Donde todo parece romperse

GABRIELA

Llegué a casa con una sonrisa diminuta escondida en la boca, de esas que uno no puede evitar aunque quiera. Sebastián era insoportable, pero a veces… lograba sacarme un peso de encima.

Guardé la nota absurda que me había dado —otra de esas ridiculeces que me hacían rodar los ojos— en el bolsillo de mi falda antes de abrir la puerta.

Y entonces la realidad me cayó encima.

El olor a alcohol fue lo primero. Siempre era lo primero. Mi papá debía estar en la sala, y sí: ahí estaba, tirado en el sillón, con la corbata floja y una botella a medio terminar sobre la mesa.

—Llegaste tarde —gruñó sin mirarme, con esa voz áspera de alguien que ya no sabe distinguir la noche del día.

—Salí un poco más tarde del instituto—respondí bajo, dejando mi mochila en la silla.

Ni siquiera era mentira. Solo omití que un chico me había esperado en la puerta con un despliegue de circo romano.

Pero no tuve tiempo de inventar algo más. La voz de mi madrastra, Rosario, cortó el aire:

—¿Y con quién estabas, Gabriela? —preguntó desde la cocina, con ese tono meloso que en ella siempre escondía malicia.

Me giré despacio. Estaba apoyada contra el marco de la puerta, impecable como siempre, con el cabello perfectamente recogido y una mirada que destilaba celos. Celos absurdos, porque lo único que veía cuando me miraba era el reflejo de mi madre muerta.

—Con mis compañeros —dije rápido.

Ella sonrió, pero era esa sonrisa torcida que nunca significaba algo bueno.

—Ah, claro. Con tus compañeros. Porque seguramente todos los chicos ricos como ese Valtieri vienen a pasearse por aquí solo porque sí.

Mi estómago se encogió. Ella lo sabía. Ella siempre lo sabía.

—No quiero problemas —murmuré, bajando la cabeza.

Pero Rosario se acercó hasta quedar frente a mí. Su perfume se mezcló con el hedor del alcohol en la sala.

—Pues los tendrás si sigues creyéndote tan especial. No olvides que aquí nadie te espera con comodidades. Y si tu padre aún te mantiene bajo este techo, es porque yo se lo permito.

Tragué saliva. Sabía que discutir no servía de nada. Lo único que podía hacer era subir corriendo a mi habitación y encerrar mi pequeño mundo a salvo de ellos.

Allí, entre mis paredes apagadas y mi cama deshecha, saqué mi del bolsillo la carta de Sebastián.

Me tapé la cara con ambas manos, tratando de ahogar una risa absurda que me explotaba en el pecho.

Quizás ese chico era un problema. Un problema enorme. Pero era el único que conseguía arrancarme del infierno, aunque fuera por un par de horas.

Salí al baño rápido, pensando en esconder bien la cajita de chocolates y la carta que me había dado Sebastián. Tenía que ser cuidadosa: aquí cualquier cosa era motivo de guerra.

Pero cuando regresé, mi corazón se me cayó al suelo.

Mi hermana menor, Daniela, estaba en mi cuarto. Sentada en mi cama, con los dedos llenos de chocolate, hojeaba una de las notas que había escondido detrás del armario.

—¡Devuélveme eso! —grité, corriendo hacia ella.

Daniela me miró con una sonrisa burlona.

—Mmm… ¿y este regalo? ¿De tu novio millonario? —canturreó, levantando la cajita brillante que Sebastián me había dado hacía días.

Sentí que el estómago se me retorcía.

—No es lo que piensas. Dame eso, Daniela.

Ella se levantó despacio, con satisfacción.

—¿Sabes qué creo? Que seguro te estás vendiendo. Porque, dime, ¿cómo ese chico le daría estas cosas a alguien como tú?

Me quedé tiesa. Daniela salió corriendo antes de que pudiera detenerla, gritando:

—¡Mamá! ¡Mamá, ven a ver lo que encontré en el cuarto de Gabriela!

El pánico me sacudió el cuerpo.

Corrí a mi armario, recogí lo que quedaba y apenas alcancé a esconderlo bajo la cama cuando escuché la voz chillona de Rosario:

—¿Qué es esto, Gabriela? ¡Te estás acostando con ese chico, verdad? ¡Por eso recibes regalos caros!

No respondí. No podía. Mis labios se cerraron con fuerza.

Y entonces la voz que me congelaba la sangre: la de mi padre.

—¿Qué dijiste? —gruñó desde la sala.

Segundos después, sus pasos pesados se acercaron a mi habitación.

Corrí. Puse el seguro. Arrastré la silla contra la chapa como siempre hacía. Mi corazón palpitaba tan fuerte que parecía que iba a romperme el pecho.

—¡Ábreme la puerta, Gabriela! —rugió él, golpeando con fuerza.

Me arrinconé en la esquina, abrazando mis piernas, los ojos fijos en la madera que temblaba con cada golpe.

—¡No me hagas perder la paciencia! ¡Abre de una vez!

Rosario chillaba detrás de él, alimentando su furia:

—¡Es tu culpa! ¡Siempre es tu culpa! ¡Siempre provocas todo esto!

Y yo… solo me encogí más contra la pared, deseando que la puerta resistiera, deseando ser invisible, deseando que alguien me sacara de ahí.

La única persona que me veía de verdad, que me arrancaba del miedo, era el mismo chico que todos decían que no debía mirar.

El sonido metálico de la chapa cediendo me heló la sangre.

El seguro ya no servía. Los gritos de mi padre retumbaban contra las paredes, cada golpe contra la puerta parecía un martillazo directo a mi pecho.

