La portada del cuaderno era de cuero suave, gastado por los bordes. La luna en la tapa estaba dibujada a mano, con tinta negra y líneas firmes. No tenía título. Solo una pequeña inscripción en una esquina, escrita con letra pequeña:
"No mires si no estás listo para entenderme."
Aiden estaba sentado en su habitación, con el cuaderno abierto sobre las piernas. Afuera, la noche comenzaba a caer sobre Wharekura. El cielo era una mancha oscura apenas iluminada por una luna lejana, como la de la tapa.
Pasó la primera página.
No eran apuntes. No eran listas. Eran fragmentos. Trazos. Confesiones. Algunos escritos con letra firme, otros con rabia. Dibujos en los márgenes, manchas de acuarela, palabras tachadas.
Un escrito llamó su atención:
“No debía escribir estas cosas, pero si no lo hago, me voy a pudrir por dentro.”
"Hoy papá dijo que el arte no es para los hombres de verdad. Que un hijo suyo no puede andar manchándose los dedos con estupideces. Quise contestarle, pero me temblaban las manos. Me temblaban de rabia y miedo al mismo tiempo. Me las escondí en los bolsillos. ¿Por qué me sigue doliendo tanto lo que dice? ¿Por qué sigo queriendo que me vea sin odio?"
Aiden tragó saliva. Las palabras no le sonaban familiares… y, sin embargo, sí lo eran. Como si alguien hubiera escrito lo que él sentía ahora sin entender por qué.
Siguió leyendo.
“Vi a ese chico otra vez en la estación. El que trabaja en la librería. Tiene una sonrisa sucia y bonita. Me miró como si me conociera. Como si supiera. Me preguntó si quería ayuda para buscar algo y me puse rojo como un idiota. No sé si me gustó él, o la forma en la que me hizo sentir visto. No debería pensar en eso. No debería escribirlo. Pero no puedo sacarlo de la cabeza.”
Un dibujo acompañaba esa entrada. Un rostro apenas definido, con ojos rasgados y boca entreabierta. La línea del cuello y una mano que se extendía hacia fuera del papel.
Aiden lo tocó con la yema de los dedos. Algo dentro de él dolió. No por el rostro, sino por la intensidad con la que había sido dibujado.
No sabía quien era ese chico. Pero la sensación de mirar algo que había salido de su propia alma lo desarmaba.
Pasó varias páginas. Más fragmentos de rabia, de silencio, de una vida que parecía no permitirle espacio para ser. Y entre ellos, dibujos de mariposas, puertas cerradas, y una casa que se caía a pedazos.
Luego, en una página central, solo una frase:
“Mi madre murió en la bañera. Yo tenía seis años. Él dijo que fue un accidente. Pero la escuché gritar.”
Aiden soltó el cuaderno como si quemara. Se puso de pie de golpe, con la respiración acelerada. Las palabras lo habían sacudido desde dentro. No porque pudiera recordarlas… sino porque su cuerpo sí lo hacía.
Sus manos temblaban.
Salió del cuarto, bajó las escaleras, se detuvo frente a la puerta del baño del primer piso. La miró como si fuera un portal. Como si supiera que ahí, en algún momento, su infancia se partió en dos.
Pero no podía abrirla.
Aún no.
**
Más tarde, ya en cama, con el cuaderno oculto bajo la almohada, Aiden intentó dormir. No lo consiguió.
Se dio vuelta varias veces. Cada vez que cerraba los ojos, veía manchas de acuarela convirtiéndose en rostros. Oía gritos ahogados. Sentía que su pecho se cerraba.
Hasta que escuchó un golpecito suave en la puerta.
—¿Se puede?
Era una voz cálida, femenina.
—¿Sí?
La puerta se abrió apenas y entró una joven con uniforme blanco. Cabello castaño recogido en una coleta, rostro amable, ojeras suaves. Tenía una energía que contrastaba con la casa.
—Soy Maia —dijo—. Enfermera comunitaria. Tu padre pidió que viniera a hacer seguimiento unas veces por semana. Estoy para ver cómo vas… y ayudarte si necesitas hablar.
Aiden asintió, incómodo. No sabía si le gustaba la idea de que alguien más lo analizara. Pero tampoco tenía muchas opciones.
—¿Puedo sentarme?
—Claro…
Maia se sentó a los pies de la cama. Lo observó con calma.
—¿Te ha resultado muy extraño todo esto?
Aiden suspiró.
—Sí. Es como estar viviendo en una vida que no me pertenece. Todos parecen saber quién soy, menos yo.
Ella asintió, como si esperara esa respuesta.
—Eso debe ser muy difícil. ¿Has sentido alguna incomodidad con tu entorno? ¿Con tu familia?
Aiden dudó.
—A veces siento… que hay cosas que me ocultan.
Maia lo miró con más atención. Sacó una pequeña libreta.
—¿Has tenido sueños? ¿Pesadillas?
—Sí.
—¿Sobre?
—Una mujer. Gritos. Agua. —bajó la voz— Una promesa que no recuerdo haber hecho.
Maia escribió algo.
—Quiero que me digas si empiezas a sentir que algo no encaja. Incluso si son cosas pequeñas, ¿de acuerdo?
Aiden la miró, dudando.
—¿Por qué?
—Porque cuando alguien pierde la memoria, los huecos no son lo más peligroso. Lo son las versiones que otros te dan para llenarlos.
Aiden sintió que el corazón le latía con más fuerza.
Maia sonrió, se levantó y caminó hacia la puerta.
—Nos vemos en unos días. Si necesitas hablar, toca el botón junto a la entrada.
Y justo antes de salir, se giró.
—Ah… una última cosa. Tu pulsera… ¿de dónde es?
Aiden la tocó inconscientemente.
—No lo sé. Estaba entre mis cosas. Pero… me da paz.
Maia asintió.
—A veces, lo que uno no recuerda… aún puede salvarlo.
Y se fue.
Aiden se quedó en la oscuridad, con la mano apretada contra el pecho, y la sensación de que todo —la casa, los silencios, incluso el aire— se estaba volviendo cada vez más denso.
Como si los recuerdos estuvieran allí.
Esperando.
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