Lo sé, Alejandro. Pero no me mientas —susurró, lo bastante bajo como para que creyera que yo no escuchaba—. Lo miras distinto.
Esa frase me atravesó. ¿Distinto?
No supe qué hacer. Fingí estar concentrado en mis papeles, aunque mi corazón latía con fuerza. Alejandro no respondió de inmediato. Solo la miró a ella con una expresión indescifrable, y luego volvió a concentrarse en su computadora.
La jornada continuó. Yo seguí metiendo pequeñas patas, aunque menos que el día anterior: confundí dos carpetas, anoté un número mal en la agenda, pero al menos no derramé líquidos. Valeria observaba todo con ojos de halcón, como si me evaluara en silencio.
Al final del día, cuando se despidió de Alejandro con otro abrazo elegante, se giró hacia mí.
—Cuídate, Gabriel. Y cuida a este hombre. No dejes que trabaje hasta desmayarse.
Me quedé paralizado, sin saber si me hablaba en serio o en broma.
—Claro… yo… lo cuidaré.
Ella salió, dejando un aire de perfume caro en la oficina.
Me atreví a mirar a Alejandro, que ya estaba revisando unos correos.
—Tiene una amiga… muy impresionante.
Él levantó los ojos hacia mí, y por primera vez en dos días, me miró sin frialdad.
—Sí, lo es.
Hubo un silencio extraño, cargado de algo que no entendí. Entonces volvió a su pantalla y dijo con voz firme:
—Torres, mañana intente no equivocarse con las carpetas.
—Sí, señor —respondí, sonriendo nervioso.
Pero por dentro, la voz de Valeria resonaba en mi mente: Lo miras distinto.
Y aunque yo no quería admitirlo, empezaba a notarlo también.
... CONTINUARA ...
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