No podía esperar más. Tiré algunas cosas en mi morral: un par de cuadernos, algo de ropa, el estuche donde guardaba las cartas de Sebastián.

Tenía que irme. Tenía que salir de esa casa.

Pero justo cuando abrí la ventana, una mano dura y áspera me agarró del brazo.

—¿A dónde crees que vas? —bramó mi padre, con los ojos rojos de furia.

El miedo me paralizó por un instante.

Su aliento cargado de alcohol me golpeó el rostro. Luché, me revolví, sentí cómo las uñas se me clavaban en la palma de tanto apretar los puños.

—¡Suéltame! —grité, con la voz quebrada.

Él me jaló con fuerza, pero en el forcejeo logré zafarme, empujando la silla rota que aún estaba contra la puerta. En ese caos encontré un segundo de ventaja.

Salté por la ventana.

El aire frío de la noche me golpeó en la cara, pero no me detuvo. Caí torpemente al jardín, raspándome las rodillas, y corrí sin mirar atrás.

Corrí y corrí, atravesando calles oscuras, con el corazón a punto de estallar y las lágrimas nublándome la vista.

Cuando estuve lo bastante lejos, saqué el teléfono. Ese celular que Sebastián me había dado escondidas, diciendo que era “solo para emergencias”.

Mis manos temblaban tanto que casi no podía marcar.

—Sebastián… —logré decir entre sollozos cuando contestó.

—Gabriela, ¿qué pasó? ¿Dónde estás? —su voz se tensó de inmediato, sin rastro de burla.

—No puedo más… huí de casa… estoy en un parque… el que está cerca de las torres blancas, al lado de la avenida principal… —mi voz se cortó en pedazos.

—Quédate ahí. No te muevas. Voy para allá ya mismo. —La seguridad en su tono fue lo único que me sostuvo en pie.

Me dejé caer en un banco frío de ese parque, abrazando mi morral como si fuera un salvavidas. La ciudad a esa hora parecía otro mundo: perros callejeros, autos que pasaban de largo, un silencio que me hacía sentir más sola que nunca.

Pero en el fondo de mi pecho, una chispa me mantenía viva:

Él viene. No estoy sola esta vez.

...🟣...

El rugido de la moto de Sebastián me acompañó todo el trayecto. El viento frío golpeaba mi rostro, pero era mejor que cualquier grito en mi casa. Me aferraba a su espalda como si pudiera desvanecerme en cualquier momento, y por primera vez en años, alguien me hacía sentir a salvo.

—Vamos a mi casa —me dijo, girando un poco la cabeza para que lo escuchara entre el ruido.

Yo asentí, sin voz. No tenía fuerzas para preguntar.

El camino se volvió interminable, hasta que, de repente, el portón metálico de una enorme propiedad se abrió frente a nosotros. La moto entró por un camino privado rodeado de árboles perfectamente podados y luces que iluminaban como si fuera de día.

Me quedé sin palabras.

La casa —no, la mansión— era inmensa, con ventanales que parecían espejos y columnas blancas que se alzaban como si pertenecieran a otro siglo.

—¿Y tus padres? —alcancé a preguntar, insegura, bajándome de la moto.

Él me sostuvo del brazo con cuidado, evitando que apoyara la pierna herida.

—No están en el país. Tienen asuntos de la empresa en Europa… o en Asia, ya ni sé —dijo con naturalidad, como si no hablara de sus propios padres—. Regresarán en unos meses.

Me quedé mirándolo, sorprendida.

—¿Y… te dejan solo aquí?

Sebastián se encogió de hombros.

—Siempre fue así. Se acostumbraron a que los negocios son más importantes. Mientras estén los cheques y las llamadas de vez en cuando, todo está bien. —Hizo una mueca y luego sonrió, tratando de restarle peso—. Además, tengo a Will. Él es como… bueno, el que se encarga de mí.

No supe qué responder. Mi pecho se apretó. Yo que daría lo que fuera por tener a mis padres cerca, y él hablaba como si los suyos fueran figuras de cartón.

Entramos al garaje, enorme, con más autos de los que había visto en toda mi cuadra. Cuando Sebastián me ayudó a bajar, un dolor agudo en mi rodilla me hizo soltar un quejido. Él me sostuvo rápido, con una seriedad que no solía mostrar.

La puerta del garaje se abrió y apareció un hombre mayor, de traje sencillo, con expresión alerta.

—Señor Sebastián, ¿qué hacía tan tarde en la noche? —su voz fue firme, pero más preocupada que regañona—. Podría ser peligroso para usted. Sus padres me matarían si le pasa algo.

—Tranquilo, Will . Estoy bien —Sebastián levantó una mano para calmarlo.

Los ojos del hombre se posaron en mí. Primero sorprendido, luego curioso.

—¿Y… la señorita? ¿Una novia?

Sentí el calor subir a mis mejillas.

—No, no —Sebastián respondió rápido, casi riéndose—. Es… una amiga. Se quedará conmigo un tiempo. Y por favor, Will… nada de esto a mis padres.

Will lo miró con resignación. Luego se fijó en mí con más atención. Mis rodillas raspadas, los brazos con moretones que ni siquiera pude esconder. Su expresión se suavizó.

—Entiendo. —Me miró directamente, con amabilidad—. Señorita, ¿quiere que le cure esas heridas?

No supe qué decir. Solo asentí, apretando los labios para que la emoción no se me escapara en lágrimas.

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Linilda Tibisay Aguilera Romero

Linilda Tibisay Aguilera Romero

su adolescencia no fue fácil

2025-09-12

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