La Gran Fiesta

Eirian

Ahora estaba siendo preparado para asistir a la fiesta. Las sirvientas trabajaban con precisión y silencio, como si esto fuera algo cotidiano. Me vistieron con un atuendo de seda ligera, de un tono marfil casi etéreo. El corte era sencillo, pero no por eso menos elegante. Me colocaron un fino collar de perlas, pendientes pequeños y una pulsera que tintineaba apenas con mis movimientos. Todo encajaba perfectamente. Todo menos yo.

Me sentía... distinto.

No solo la ropa.

Era como si, con cada nudo en el corsé, con cada hebra de cabello acomodada, me estuvieran despojando de algo que no sabía cómo recuperar. Mi reflejo me miraba desde el espejo dorado frente a mí, pero no me reconocía.

—Se ve hermoso, señor —dijo una de las sirvientas con una sonrisa amplia.

—Como una flor de invierno —agregó otra, mientras alisaba las mangas del vestido.

Pero yo... yo solo veía un payaso. Una burla. Una abominación.

Un hombre disfrazado de algo que no era.

Aparté la mirada del espejo. No podía seguir viéndolo. No podía soportar ver cómo mi identidad se disolvía con cada elogio falso, con cada tela cuidadosamente elegida por manos que no eran las mías.

El emperador quería moldearme. Convertirme en algo bello. En algo suyo.

Y yo no sabía cuánto más de mí podía perder antes de romperme por completo.

Tocaron la puerta con firmeza. No hubo pausa para que respondiera.

La hoja se abrió de inmediato, y dos guardias imperiales entraron. Sus armaduras relucían bajo la luz de los candelabros, y sus rostros eran tan inexpresivos como las máscaras de mármol que decoraban los pasillos.

—Estamos listos para escoltarlo al Gran Salón —anunció uno de ellos, sin titubeos, como si esto fuera lo más natural del mundo.

Yo no respondí. Me limité a ponerme de pie con lentitud, sintiendo cómo el vestido caía con suavidad sobre mis piernas, como una cadena de seda. Cada paso hacia la puerta pesaba más que el anterior. El zumbido de la música a lo lejos, los ecos de risas y copas, ya comenzaban a filtrarse por los pasillos como un presagio.

Los guardias se posicionaron a cada lado, como si temieran que huyera. O quizás sabían que lo intentaría, si pudiera.

Caminamos en silencio por los pasillos iluminados con faroles dorados. Las paredes estaban cubiertas con tapices de héroes y leyendas antiguas. Ninguno de ellos llevaba vestido.

Con cada paso, el suelo parecía más frío.

Me estaban llevando hacia la fiesta.

Pero yo... no era un invitado.

Era una exhibición.

Una flor marchita, disfrazada de belleza.

—¡Es un gran placer para mí presentarles a la flor del Imperio! —la voz del emperador retumbó desde el interior del Gran Salón, fuerte y clara—. Mi flor.

Las palabras se clavaron en mi pecho como un puñal lento. “Mi flor.” No una flor. No la flor. Suya.

Mi estómago se revolvió con furia. Quería correr, desaparecer, arrancarme aquel vestido como si pudiera borrar con ello el bochorno. Pero no podía.

Las puertas se abrieron de par en par.

Una ráfaga de luz, calor y perfume me golpearon al instante. Cientos de rostros se giraron hacia mí, cubiertos de máscaras elegantes o descubiertos con desdén contenido. Había un silencio absoluto, como si todos contuvieran la respiración al mismo tiempo.

Y entonces lo vi, de pie en lo alto de la escalinata central: el emperador. Vestido de negro y oro, irradiando poder. Sonreía como si acabara de ganar una guerra.

Mi cuerpo avanzó sin que yo se lo ordenara, guiado por los pasos de los guardias a mis lados. Cada tacón que golpeaba el suelo era un disparo que perforaba mi orgullo. Sentía todas las miradas posadas sobre mí: algunas curiosas, otras morbosas, la mayoría llenas de juicio.

Yo era el espectáculo.

Una marioneta con los hilos bien atados.

—Miren qué belleza —dijo el emperador cuando estuve a la mitad del salón—. ¿No es digno de un trono de cristal?

Algunas personas aplaudieron. Otras murmuraban entre sí. Yo solo quería desaparecer dentro de mí mismo.

Pero no lloré. No esta vez.

Sostuve la mirada al frente, con la espalda recta, aunque por dentro todo se estuviera derrumbando.

Dicho eso, el emperador descendió lentamente los escalones hasta llegar a mi lado. Su presencia se sentía como una sombra envolvente, cálida por fuera, pero helada por dentro.

—Estás hermoso, mi flor —murmuró, satisfecho, como si contemplara la culminación de su obra maestra. Su mirada recorría cada detalle de mi atuendo, cada joya que no había elegido, cada parte de mí que ya no sentía como propia.

Al fondo del salón, sobre una plataforma elevada, se alzaban dos tronos de oro: el suyo y el de una emperatriz inexistente.

Pero más abajo, justo al pie de aquellos símbolos de poder, había algo más.

Un trono de cristal.

Puro, reluciente... y frío.

Debajo de él, grabado en el suelo de mármol blanco, se extendía un círculo mágico que brillaba con símbolos arcanos. El resplandor azul palpitaba suavemente, como un corazón dormido esperando despertar.

—Fue preparado exclusivamente para mi bella flor —dijo el emperador, su sonrisa teñida de un orgullo que me heló la sangre.

No podía negarme. Todos esperaban. Las miradas me empujaban hacia adelante más que los guardias. Avancé con pasos lentos, temblorosos, y me senté.

En cuanto mi cuerpo tocó el trono, una oleada de energía invisible me envolvió. Un zumbido agudo me cruzó los oídos. Algo se activó.

Un muro transparente, brillante como el aire congelado, se alzó a mi alrededor. Apenas visible, pero absolutamente real. Extendí una mano, instintivamente. Me topé con una barrera invisible. No podía moverme. No podía levantarme.

Estaba encerrado. El trono me había reclamado.

Y mientras las copas chocaban, las risas volvían y la música llenaba el aire, yo permanecía allí, inmóvil, atrapado en ese trono que no elegí.

Una flor encerrada en el cristal.

Una jaula sin barrotes.

Me pregunté cuánto tardaría en marchitarme.

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