Capítulo 4 - Mensajes que cautivan
Alison no podía evitar sonreír cada vez que veía aparecer una nueva notificación en su celular.
Matías tenía esa extraña habilidad de arrancarle una carcajada incluso en medio del ruido constante de la oficina. Sus chistes improvisados, sus comentarios absurdos y, sobre todo, sus emojis mal usados, la mantenían entretenida todo el día.
Mientras recorría el edificio con el balde en una mano y el trapo en la otra, no tenía idea de que Matías la observaba desde la cabina de seguridad.
Él, detrás de los vidrios polarizados y rodeado de monitores, fingía revisar cámaras, pero en realidad seguía cada uno de sus movimientos con una mezcla de admiración y timidez. Desde el primer día que la vio entrar, algo en ella lo había descolocado. No era solo su sonrisa luminosa o esa energía que parecía empujarla hacia adelante incluso cuando estaba agotada. Era la manera en que parecía inmune al peso del día, como si nada pudiera aplastarla.
Matías se sabía un espectador invisible, alguien que solo miraba la película desde la butaca.
Pero los mensajes habían cambiado eso: ahora tenía una entrada, aunque fuera pequeña, al mundo de Alison.
Ella pasó frente a la cabina. Lo miró directo a través del vidrio, y él, sorprendido, giró la cabeza fingiendo atender algo urgente en la computadora. Tarde. Alison ya lo había cazado. Le sonrió con complicidad, esa sonrisa que Matías empezaba a reconocer como su favorita.
Se quedó pensando. ¿Y si me animo? ¿Y si le digo lo que siento?
Pero la respuesta no era tan simple.
Porque Matías estaba casado.
Sofía, la de siempre. La que había estado a su lado en vacaciones, reuniones familiares y planes que ya no parecían tener sentido. La que ahora se sentía lejana, como un eco apagado.
Estaba atrapado entre dos mundos: uno seguro y previsible, y otro vibrante y lleno de adrenalina, con nombre de mujer y aroma a lavandina y perfume de ambiente. Alison lo hacía repensarse… y eso le asustaba tanto como le atraía.
Intentó ignorarla. Se sumergió en su trabajo y dejó los mensajes sin responder. Pero la imagen de su sonrisa seguía girando en su cabeza como un eco obstinado. Entonces se le ocurrió algo.
Marcó el número de Alan, su amigo del área de Mercado Libre.
—Alan, necesito que me hagas la gamba. Quiero invitar a Alison a salir, pero… pensé en una cita doble. Vos invitás a Rocío.
Alan soltó una carcajada.
—¿Vos? ¿Jugando al cupido?
—No exageres. Solo quiero que sea algo relajado, sin presiones.
—Está bien… pero si me enamoro de Rocío, después no te quejes.
Matías sonrió. Ya tenía medio camino hecho. Ahora faltaba lo más difícil: invitar a Alison.
Al día siguiente, coincidió “casualmente” con ella en el almuerzo. No se sentaron juntos, pero comenzaron a enviarse mensajes como si fueran adolescentes.
En un momento, mientras él guardaba su comida en la heladera, Alison aprovechó para tomarse una selfie… justo cuando Matías pasaba detrás. Se la envió con un mensaje:
—Te ves muy guapo.
Matías sintió un calor inesperado en el pecho. Sonrió, medio incómodo y medio encantado. Respondió:
—Gracias por la foto, pero la verdadera estrella soy yo.
Alison replicó al instante:
—No creo que seas más diva que yo 😏.
La conversación fluyó con bromas y miradas furtivas. Entonces Matías lanzó el anzuelo:
—¿Sabías que a Alan le gusta Rocío?
—¿En serio?
—Sí. Estaba pensando que podríamos ayudarlos… ¿qué tal una salida de cuatro?
Alison mordió el labio, divertida.
—Suena bien. ¿Estás seguro de que ellos aceptarán?
—Alan ya dijo que sí. Y creo que Rocío se va a divertir.
—Perfecto. ¿Cuándo?
—Este viernes. Algo tranquilo… unos tragos.
En el baño, que Alison llamaba su “oficina”, citó a Rocío con su famosa frase:
—¡Reunión de consorcio!
Rocío entró riendo.
—¿Qué pasó ahora?
—Me enteré que a Alan le parecés atractivo… y Matías y yo tenemos un plan. Salida de cuatro.
Rocío arqueó las cejas.
—¿Alan? Es simpático… bueno, dale.
El viernes llegó. Rocío, Alison y Matías salieron juntos rumbo a un bar, mientras Alan se demoraba por trabajo. Pidieron la primera ronda de cervezas y conversaron animadamente hasta que él llegó, un poco agitado.
—Perdón la demora —dijo Alan, sonriendo tímidamente.
—No pasa nada —respondió Rocío dándole un golpecito en el brazo.
—¡Ahora sí empieza la noche! —exclamó Alison.
La charla fluyó. Rocío brillaba contando anécdotas de la oficina que hacían reír a todos. Alison, por primera vez, se mantuvo algo al margen, feliz de ver a su amiga tan cómoda. Alan, relajándose con cada trago, empezó a hablar de su pasión por la música, y Rocío lo escuchaba con interés genuino.
Mientras tanto, Matías y Alison seguían con un coqueteo sutil: miradas largas, sonrisas cortas y comentarios que parecían inocentes… pero no lo eran.
La noche avanzó, y cuando decidieron volver, Matías y Alan acompañaron a las chicas a la parada. Antes de que llegara el colectivo, Matías propuso:
—Foto para el recuerdo.
Se abrazaron y sacaron varias selfies borrosas y llenas de risas.
Cuando el colectivo llegó, se despidieron. Pero a mitad de camino, Rocío se inclinó hacia Alison y susurró:
—No aguanto más, necesito un baño.
—Falta media hora.
—¡Me bajo ya!
Y así, en una esquina cualquiera, ambas bajaron corriendo. Todo estaba cerrado. Terminaron en unos arbustos, riendo como dos adolescentes.
—Esto es ridículo… —dijo Alison— pero necesario.
Terminada la urgencia, descubrieron otro problema: ya no había colectivos. Rocío sacó el celular y llamó a alguien.
—¿A quién llamás? —preguntó Alison.
—A mi esposo.
—¿¡Tu qué!?
—Pedro, mi marido.
Alison se quedó en silencio. No sabía que Rocío estaba casada. Pero en vez de juzgar, tragó la sorpresa.
“¿Quién soy yo para opinar?”, pensó. Ella también tenía su cuota de errores y secretos.
Esa noche había sido divertida, caótica y reveladora. Quedaban las fotos, las risas… y un par de verdades que nadie esperaba soltar.
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