Annabelle
La luz de la mañana apenas lograba filtrarse por los vitrales de colores. No era un amanecer común: tenía el peso de una promesa que no quería cumplirse.
Había dormido apenas dos horas, y lo poco que descansé fue perturbado por voces sin rostro. Voces femeninas, antiguas, como rezos apagados bajo el agua. Algunas susurraban mi nombre. Otras... me llamaban por uno que no conocía.
Me vestí con el uniforme oscuro que encontré la noche anterior. Al mirarme en el espejo, no me reconocí. Parecía parte de otro siglo: cuello alto, mangas abotonadas, tela rígida. Como si me preparara no para clases, sino para un funeral.
El aula 3 estaba al final del ala este. El pasillo que la conducía tenía candelabros encendidos a plena luz del día, y los retratos colgados a lo largo del corredor tenían todos un detalle en común: los personajes no tenían ojos. Solo vacíos oscuros.
Tragué saliva.
Cuando empujé la pesada puerta de madera, una veintena de estudiantes ya estaban sentados, todos vestidos igual. La mayoría hablaba en voz baja, con miradas calculadas. Pero un grupo en particular, en la última fila, parecía más ajeno al ambiente que todos los demás: tres chicos y dos chicas, pálidos como porcelana antigua, de movimientos suaves y miradas intensas. No hablaban. Observaban.
Entre ellos, estaba Théodore.
Sentado con los brazos cruzados, con el mismo gesto indiferente que usó la noche anterior. Esta vez, cuando nuestros ojos se cruzaron, no sonrió. Solo me sostuvo la mirada... demasiado tiempo.
—Annabelle Hartwell —llamó una voz femenina al frente del aula.
Me giré.
Una mujer alta, delgada, con un cabello rojizo recogido en un moño severo y un abrigo de terciopelo negro, sostenía una carpeta.
—Soy Madame Claret. Tu mentora. Y también la responsable de que no pierdas el alma en este lugar. —Sonrió levemente, como si estuviera bromeando, pero nadie se rió. Solo se produjo un leve crujido… como de ramas secas.
Me indicó con un gesto que me acercara. Caminé hasta el escritorio, incómoda por todas las miradas.
—Hoy será la ceremonia del umbral —anunció. Su voz se proyectaba sin esfuerzo—. Los de primer año pasarán por el rito de iniciación. No es peligroso. —Hizo una pausa—. A menos que lo olviden.
—¿Lo olviden? —pregunté antes de pensarlo.
Claret se acercó y, muy cerca de mi oído, susurró:
—El nombre con el que entras… no siempre es el mismo con el que sales.
Me ericé de pies a cabeza.
Más tarde, nos llevaron en fila al salón del Altar de Piedra, un espacio subterráneo bajo el castillo. Estaba iluminado únicamente por cirios negros. El suelo era de mármol frío, y en el centro, una piedra circular con grabados antiguos. Era el Sello del Primer Pacto, según explicó Claret.
Un hombre de túnica gris, de ojos hundidos y voz áspera, presidía la ceremonia.
Uno por uno, los estudiantes de primer año eran llamados al centro, donde colocaban sus manos sobre la piedra. El guía susurraba una frase en un idioma antiguo. Luego, cada estudiante debía pronunciar un juramento.
Cuando llegó mi turno, un escalofrío recorrió mi espalda. Pisé el centro del círculo. La piedra estaba tibia. Demasiado tibia. Como si palpitara.
El guía me miró fijamente.
—Di tu nombre completo.
—Annabelle Hartwell.
El guía ladeó la cabeza.
—¿Ese es tu verdadero nombre?
No supe qué decir.
Algo dentro de mí quería responder que no.
Quería decir otro nombre. Uno que se escondía en los márgenes de mi memoria.
S... Serel…
—Annabelle Hartwell —repetí, al borde del temblor.
Él asintió.
—Entonces entra. Pero recuerda: los que cruzan no siempre regresan iguales.
Pronunció las palabras en esa lengua extraña. Un sonido sordo retumbó bajo mis pies. El mármol se calentó más. Por un instante, juraría que vi una sombra moverse bajo la piedra.
Como si alguien me observara desde abajo.
Al alejarme, noté que Théodore me miraba otra vez. Esta vez, no con curiosidad, sino con una mezcla de lástima… y temor.
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Esa noche, Madame Claret me llamó a su despacho.
Era una habitación redonda, con una chimenea encendida, y un aroma a incienso y pergamino quemado.
—¿Sabes por qué estás aquí, Annabelle?
—Porque mi madre estudió aquí. Y... porque recibí una beca.
—¿Y crees que eso fue casual?
No respondí.
Ella se levantó, tomó un libro antiguo y lo abrió frente a mí.
—Este es el Libro de Nacimientos. Solo aquellos marcados por el primer linaje tienen derecho a pisar este suelo. Tú estás aquí porque perteneces a una línea que fue cortada… y nunca debió continuar.
Me quedé inmóvil.
—¿Mi madre?
—Ella huyó. Rompió el ciclo. Pensó que podía vivir fuera del alcance del pacto. Y por un tiempo, lo logró. Pero el pacto no olvida. Y tú, Annabelle… eres la herencia maldita de esa fuga.
Me puse de pie, la voz atrapada en la garganta.
—¿Qué soy?
Ella sonrió por primera vez, con una mezcla de compasión y peligro.
—Una pieza clave.
O un sacrificio.
Todo dependerá… de lo que decidas recordar.
Esa noche, los susurros volvieron.
Ya no eran voces vagas.
Eran claras. Femeninas. Urgentes.
“Tú me trajiste de vuelta.”
“Tú abriste el umbral.”
“Ahora… debes pagar el precio.”
Y en el reflejo del espejo, por un instante… vi a otra mujer.
Dormida. En mármol.
Con mi rostro.
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