Alessio volvió en sí, sacudiéndose mentalmente los recuerdos y la nostalgia que amenazaban con enredarlo de nuevo en una historia que no le pertenecía. Tomó aire con discreción, recuperando el tono neutro de siempre.
—¿Por qué querías verme? —preguntó con voz clara, esperando una respuesta concisa, algo que pudiera cerrar la escena y permitirle continuar con su decisión de alejarse.
Pero Enzo no respondió.
Permaneció en silencio, con la mirada perdida en algún punto entre el suelo y el rostro de Alessio. Parecía estar sumido en pensamientos. Ese silencio lo desconcertó más de lo que esperaba. Porque, en el fondo, Enzo nunca lo había buscado antes.
Fue entonces cuando algo se instaló en la mente de Alessio: ¿alguna vez Enzo vino realmente a buscarlo?
Las imágenes eran difusas. Siempre había sido él quien organizaba las citas, quien lo arrastraba de la mano a cenas, museos o escapadas de fin de semana. Siempre había sido él quien insistía. Tal vez… tal vez hubo una vez que Enzo vino a verlo. ¿O fue una ilusión de su memoria? Ocho años borraban muchas cosas.
Entrecerró los ojos, observándolo con más atención, como si buscara en su expresión una verdad antigua.
—¿Por qué viniste? —repitió, esta vez más bajo, pero más directo.
Y entonces, Enzo alzó la mirada. Sus ojos parecían arder con algo contenido, como si hubiera estado reteniéndolo desde hacía mucho tiempo.
—¡Por… por el matrimonio! —exclamó, como si no pudiera detenerse a pensar. Luego, más firme, casi acusador—: Alessio, tú me pediste que fuera tu esposo.
Las palabras cayeron como una piedra en el pecho de Alessio.
Por un momento, se quedó sin aliento, como si esa parte del pasado, ese capítulo que había olvidado, regresara con una fuerza inesperada.
Sin pensarlo, movido por un impulso que no supo de dónde vino, tomó apresuradamente la mano de Enzo y lo arrastró fuera del edificio. Atravesaron el vestíbulo bajo las miradas curiosas de algunos empleados rezagados, y cruzaron las puertas de cristal hacia la frescura de la noche.
Apenas pusieron un pie en la acera, Alessio soltó su mano como si quemara. Inhaló profundamente. Luego exhaló. Una vez más. Necesitaba calmarse. '¿Ya le pedí matrimonio?' La frase le golpeaba como una corriente eléctrica. No lo recordaba. No sabía si era cierto, pero el hecho de que Enzo lo afirmara con tanta seguridad lo hacía temblar por dentro.
Sintió por un momento que podría desvanecerse ahí mismo, en medio de la calle, bajo las luces cálidas de la ciudad. Había creído que podría alejarse de Enzo sin problemas, sin complicaciones. Pero el destino, con su retorcido sentido del humor, volvía a hacer de las suyas. Tragó saliva, tratando de estabilizarse. Fue entonces cuando alzó la mirada y vio el rostro de Enzo. No había rabia, ni desesperación. Solo serenidad. Una expresión tranquila, tal vez hasta resignada.
Eso lo hizo respirar más fácil. Tal vez… solo vino a rechazar la propuesta, pensó. Si ese era el caso, sería simple. Lo resolvería rápido, y podría alcanzar al equipo para la cena sin más interferencias emocionales.
—Bien —dijo finalmente, con la voz más firme—. Hablemos en otro lado.
Alessio caminaba por la concurrida calle con paso decidido, tratando de mantener su mente enfocada en lo que debía hacer. A su lado, las luces de la ciudad titilaban con indiferencia, reflejadas en los escaparates y sobre el asfalto húmedo. Enzo lo seguía en silencio, sin presionarlo, sin hablar, como si también supiera que ese momento requería espacio.
Después de unos minutos entre murmullos, bocinazos y el aroma constante de distintos alimentos, Alessio se detuvo frente a una pequeña pastelería iluminada cálidamente desde el interior. Era un sitio acogedor, adornado con guirnaldas sencillas y vitrinas llenas de dulces perfectamente alineados.
Tenía que unirlos. Ese era su papel. El destino original debía cumplirse, y él ya no debía interferir.
Recordó entonces un detalle importante: Artem, su hermano, quien, a pesar de venir de una familia adinerada, trabajaba medio tiempo en esta pastelería, lejos del conocimiento público. En la novela, casi nadie sabía de esa faceta suya. Lo hacía por pasión, no por necesidad. Por eso, este lugar no era solo una pastelería.
Alessio empujó la puerta. Una campanilla sonó, dulce y familiar. Dentro, el ambiente era tranquilo. Pocas personas ocupaban las mesas, absortas en sus propios mundos de azúcar y silencio.
Detrás del mostrador, un joven de cabello claro y sedoso se volvió al escucharlo entrar. Su piel lechosa resplandecía bajo la luz cálida del local, y sus ojos tan azules que recordaban al océano bajo el sol se iluminaron al verlo.
