Recuperando lazos

Los días de entrenamiento con Dean se estaban volviendo un reto constante. Regresar a mi forma humana se había hecho más sencillo con la práctica, pero transformarme en oso a voluntad era una pesadilla. Y cualquier emoción fuerte, especialmente la tristeza, me hacía perder el control y cambiar sin querer.

Un día, Tobías decidió que ya era hora de conocer a otros osos. Me llevó al pueblo vecino, decidido a presentarme a los osos de la zona. Mientras nos acercábamos, sentí un cosquilleo en la nuca y un abanico de olores que me llenaban la cabeza. Era extraño, pero poco a poco comencé a identificar las esencias de los demás cambiaformas, aunque solo fuera una percepción vaga.

Caminábamos por la calle principal cuando un hombre se acercó. Debía tener unos sesenta años, vestía pantalones vaqueros, un polo blanco y una camisa a cuadros. Tenía una barba cuidada, una cara amable y un torso amplio que parecía poder partir troncos con un abrazo. Cuando llegó a nosotros, saludó a Tobías con un fuerte abrazo que casi hizo que los ojos de mi amigo salieran de sus órbitas. Me reí por lo bajo, pero Tobías solo gruñó con una sonrisa.

El hombre, que se presentó como Barret, se volvió hacia mí con una sonrisa cálida. Se acercó despacio y, sin previo aviso, me envolvió en un abrazo suave. Era un gesto reconfortante, como un cálido refugio en medio de una tormenta, y de alguna manera, se sentía correcto. Había algo profundamente familiar y tranquilizador en él, algo que hizo que mi corazón, cargado con tanta pena y confusión, se soltara un poco. Sin darme cuenta, me aferré a ese abrazo como si mi vida dependiera de ello, sintiendo las lágrimas brotar.

—Tranquilo, muchacho, todo va a estar bien —dijo Barret, acariciándome el pelo con cariño.

Y no pude evitarlo; comencé a llorar. Sentí que me invadía el miedo de cambiar ahí mismo, en medio del pueblo, delante de todos. Pero Barret me mantuvo en su abrazo, hablándome con calma y serenidad. Era como si sus palabras, profundas y sólidas como las raíces de un árbol viejo, me anclaran en mi forma humana. Y, para mi sorpresa, lo lograron: no cambié.

Cuando al fin me aparté, Barret me miró con ojos que parecían entenderlo todo y se presentó oficialmente.

—Soy Barret, líder de esta manada de osos —dijo, dándome una palmadita en el hombro—. Vamos, quiero mostrarte un poco de nuestro hogar.

Me llevó a dar un recorrido por el pueblo, y poco a poco, nos fuimos alejando hacia una zona más tranquila, donde la mayoría de los osos tenían sus casas. Mientras caminábamos, Barret comentó de repente:

—Te pareces a tu padre.

Me detuve un momento, mi corazón saltando ante esas palabras.

—¿Conocías a mi padre? —pregunté, la esperanza y la curiosidad mezclándose en mi voz.

—Claro que sí —afirmó Barret, sonriendo con nostalgia—. Conozco a todos los osos de la zona. También a muchos linces y lobos.

Empecé a hacer cálculos. Barret debía tener más de ciento cincuenta años, posiblemente más. Era raro pensar que alguien tan… vital podría haber vivido tanto tiempo. Me acordé de la foto de mi padre que siempre llevaba en la mochila, así que la saqué y se la mostré.

—Ese es mi padre… —murmuré, sintiendo un nudo en la garganta.

Barret miró la imagen y asintió, sus ojos brillando con reconocimiento.

—Sí, lo recuerdo bien —dijo, y me hizo una seña para que lo siguiera. Caminamos hasta una casa que parecía haber sido construida para fundirse con el entorno, tan integrada con el bosque como las raíces de los árboles.

La puerta se abrió y una mujer salió. Tenía un aire familiar que me dejó sin aliento, y al mirarla a los ojos, supe que era como yo. Había algo en su mirada y en su olor que me resultaba extrañamente cercano.

—Derek… —susurró, mirándome con una mezcla de asombro y cariño. Antes de que pudiera decir algo, me abrazó, un gesto lleno de calidez y amor. Y, aunque era una desconocida, el abrazo no se sentía incómodo. Era como si una pieza perdida de mi vida hubiera vuelto a encajar.

Barret, con una sonrisa suave, me presentó a la mujer.

—Ella es Dana, tu tía. La hermana menor de tu padre.

Me quedé sin palabras, aferrado a esa sensación de pertenencia, de haber encontrado finalmente a una parte de mi familia que nunca supe que necesitaba.

Dana y yo nos quedamos solos en su cálida casa. El lugar olía a algo familiar, algo que no podía describir, pero que hacía que me sintiera más seguro. El compañero de mi tía y su hija habían salido, dándonos un espacio privado. Me senté frente a ella en la sala, rodeado por fotos familiares y pequeños detalles que hacían de ese lugar un verdadero hogar. Algo en el ambiente me hizo relajarme, y por primera vez en mucho tiempo, sentí que podría pertenecer aquí.

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