Una Pequeña Salida

El día en que Briagni decidió mudarse fue silencioso, sin drama. Simplemente,, entendió que era tiempo de desprenderse. Su familia, ese universo cálido y a veces caótico, seguiría amándola, pero ya no podía quedarse quieta allí, entre lo conocido. Había construido tanto: una carrera sólida en contaduría, respeto profesional, un pequeño nombre en su medio… y ahora, una casa propia. Cinco habitaciones, dos pisos, sus colores favoritos en cada rincón. Era su nido, su mundo, su logro, aunque eso no quiere decir que ella estará sola.

Micaela quien es su amiga desde la universidad, atraviesa un mal momento, tocó a la puerta de Briagni con lágrimas contenidas y la voz bajita, no hizo falta explicar demasiado. Briagni ya sabía que las cosas no estaban bien. La invitó a pasar con la misma tranquilidad con la que abre una ventana cuando el calor aprieta: sin juicio, sin preguntas, solo con ternura.

—Puedes quedarte aquí, el tiempo que necesites —le dijo una noche, mientras compartían té y silencios en la sala.

Y así fue. Micaela se quedó. Al principio con una maleta pequeña y la mirada baja; después, con risas más frecuentes, ropa en el armario y nuevos sueños naciendo poco a poco. Briagni , organizada como era, no se quejó del cambio en la rutina. Al contrario, se adaptaron, se volvieron un equipo.

Pasaron los meses. Micaela consiguió un empleo decente, nada espectacular, pero era un inicio. Con gratitud y decisión, empezó a colaborar, pagaba parte del agua, la luz, compraba el mercado los fines de semana. Tenían un sistema tan armonioso que parecía ensayado. Micaela, impulsiva como era, sorprendía a Briagni con platos improvisados o veladas con música suave. Y Briagni , más discreta, le respondía con detalles que hablaban desde el corazón, como lo era doblar su ropa, prepararle café antes del trabajo, dejarle notas dulces en el refrigerador.

Pero Briagni no estaba bien del todo.

Micaela lo notaba en sus ojos. Había algo en su amiga —una sombra, una opresión en el pecho, una tristeza que no se nombraba. No era drama. Era ese tipo de agotamiento que no se puede explicar porque nace del alma. La veía llegar del trabajo, cerrar la puerta y suspirar como si el día pesara más de lo normal. Sonreía, sí. Pero su sonrisa era más cortesía que alegría.

Por eso, esa noche, cenando una pasta con albaca y vino suave, Micaela decidió que era momento.

—Oye... ¿y si salimos esta noche?

Briagni levantó la mirada, algo sorprendida.

—¿A dónde?

—A bailar. A dejar el alma moverse un rato. A respirar. No te he visto verdaderamente feliz en semanas.

Briagni bajó los ojos. Micaela no lo dijo con lástima, ni con reclamo. Lo dijo con amor. Y eso dolía más.

—Estoy bien —mintió Briagni , jugando con el borde de su copa.

—No, no lo estás —dijo Micaela con suavidad, pero sin rodeos—. Estás apagada, Bri. Como si vivieras para sobrevivir, no para vivir. Yo sé que tú no eres como yo, que no te gustan las fiestas o los enredos con chicos. Pero tú también mereces sentirte viva. Y a veces... eso empieza por salir de la rutina, aunque sea una noche.

Briagni no respondió enseguida. En su pecho, algo se removía. Tal vez tenía razón. Tal vez se había vuelto tan buena construyendo estabilidad, que se le estaba olvidando disfrutarla.

Y aunque no sabía si quería bailar, besar a alguien o simplemente mirar las luces de la ciudad… tal vez —solo tal vez— esa noche podía dejarse llevar.

Briagni salió del baño con el cabello húmedo cayendo en ondas suaves por su espalda. Había elegido un pantalón negro discreto, blusa de cuello alto, y tacones que apenas se notaban. Micaela la esperaba en la habitación, ya maquillada, con un vestido corto de seda que le abrazaba el cuerpo como si hubiera sido diseñado para ella. Se giró, la miró… y casi se atraganta con su propia risa.

—¿Tú vas a salir vestida así? —le preguntó, con una ceja alzada, entre burla y ternura.

—¿Qué tiene de malo? —respondió Briagni , desconcertada, mirando su reflejo.

—Bri… pareces lista para una entrevista de trabajo, no para una noche que promete ser legendaria.

—No necesito ir mostrando todo para divertirme —respondió ella, cruzándose de brazos.

Micaela sonrió con picardía y se acercó al clóset. De adentro sacó un vestido que parecía brillar sin necesidad de luz, ajustado al cuerpo, color vino oscuro con destellos sutiles. El escote era cerrado al frente, elegante, pero la espalda… la espalda era un poema. Totalmente descubierta, con un corte que bajaba justo hasta la cintura, dejando ver la piel de Briagni como si fuera mármol suave.

—Pruébatelo —dijo Micaela, extendiéndoselo como una ofrenda.

—Estás loca…

—Estoy salvándote. Ese vestido no es vulgar, no es mostroso. Es… tú, cuando te dejas ser. Te juro que te va a quedar de infarto.

Briagni dudó. Miró el vestido. Miró a Micaela, que ya estaba poniéndose brillo en los párpados con una seguridad que parecía de otro planeta. Finalmente, suspiró.

—Está bien. Pero si parezco una idiota…

—Si pareces una idiota, me como mi labial Dior —rió Micaela, tirándole un guiño.

Minutos después, Briagni salió del baño. El vestido la abrazaba como una segunda piel, pero no la apretaba: la envolvía. Su espalda quedaba completamente al descubierto, como una declaración suave, sin gritos. Su figura, normalmente escondida bajo telas discretas, ahora brillaba sin pedir permiso. Era elegancia pura, sin esfuerzo. Un tipo de belleza que no se anunciaba: simplemente entraba y el mundo se callaba.

Micaela la miró de arriba abajo, con los ojos abiertos como platos.

—¡Dios mío, Bri! Estás... celestial. Si no sales conmigo así, voy a tener que rogarte cada viernes.

Briagni se rió, tímida, bajando la mirada. No estaba acostumbrada a esa versión de sí misma. Pero en el espejo, por primera vez en mucho tiempo, se vio viva. No otra, no fingida… solo libre.

—¿Y tú? —preguntó, mirando a Micaela—. Vas como una diosa griega.

—¿"Como"? Nena, yo soy una diosa griega —respondió Micaela, dándole una vuelta con una risa encantadora—. Ahora sí estamos listas. Esta noche, bailamos hasta que la vida se nos olvide un poquito.

Y así, las dos salieron. Una era fuego y la otra era como la luna, pero juntas brillaban como una constelación.

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