—¡Hermano! ¿Has venido a verme? —exclamó Artem con una sonrisa brillante, dejando la manga pastelera a un lado.
Alessio sonrió levemente y negó con la cabeza, con un gesto tranquilo.
—No exactamente.
Entró más al fondo del local, dejando que el reconfortante aroma a vainilla y canela lo envolviera por completo. Enzo entró detrás de él sin decir palabra, observando el entorno con curiosidad.
Artem, al verlo, frunció el ceño ligeramente, confundido.
—¿Enzo?
Su voz bajó, casi como si no esperara verlo ahí. Y en ese momento, Alessio supo que estaba haciendo lo correcto. Era hora de dejar que la historia volviera a su curso. Alessio asintió con determinación, su mirada tranquila y clara se posó sobre Artem, quien lo observaba aún con cierta sorpresa a Enzo.
—Hablaré un poco con Enzo —dijo con un tono suave, casi fraternal—. ¿Podrías darnos dos cafés? Pero uno que lleve leche, ya sabes, para mí. Y una tarta de manzana.
Sonrió levemente al decirlo, como si esas simples palabras sirvieran para reafirmar que todo seguiría bien, que nada cambiaría entre ellos. Artem asintió, su expresión relajándose al reconocer el pedido familiar.
—Claro —respondió con naturalidad, antes de girarse para dirigirse tras el mostrador.
Mientras lo hacía, Alessio no pudo evitar notar algo que siempre había estado ahí, pero que en ese instante cobró un peso distinto: el aroma de Artem. Era delicado y envolvente, una mezcla de dulzura cálida y frescura floral. Como miel tibia derramada sobre pétalos de jazmín. Una fragancia que se quedaba en el aire de forma sutil, sin imponerse, pero imposible de ignorar. Aquel aroma pertenecía a alguien que, sin buscarlo, se convertía en refugio.
Alessio apartó la vista antes de que el pensamiento se enredara más. Dio unos pasos hacia un rincón apartado, pero aún cercano al mostrador. El sitio era discreto, con una pequeña mesa de madera y dos sillas tapizadas en azul suave. Desde ahí podía ver perfectamente a Artem trabajando con soltura y delicadeza.
Enzo lo siguió en silencio, sus pasos firmes, su presencia igual de marcada que siempre. Se sentaron frente a frente. Entre ellos flotaba un aire denso, lleno de cosas no dichas, de caminos torcidos que ahora debían enderezarse.
La conversación que estaba por venir no sería fácil, pero Alessio ya había tomado su decisión.
—Sobre lo del matrimonio… pensaba— comenzó Alessio, su voz templada, aunque con un atisbo de duda en el tono.
Pero no pudo continuar. Artem se acercó con paso ligero, interrumpiendo sin querer con una sonrisa curiosa mientras sostenía una bandeja.
—¿Le echas azúcar a tu café con leche? —preguntó, inclinando levemente la cabeza, como si la respuesta aún le sorprendiera pese a conocerla.
Alessio parpadeó y sonrió, un gesto pequeño pero sincero.
—Sí, Artem —respondió con suavidad.
Artem desvió brevemente la mirada hacia Enzo, con una expresión neutral que duró apenas un segundo, antes de volver a posar sus ojos en Alessio. Entonces, le sonrió con esa calidez típica suya, una mezcla de cariño y dulzura que parecía envolver todo lo que hacía. Se giró y regresó al mostrador.
El ambiente quedó suspendido en un extraño silencio. Alessio y Enzo no se miraban directamente, pero compartían el mismo aire denso, como si ambos supieran que la conversación aún aguardaba.
Poco después, Artem volvió con la bandeja. Colocó con cuidado el café frente a Enzo y el café con leche frente a Alessio, junto con una porción de tarta de manzana perfectamente servida, y un pequeño plato con galletas de mantequilla. Al hacerlo, sus mejillas se tiñeron de un suave rosa.
—Espero que te gusten, Aless. Incluí también unas galletas de mantequilla —dijo en voz baja, pero con una ternura inconfundible.
Alessio asintió con una leve sonrisa.
—También los pagaré —añadió, sacando su tarjeta con naturalidad.
—No hace falta —replicó Artem rápidamente—. Van por mi cuenta.
Antes de que Alessio pudiera insistir, Artem se giró con rapidez y escapó de nuevo hacia el mostrador, dejando su tarjeta en el aire sin dueño. Alessio lo siguió con la mirada, observando cómo sus hombros se movían al ritmo de su andar apresurado, como si escapar fuera su forma de decir. No me lo agradezcas, solo recíbelo.
Estaba sumido en ese pensamiento cuando una voz lo trajo de regreso.
—Alessio —dijo Enzo, su tono más serio, casi grave.
La mirada de Alessio regresó a él, sabiendo que ya no había más interrupciones. Lo que debían decirse, tenía que ser ahora.
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