BAJO LA LUNA ENSANGRENTADA

Bajo la luna ensangrentada

Mientras el alba comenzaba a aclarar aquella tierra desconocida para Leda, él la miraba. Y recordó. Recordó cómo había visto llegar a esos dos humanos a su territorio. Había pensado dejarlos a merced de los rogues, que los devoraran como tantas veces antes. Pero entonces llegó a él su aroma.

Hierbas recién cortadas. Pino. Rocío al amanecer. Lo inhaló y se quedó inmóvil.

Compañera —susurró su lobo en lo más hondo de su mente.

Ikki abrió los ojos de golpe. La rabia lo inundó. Una desesperación salvaje se apoderó de él: protegerla. Sin dudarlo, salió a la cacería. Mató a cada rogue que se cruzó en su camino. Su fuerza y velocidad no tenían igual. Él no era cualquiera: era el alfa de la manada Luna Creciente, portador de un linaje puro que lo hacía temido por todos.

Pero había un problema. Una tregua.

Los rogues podían matar cada año a quien quisieran, mientras no tocaran a la Luna Creciente. Y él… había roto el pacto.

Todo por una humana frágil, una criatura que jamás habría sobrevivido en su mundo. Al verla, tan pequeña, tan vulnerable… todo instinto de alfa gritó protegerla. Que se jodiera el cadáver de su hombre inútil. Pero cuando vio sus lágrimas, desistió de dejarlo allí como carroña. Cometió el peor error de su vida.

Ahora, las consecuencias serían terribles.

Ikki la levantó suavemente entre sus brazos y salió de la cascada donde se habían ocultado. Leda despertó de golpe, sobresaltada, atrapada contra su pecho.

—¡Bájame! —gritaba, golpeándolo con sus puños pequeños.

Él no se inmutó.

—Te dije que me bajes, ¿o eres sordo?

Ikki giró el rostro y la miró. Sus ojos grises, fríos como acero, la dejaron muda. Sintió cómo la orina le corría por las piernas del puro miedo. Él la olfateó, arqueó una ceja y, sin más, la dejó en el suelo.

—No corras —gruñó—. Este lugar sigue siendo peligroso.

Leda asintió, temblando. No quería morir. Pero… ¿y Ángel? ¿Dónde estaba? Las lágrimas volvieron a nublarle la vista. Nada tenía sentido. Ese bosque no era el que conocía, no eran las colinas ni los árboles de Merce.

Ikki la miró, irritado.

—¿Y ahora qué te pasa?

—Yo… ¿dónde estoy? —balbuceó, con la voz rota.

Él suspiró, intentando calmar a la bestia en su interior.

—Ven al lago. Tienes que sacarte ese olor a orina… llamarás la atención de cosas que no quieres conocer.

Ella tiritó, los ojos fijos en él. Esos ojos grises la aterraban. Caminó hasta la orilla. Esperó. Esperó a que él se fuera. Pero era inútil. Así que se metió al agua con ropa y todo. Ikki la miró, confundido. ¿Por qué no se desnudaba? Negó con la cabeza. Humanos.

Cuando Leda se sumergió un poco más lejos, él dejó de verla. Un gruñido salió de su garganta.

—¡Mujer! —bramó, lanzándose al agua.

Ella emergió en ese instante, jadeando, pero él ya estaba a su lado. Tan rápido que su corazón casi estalló.

—¡Vámonos! —masculló.

—No… déjame… déjame quitarme la sangre —dijo temblando.

Ikki la sostuvo por el brazo. Era suave, tan frágil que casi lo desesperó. Ella lo miraba aterrorizada.

—Mi brazo… —susurró, gimiendo.

Él la soltó de golpe. Maldición. Estaba perdiendo el control.

—Rápido —gruñó—. Debemos ir a mi manada.

Manada. Rogues. ¿Dónde carajos estaba? ¿Qué era todo esto?

Él la miraba, y en su mente ardía una sola verdad: la diosa Luna le había dado una compañera humana.

¿Qué clase de broma cruel era esa?

Ella lo miraba horrorizada.

—¿Por qué me miras tanto? —bramó él, con tono brusco.

—Estás… goteando sangre… —susurró, retrocediendo.

Ikki se miró y bufó. Comenzó a arrancarse con las garras los restos secos. En cualquier momento, podía perder la forma humana.

Leda, temblando, pensó en su esposo. Las lágrimas le quemaban los ojos.

(No la asustes, Ikki. La mujer nos teme.) La voz de Orión, su lobo, retumbó en su mente.

—¿Terminaste? —gruñó.

—S-sí… —balbuceó Leda.

Él la alzó sin aviso, lanzándola sobre su hombro.

—¡No! ¡Bájame! —gritó, pataleando.

Ikki no respondió. Echó a correr hacia el corazón del bosque, rumbo a la Luna Creciente. Cinco kilómetros lo separaban de su manada… y de un destino que ni siquiera él comprendía.

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